America, Argentina
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EL DILEMA DEL INDIO COMO “OTRO”

EN LA EVANGELIZACIÓN

 

Eleazar López Hernández

Centro Nacional de Ayuda a Misiones Indígenas, Cenami.

México. Febrero de 2002[1]

El ‘otro’, realidad problemática de ayer y de hoy

En los textos históricos de Fr. Gerónimo de Mendieta, OFM, siglo XVI[2], podemos mirar de una manera clara y definida el modo en que nuestras iglesias y sociedades surgidas del llamado “encuentro de dos mundos” han pretendido resolver la realidad del otro, del indio, del pobre. En el espejo de ese pasado no tan remoto podemos calibrar la magnitud de una problemática no resuelta entonces y que sigue siendo hoy la piedra de toque de nuestro momento actual: ¿Cómo entender  al que es diferente y qué lugar le corresponde en la sociedad y en la Iglesia? ¿Qué modelo de iglesia hace falta implementar para tomar en serio las diferencias no sólo sociales, sino culturales y religiosas de los creyentes? ¿Cómo abordar y asumir con justicia la otreidad de los que mantienen identidades diferentes a las de las culturas dominantes? ¿Cómo engarzar en un proyecto común esas diversidades legítimas que se hallan en la base de nuestras naciones-estados para que éstas lleguen a ser verdaderamente pluriétnicas y pluriculturales?

 

Los hijos del Seráfico dieron en el pasado una respuesta no sólo teórica, sino práctica a esa interrogante. Una respuesta que merece ser analizada hoy para sacar las conclusiones que nos ayuden a afrontar el presente y a diseñar nuestro futuro.

 

Frente a la terrible lógica de una sociedad colonial, cuya proposición era hace 500 años y, en gran medida también en las sociedades liberales, sigue siendo hoy la subyugación y destrucción de quienes le son diferentes, pues su otreidad amenaza al conjunto, los franciscanos del siglo XVI, -y con ellos también los demás miembros de la estructura eclesiástica-  plantearon que el indio, único diferente en ese momento a los advenedizos europeos, debía ser incorporado en la sociedad y en la Iglesia de una manera digna.

 

Llevados por el humanismo y el optimismo utópico de esos tiempos, los misioneros de la primera evangelización vieron en el indio virtudes y capacidades que lo predisponían a la realización del ideal eclesiológico de las primeras comunidades cristianas. Este ideal era el que los misioneros pensaban implantar en este nuevo mundo.

 

Según los religiosos la única dificultad para el logro de tan alto objetivo eclesiológico era la amenaza que podía venir de los españoles que representaban una humanidad y un cristianismo envejecidos. Por eso su propuesta implicaba la segregación de los indios, vistos como ‘humanidad nueva’ y ‘mundo nuevo’, para hacer de ellos una república e iglesia indiana bajo la tutela única de los misioneros.

 

Autonomía restringida del ‘otro’

La propuesta de la autonomía tutelada fue impulsada con mucha pasión y creatividad misionológica por la primera y segunda generación de evangelizadores, que se impusieron a sí mismos la tarea de ser tutores y defensores de los indios contra los abusos de los españoles. Julián Garcés, primer obispo de Tlaxcala, Juan de Zumárraga, primer obispo de México, Toribio de Benavente, el ‘Motolonía’, fueron notables defensores incansables de los indios; también Vasco de Quiroga en Michoacán y varios más en otras regiones pusieron en obra esquemas de organización social en la que los indios ejercieron la autonomía económica, política y cultural, bajo la supervisión de los religiosos.

 

El análisis amplio de los textos de Mendieta nos descubre la novedad y profundidad de los métodos empleados por los primeros misioneros. Pero al mismo tiempo nos ayuda a entender por qué el resultado final de esta ingente labor evangelizadora no fue la consolidación de la república de indios ni el surgimiento de la iglesia indiana. Cincuenta años después del arribo glorioso de los emblemáticos Doce primeros franciscanos, el esquema misionero fue abandonado y se implantaron inexorablemente las diócesis y estructuras clericales marcadas por el concilio de Trento, tal como las conocemos hasta nuestros días.

