America, Argentina
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EL SUJETO HOY DESDE LA PERSPECTIVA CRISTIANA

 

  1. EL SUJETO COMO TEMA EN EL AUTOR DE ESTE ENSAYO

 

GÉNESIS DEL TEMA

 Como en este debate tratamos sobre el sujeto, me ha parecido bien comenzar por la génesis de este tema en mi propio proceso intelectual y vital. Así aparecerá que el tema no es un mero objeto propuesto a mi consideración sino una preocupación personal y un proceso vital.

En 1979 las revistas latinoamericanas en la onda de la Teología de la Liberación decidimos hacer un número monográfico. Yo escogí el tema Espiritualidad y modernidad (Espiritualidad y cultura ante la modernización. Christus. 529 (dic.1979-en. 1980) 73-77) porque en mi país las comunidades cristianas no eran la expresión religiosa de la comunitariedad ancestral sino que se formaban por decisión libre de individuos adultos. Ester modo de configurarse era mucho más lento, pero también más dinámico y más acorde con la índole espiritual del cristianismo, ya que donde hay Espíritu hay libertad. Pensaba además que el caso venezolano no era una mera peculiaridad sino el futuro de las demás comunidades porque la modernización era un proceso indetenible y, en este aspecto, deseable. Complementariamente desarrollaba la idea de que existe un sujeto popular peculiar porque el proceso de modernización ha sido vivido por los pueblos latinoamericanos con características propias.

El año 1980 defendí mi tesis doctoral, que había comenzado el 1973, sobre la institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana (La institución eclesiástica en la nueva novela latinoamericana, 2vols. UCAB, Caracas 2002). La tesis de mi tesis, honradamente inducida de la lectura de las novelas, era la externidad de la institución eclesiástica respecto del pueblo latinoamericano, a causa de su configuración criolla, es decir desde las pautas culturales de los españoles americanos. Pues bien, en la tesis aparecía que a lo largo de la primera mitad del siglo XX (período en el que vivían los personajes estudiados) las personas populares que vivían más personalmente el cristianismo, precisamente por esta vivencia, aparecían como altamente individuados y personalizados, en tanto que los clérigos se personalizaban sólo al entrar en crisis por la percepción de la inadecuación entre la institucionalidad eclesiástica y   los requerimientos más básicos de las fuentes cristianas. Es de notar que los autores de estas grandes novelas o no se sentían cristianos o vivían su cristianismo, digamos por la libre, como un horizonte inspirador; y sin embargo su capacidad de indagación los llevó a percibir, con una finura que no tiene parangón en estudios de sociología religiosa, el carácter personalizador de la genuina vivencia cristiana y paradójicamente la deformación de la institución eclesiástica, tanto por el modo como se estructuraba como por el proyecto pastoral que servía de horizonte. El concilio Vaticano II vino a dar razón a los novelistas al concebir la institución eclesiástica en el seno del pueblo de Dios como parte suya y no como contrapuesta y por encima a él. También les dio la razón en lo que concierne al proyecto pastoral, que no podía condenar al mundo y pretender salvarse de él sino que tenía que consistir en encarnarse solidariamente en la historia para alumbrar la salvación desde su seno. La exterioridad respecto del pueblo de Dios llevaba a entablar con él relaciones unidireccionales y la externidad respecto del mundo acarreaba relaciones polémicas con él. Estos tipos de relaciones impedían la personalización de los clérigos. Sin embargo cuando estas relaciones hacían crisis y la crisis se procesaba desde el espíritu evangélico, los curas llegaban dolorosamente a desalinearse y humanizarse. Aparecía así en América Latina el mismo problema de Europa: la dificultad de la institución eclesiástica de componerse con la autonomía humana y de permitir y más aún propiciar el desenvolvimiento libre del individuo. Pero a diferencia de Europa, el pueblo cristiano no ha tenido necesidad de separarse del cristianismo para poseerse a sí mismo, gracias al margen amplísimo de autonomía que proporciona el catolicismo popular. Por otro lado, una parte significativa de la institución eclesiástica fue capaz de procesar la crisis desde sus fuentes cristianas y relativizar o incluso superar el esquema, cosa patente en algunas de las novelas. El Vaticano II y su recepción latinoamericana de Medellín y Puebla no sólo superaron el esquema anterior sino que instauraron otro que asume solidariamente la historia y reconoce el carácter personalizador de las versiones más genuinas del catolicismo popular. Para lo que hace a nuestro propósito, nuestro estudio mostró no sólo la inviabilidad para el catolicismo latinoamericano y para el desarrollo de América Latina de una institución identificada con la cultura y la clase criolla, sino la capacidad que tiene el cristianismo para personalizar a quien se entrega a fondo a vivirlo, y correspondientemente la necesidad no sólo de instaurar una nueva institucionalidad cristiana y nuevos proyectos pastorales sino de lograr una reintegración de los sujetos cristianos que incluya la libre disposición de sí mismos, orientada a trascenderse en sí mismos y en los demás.