 

Causas del fracaso de la utopía misionera

Se podrá decir que el fracaso de la ‘república de indios’ y de la ‘iglesia indiana’ se debió a causas externas y ajenas a la propuesta de los misioneros, es decir que se debió a la caída drástica de la población indígena, que prácticamente desapareció del mapa social de la Nueva España a escasos 50 años de iniciada la conquista. Hay datos para afirmar que de la población total de indígenas calculada en unos 50 millones para todo el continente, sólo sobrevivió el 10% a la guerra de conquista, a las encomiendas, al trabajo forzado y a las enfermedades traídas de Europa. Y en esas circunstancias, no habiendo materia con que llevar adelante el proyecto misionero, éste fue abandonado sin más consideraciones.

 

Esta apreciación, desde luego corresponde a los hechos que sucedieron, sin embargo no es del todo exacta; ya que hay también otras causas intrínsecas al planteamiento utópico misionero, que lo llevaron a su fracaso. Enumeraré las más importantes:

 

Evangelizar desde un proyecto que niega los derechos indígenas

El maridaje del proyecto evangelizador con el proyecto colonizador llevó a que los religiosos se negaran sistemáticamente a hacer una crítica de fondo a la sociedad colonial, de la que ellos eran parte. Con una premisa así resultaba imposible impulsar una verdadera autonomía indígena, pues ésta implica un cambio estructural de la sociedad, que es la causa principal de la postración indígena. Querer acomodar la autonomía indígena dentro del esquema dominante sin querer afectarlo drásticamente termina por justificar al sistema sin hacer justicia a los pueblos indios. Esto es  precisamente lo que pasó con la llamada “ley indígena” aprobada recientemente en México, que sólo aceptó que los pueblos indios son “entidades de interés público”, y no “entidades de derecho público” que era la propuesta original de las comunidades. Además al sujetar los derechos autonómicos indígenas a los intereses de los estados y municipios, lo que a la postre se consigue es anular la autonomía, pues sólo se le concede existencia en la medida que no afecta los derechos de los municipios, estados y naciones que surgieron después  de la destrucción de los pueblos indios.

 

Los misioneros de la primera evangelización reiteradamente insistieron en que el Rey, los conquistadores, las autoridades coloniales y las estructuras que se derivaron de ellos, eran el medio del que Dios se valía para llevar a cabo la evangelización y salvación de los indios. De modo que por ser instrumentos de la acción divina eran intocables por razones de fe.  Lo único que quedaba hacer era orar por el Rey y notificarle de los perjuicios que sus empleados llevaban a cabo contras los indios, esperando que él supiera dar remedio a esos males. Fue puntualmente lo que hicieron los misioneros y con mucho ahínco. Pero el remedio nunca llegó y los intereses coloniales prevalecieron sobre la utopía misionera. En el orden de prioridades de los religiosos era preferible salvaguardar el sistema colonial a costa de los indios, que exigir cambios substanciales para salvar a los indios. Desde luego con un pragmatismo así las utopías dejaron de tener sentido.

 

El cinismo pragmático rige la actual implantación del modelo neoliberal en todo el mundo. Como asegura Fukuyama, asistimos a la muerte de las utopías y de los paradigmas alternativos, caminamos al fin de la historia, concebida como valor humano, para dar lugar al desarrollo del mercado de los valores puramente económicos

 

Los indígenas, ante este fatalismo histórico, pensamos que si hoy no elaboramos entre todas y todos un nuevo modo de vivir la Iglesia y un nuevo proyecto de nación donde quepamos con todas nuestras legítimas diferencias va a ser ilusorio hacer planteamientos utópicos que, tarde o temprano, serán triturados por el pragmatismo de los esquemas dominantes.

 

Valoración selectiva del mundo indígena

Otra razón del fracaso del proyecto utópico misionero de la primera evangelización fue querer asumir la otreidad indígena dentro una relación asimétrica, es decir, poniendo a uno, al misionero (y por ende al europeo), como naturalmente superior, y al otro, al indígena, como naturalmente inferior. Con esto no se construye en verdad algo distinto de lo que da origen al esquema colonial; todo lo contrario se afirma la discriminación fundamental: unos nacieron para mandar y otros para obedecer.

 

Los misioneros de los albores de la evangelización americana fueron grandiosos al ensalzar a los indígenas por los “valores” que los misioneros consideraban idénticos e incluso superiores a los de su experiencia europea; concretamente respecto a la pobreza india y la disponibilidad de los nativos a las cosas de la Iglesia; pero fueron terriblemente intolerantes frente a los rasgos culturales indígenas que eran diferentes a los europeos, sobre todo en lo religioso.

 

Asumir del mundo indígena, de manera selectiva, lo que a criterio del agente externo es bueno y aceptable, y desechar autoritariamente lo que se considera malo y perverso por ser diferente, es a final de cuentas una nueva forma, y a menudo más grave, de agresión cultural, por más que se envuelva en ropajes de preocupación y cariño por los indios.

 

Los indios, niños de por vida

El talón de Aquiles de la propuesta misionera de la ‘primera evangelización’ fue la manera de concebir al indio en estado permanente de infantilidad, es decir, como alguien que es bueno y noble por ser niño, pero sin talento ni capacidad de pensar, actuar y gobernarse por sí mismo. De ahí la necesidad de protegerlo y defenderlo, tarea que asumió la Iglesia con celo pastoral.

 

Los primeros misioneros al tratar en sus internados exclusivamente a niños de las comunidades indígenas, creyeron que todos los indios eran infantes; y así los educaron para permanecer de por vida en la infantilidad inculcando virtudes de sumisión y obediencia al orden establecido. Y cuando los vieron crecer y asemejarse al patrón europeo de superioridad les entró pavor y cerraron el seminario indígena de la Santa Cruz de Tlatelolco, que tenía como finalidad preparar cuadros indígenas para el gobierno de la sociedad y de la Iglesia. Y “lo que a estos religiosos ha movido tratar en disfavor de este negocio – se lee en el Códice franciscano, de 1570 – es lo uno decir que el latín en los indios sirve de que conozcan en el decir las misas y oficios divinos cuáles sacerdotes son idiotas, y se rían de ellos o no les tengan en tanta reputación como era razón, y para que asimismo noten si alguno en la predicación o en otras pláticas echa algún gazafatón en el latín

 

La asimetría ha sido la actitud prevalente en la relación que la Iglesia y también las sociedades nacionales han establecido con los pueblos indígenas, impulsando proyectos y programas indigenistas que desde fuera y por gente no indígena, deciden lo que deben ser y hacer las comunidades. Incluso la emergencia indígena reciente, en varios países, ha sido marcada por la sospecha de que detrás de los procesos están gentes no indígenas que manejan a los indios. A veces ni escuchándonos directamente, como sucedió en marzo pasado en el Congreso de la Unión en México, se convencen las autoridades de que los indios pensamos, hablamos, sentimos por nosotros mismos. Los estereotipos discriminatorios perduran aunque cambien los contextos históricos.

 

La Iglesia tiene una larga trayectoria que avala su relación asimétrica con quienes no son parte de su estructura dominante: las laicas y los laicos, por ejemplo, son ubicados eclesialmente en una situación prácticamente de minoría de edad, pues son la iglesia discente, que sólo oye, obedece y sirve, contrapuesta a la iglesia docente, que enseña y manda pues es el magisterio.

 

 

Ser voz de los que no tienen voz

No es de admirarse que en la nueva evangelización propuesta por la Iglesia en los años setenta y ochenta, la concreción que la estructura eclesiástica diera a su compromiso con los indios fuera “ser voz de los que no tienen voz”, viendo a los indígenas únicamente como pobres (“los más pobres de entre los pobres” como se dice en Puebla, 1979) y en ese sentido “carentes” de todo, incluso de lengua, de voz propia, de pensamiento, de religión. Ya en el documento de Medellín (CELAM, 1968) se vio claro que este modo de mirar al indio puede encerrar resabios de un racismo inveterado, que permanece a pesar de los grandes propósitos liberacionistas de nuestra Iglesia latinoamericana. Ahí se afirmó sin ningún pudor: "Existe, en primer lugar, el vasto sector de los hombres 'marginados' de la cultura, los analfabetos, y especialmente los analfabetos indígenas, privados a veces hasta del beneficio elemental de la comunicación por medio de una lengua común. Su ignorancia es una servidumbre inhumana. Su liberación, una responsabilidad de todos los hombres latinoamericanos. Deben ser liberados de sus prejuicios y supersticiones, de sus complejos e inhibiciones, de sus fanatismos, de su sentido fatalista, de su incomprensión temerosa del mundo en que viven, de su desconfianza y de su pasividad" (Med. 4, 3).

 

El texto de Medellín es suficientemente lúcido y no requiere comentarios. Manifiesta las cosas de las que necesita nuestra Iglesia despojarse para poder estar hoy a la altura de las mociones del Espíritu, para poder ir al encuentro de su Fundador y a la solidaridad con los pobres de nuestros tiempos, con los pueblos de culturas diferentes a la occidental, con las comunidades indígenas.

 

 

Los indios estamos en nepantla

Según cuenta Diego de Durán en la ‘Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra firme’ (siglo XVI), un día él interrogó a un indio acerca de por qué podía gastar en la fiesta de un día el dinero que le había costado meses reunir. El indio le contestó: “Padre, no te espantes, todavía estamos nepantla”, estamos en medio, es decir, “neutros”, acudiendo a una ley y a la otra, creyendo en Dios (cristiano) y en nuestras propias tradiciones y costumbres. Ese hecho anecdótico de hace 500 años refleja el estado anímico de los pueblos indios de entonces y de alguna manera muestra también la situación de hoy: Los indios seguimos estando en nepantla, esto es, en medio de dos realidades y proyectos de vida, sin poder ser lo que antes éramos ni llegar a ser lo que los demás pretenden que seamos.

 

Del análisis de los textos de Fr. Jerónimo de Mendieta, podemos concluir que el nepantlismo es también un estilo de vida de los indios de hoy y puede aplicarse también al ámbito pastoral y teológico como un mecanismo para superar el estado actual a que nos han llevado los acontecimientos. Estar en nepantla no consiste en quedar en medio de dos proyectos, real o aparentemente antagónicos, sin saber qué hacer, como en una especie de anomía cultural y religiosa o en una hibridación sincrética de realidades que no tienen ningún eje articulador que dé substancia. Consiste más bien en ubicarse conscientemente en la liminaridad, es decir, en la frontera de lo propio para poder encontrarse con los pobres y excluidos del sistema, para encontrase con el resto de Yahveh y juntos soñar, plantear y construir un mundo nuevo que asuma lo mejor de las propuestas disponibles y vaya más allá de las limitaciones inherentes a todos los proyectos humanos.

 

 

Nepantlismo como categoría teológica y pastoral

Jesús también se puso en nepantla cuando fue a Galilea, periferia de su mundo judío, para encontrarse con el buen samaritano, con la mujer samaritana, con gente menospreciada por los judíos del centro. No es en Jerusalén sino en la orilla de la humanidad hebrea, donde Jesús entiende mejor el proyecto de Dios, teniendo en frente la orilla de los totalmente otros, los “gentiles”. Es ahí donde Jesús supera su etnocentrismo, que veía a los diferentes como “puercos” y “perros”, y puede salir al encuentro de la sirofenicia y de los paganos reconociéndolos como gente que tiene más fe que los hijos de Abraham.

 

 

Estar en la orilla para construir alternativas incluyentes

El nepantlismo indígena y el de Jesús es el que necesitamos hoy para cambiar el rumbo de nuestra historia: necesitamos ir más allá de nuestro mundo, ubicarnos en la orilla de los proyectos dominantes para discernirlos desde los ojos de Dios y de las víctimas del pecado, a fin de estar en condiciones de construir puentes de diálogo verdadero entre hombres y  mujeres que, aceptándose diferentes pero hermanos, buscan un futuro mejor para todos. El nepantlismo supone no absolutizar nunca la propuesta propia, sino conjugar lo propio con lo ajeno, abriéndose a la bondad de los otros, de los diferentes.

 

En esto los pueblos indios tenemos una experiencia larga. Los otros son para nosotros expresión de la pluralidad de rostros del único Dios verdadero y de la humanidad que es plural porque es comunidad. Los otros y especialmente los pobres son teúles, es decir, divinos y como a tales les abrimos las puertas de la casa y del corazón. Los otros son la ocasión para reencontrarnos con nuestras raíces plurales (venimos de Chicomostoc, lugar de las ‘siete cuevas’) y para recibir el perfume de las flores cultivadas en otros lares.

 

Las grandes culturas indígenas de las tierras mexicanas se consolidaron gracias a la actitud de apertura al otro, a lo nuevo que es incorporado sin menoscabo de lo antiguo y lo ya probado. Así recibimos la fe cristiana, porque para nosotros no hay contradicción entre la propuesta indígena y la propuesta de la Iglesia. Es lo que proclamamos hoy con la Teología india

 

 

Identidad-alteridad indígena hoy[3]

         a) Somos invento, ideología y realidad

 

No es fácil definir con exactitud qué somos los indios, indígenas, nativos, aborígenes, autóctonos de hoy. Porque indios no había en este continente antes de 1492. La sociedad colonial nos hizo indios a los habitantes del lugar. Y las sociedades neocoloniales de los siglos posteriores siguieron reproduciendo nuestra existencia como indios, al mantener las estructuras sociales que nos dieron origen como categoría social.

        

Cuando en las sociedades nacionales se habla de indios normalmente la información que manejan no muestra la realidad de nuestros pueblos, sino los intereses de quienes nos miran desde fuera, con sus esquemas, parámetros y valoraciones. En ese sentido casi siempre los no-indígenas tergiversan los datos para ajustarlos a lo que ellos pretenden realizar hacia nosotros.

        

Por eso el indio es invento o ideología cuando es visto y analizado sólo desde la perspectiva de la sociedad dominante. Es el otro pero en sentido peyorativo, el raro (el curious, el folclórico), el que llama la atención por no ser plenamente como el común de los mortales. No se ha permitido a los indios decir qué somos desde nuestro propio punto de vista, cuál es la verdad de nuestro ser, definida desde nosotros mismos.

        

Ciertamente los indios tenemos identidad: somos nosotros. Pero para la sociedad dominante los indios somos los otros, los diferentes, los que no están de acuerdo con ella, los que le resisten: los no integrados, los marginados, los que cantan fuera de coro. Actuando así los demás no miran nuestro rostro y corazón, se miran a sí mismos y sus complejos; por eso nos rechazan por ser diferentes.

 

         b) Somos la herencia biológica de los primeros pobladores     

 

Los indios de hoy somos herederos de la sangre de los primeros pobladores del continente. En nosotros perviven los genes y las características biológicas de la humanidad primigenia de esta tierra. Somos hij@s de esta Madre tierra; tenemos su color, su sabor y su dolor metidos en nuestras entrañas. Occidente ha querido encapsular este hecho bajo la categoría de raza con evidentes intenciones de devaluarnos como seres más próximos a las bestias o como especímenes humanos apenas en formación o en proceso de decadencia. Pero en verdad hay muchas dificultades para aplicar la categoría raza a la realidad humana. No existen rasgos verdaderamente comunes para todos los habitantes originarios del continente. Se dan, desde luego, coincidencias biológicas por regiones o zonas debidas entre cosas por el clima, el medio ambiente o el tipo de alimentación. Mismas que luego varían si el mismo grupo humano cambia de lugar o de alimentación.

        

El origen del concepto raza es colonial y discriminatorio. Nace en Europa para señalar al otro, al que no es europeo ni blanco, como ser humano inferior. Por eso los indígenas no lo podemos aceptar como categoría científica válida. Su uso reciente por algunos hermanos indios encierra también el peligro de interiorizar la discriminación racial o de reproducirlo contra los colonizadores, creando un cierto racismo indio, explicable pero no justificable. Lo mejor sería abandonar definitivamente el uso de esta categoría aplicada a nosotros o a cualquier otro sector de la humanidad. Hay que buscar otras vías de acceso a nuestra identidad indígena

 

         c) Somos fruto de un pecado social

 

Los indios fuimos los primeros explotados por el sistema occidental impuesto en nuestras tierras. En ese sentido nuestros abuelos fueron la primera clase social de nativos pobres contrapuesta a la de colonizadores ricos. La pobreza, miseria y demás lacras humanas que afean actualmente el rostro de los pueblos indios no vienen de las entrañas de las culturas indígenas, sino que son resultado de la relación injusta que la sociedad dominante ha establecido con los indios.

        

En ese sentido indios, afroamericanos y mestizos pobres somos hermanos de desdicha, pero diferentes de origen y de cultura.  Y hay razones que explican por qué en el pasado no hubo una identificación de clase entre indios, negros y mestizos. Actualmente empieza a darse una relación estrecha de los indios con los demás pobres, explotados y excluidos del sistema. Cada vez se da una conciencia más clara de la existencia de una clase social grande de pobres y la pertenencia de los indios en esa clase.

 

Ante la crisis de paradigmas, las clases subordinadas (“los más pobres entre los pobres”) tenemos hoy mayor beligerancia y ocupamos un papel preponderante y tal vez decisivo en el futuro. Lo que lleva a superación del concepto de clase tal como se entendía en la clave marxista ortodoxa.

 

         d) Los indios  somos diferentes

 

Los indios somos pueblos y naciones diversas, que preexistían a las actuales sociedades, pero cuyo proceso histórico fue truncado por la conquista y la sociedad colonial. El pueblo indio, en singular, no existe. Es una abstracción, que pretende englobar a todos los pueblos indios, que sufren la misma situación social, que pueden tomar conciencia de su situación y unirse a los demás procesos de lucha indígena. Lo que de hecho existen son muchos pueblos indios con cultura, lengua, tradiciones propias, diferentes en sus procesos históricos, pero coincidentes entre sí en algunos elementos comunes.

 

En este punto es donde ha habido un avance notorio respecto al reconocimiento de la identidad y alteridad indígena. Los indios no somos únicamente los más pobres entre los pobres; sino pueblos "poseedores de innumerables riquezas culturales, que están en la base de la cultura actual (del continente)" (SD Mensaje 34); somos las "huellas vivas de una cultura de siglos" (SD 21); somos el sustrato más firme de la identidad pluricultural y pluriétnica del continente (SD 244. 252).

 

         e) Tenemos un proyecto alternativo de vida

 

Junto a la realidad de pobreza y de miseria a que hemos sido sometidos los pueblos indios y que afean nuestro rostro y corazón, existe el hecho de que somos pueblos que portan en sus utopías culturales y religiosas proyectos de vida, que, habiendo sido experimentados en el pasado, puede ser nuevamente vividos en el futuro, no como restauración de un pasado perdido, sino como construcción de un futuro deseado, a partir de los ideales propios.

        

La proyección de futuro que tenemos los pueblos indios son utopías humanas y culturales, que pueden ser compartidas con los demás pobres de la sociedad. Estas utopías son las que suscitan optimismo en nosotros y en los compañeros de camino, a pesar de la realidad de miseria de nuestros pueblos. Somos “pobres de espíritu”, es decir, pobres materiales pero con un espíritu potente capaz de recrear las cosas.

 

         f) Sólo es indio quien opta por serlo 

 

Como consecuencia de todo lo anterior, ser indio hoy puede ser una realidad que nos cayó encima como enfermedad o pecado, es decir, como algo negativo de lo que quisiéramos librarnos pronto; pero puede ser también, por la parte positiva que tiene, una opción de vida, que nos da identidad personal y colectiva. Por eso ser indio se convierte en conciencia de clase y conciencia étnica de pueblo que tiene y lucha por su proyecto de futuro; se convierte en bandera para liberarse y para hacer realidad los sueños y las utopías ancestrales heredadas de los antepasados.

        

En este sentido sólo es indio quien opta por serlo, asumiendo conscientemente el proyecto de vida de su pueblo. Con esta identidad-alteridad entramos en relación con quienes no son indígenas en busca de una solidaridad profunda.

 

 

Desde la orilla de los pueblos indios, podemos vislumbrar el futuro de todos

La Iglesia tiene mucho camino que hacer en su encuentro con la otreidad indígena. Ella tiene que aprender a mirarse, ya no desde el centro, sino desde la orilla, desde la periferia del mundo. Tiene que ponerse en nepantla para refontanarse y refundarse en nuestras realidades de hoy. No se justifica de ninguna manera que la Iglesia siga satanizando a los pueblos de culturas distintas de la occidental, mirando idolatrías y paganismos en nuestras expresiones autóctonas. Pero tampoco es necesario que ella nos idealice a partir de nuestros reales o supuestos valores, porque no somos más que la expresión humana e histórica actual de lo que Dios ha obrado en nuestra historia, de la herencia recibida de nuestros antepasados y de lo que nosotros mismos hemos logrado hacer con las posibilidades que hemos tenido en esta sociedad, marcada por el pecado pero fruto también de la gracia.

 

Hoy podemos rescatar y hacer avanzar las propuestas utópicas de la primera evangelización, impulsando dentro de las sociedades nacionales y de la Iglesia proyectos verdaderamente autonómicos que se planteen proféticamente frente a modelos de sociedad contrarios a la vida y la libertad de los hijos de Dios, que nos ayuden a amarrar en racimos polícromos las flores y los cantos de los diversos pueblos y culturas para hacer posible la verdad sinfónica de la humanidad y de Dios.

 

[1] El autor es sacerdote indígena del Istmo de Tehuantepec en México. Ha sido parte del movimiento de sacerdotes indígenas de México y colaborador en el Centro nacional de ayuda a misiones indígenas, CENAMI, desde 1970. Es también de los iniciadores del resurgimiento de la Teología india en la Iglesia.

[2] Las principales ideas de este escrito fueron planteadas y debatidas en ocasión de la presentación del libro del P. Javier Garibay, ‘Nepantla’, noviembre de 2001.

[3] En este apartado retomo las ideas que en años recientes han sido planteadas en reuniones y encuentros con hermanas y hermanos indígenas de distintos procesos eclesiales y civiles.

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