 

En 1988 publiqué un artículo, reproducido en varios libros y revistas, sobre la fuente de la cultura del barrio (La cultura en los barrios. SIC 507 (jul-ag 1988) 292-296). La situaba en lo que llamé la obsesión, que definía, en parangón con Spinoza, como conato agónico por la vida digna. El empeño era agónico porque quienes luchaban por la vida eran los migrantes a quienes se les negaban los elementos para vivir. Subrayaba que el objetivo de la lucha no era sobrevivir a como diera lugar sino vivir una vida que pudiera llamarse humana. La obsesión habilitaba para instaurar la cotidianidad donde no había normalidad. Había que hacer todo a la vez: afincarse en el barrio, orientarse en la ciudad, conseguir trabajo, casarse y criar hijos, levantar la casa, aprender algún oficio, equipar el barrio, crear costumbres y normas… y en todo esto y sobre todo esto inventarse a sí mismos, imaginar cada uno el personaje que deseaba ser e irlo invistiendo y en ese proceso hacerse persona. Veíamos en todo esto un proceso de individuación mucho más radical que el que se vive en la ciudad. Y sin embargo, incluyendo a la modernidad, nos parecía que el empeño no podía ser conceptualizado como moderno.

 

En 1996, prosiguiendo esta investigación, escribí un artículo sobre la caracterización del poblador suburbano (El estar-entre como caracterizador del poblador suburbano. Nuevo Mundo 176 (1996) 147-172). Lo caractericé por un rasgo posicional: estar-entre. Entre el campo y el barrio, entre el barrio y la ciudad y entre las heterogeneidades del barrio. La posibilidad más genuina y complexiva de este tipo humano la vi en el proceso de mediar estas distancias en sí mismo y de este modo en las realidades entre las que está. Como se ve, un tipo humano así es extraordinariamente complejo y rico, aunque también sometido a presiones casi intolerables. Una de ellas es la que vive entre una cultura que se constituye, que él construye, y otra que para la mayoría de los que la viven está ya constituida, tanto la del campo, que es una cultura tradicional, como la de la ciudad, ya que la mayoría de los ciudadanos maneja y consume lo que recibe ya elaborado y cuyo proceso se le escapa. Quien consume lo elaborado en una división de trabajo y en un proceso tecnológico sofisticado tiende a despreciar al que ve construyendo algo más o menos rudimentario. Pero la presión más desgastante es la que deriva de vivir entre una cultura dominante y otra dominada. Mediar en sí realidades que una de las partes no está interesada en mediar, es altamente patético. Un sujeto humano así, que no es todo el barrio sino la mejor de sus posibilidades, es un sujeto de una fluidez extremada, un hermoso sujeto, aunque, como hemos insistido, acosado por la precariedad y en trance de desgarrarse por las presiones divergentes de lo que él se empeña en mediar. Un ser así es una figura viva de Jesús de Nazaret, a quien también caracterizamos como mediador universal, y como el poblador de barrio, desde abajo.

 

En 1984 publiqué un artículo sobre Proyecto pastoral y experiencia espiritual (Pastoral liberadora y experiencia espiritual. SIC 462 (feb 1984) 74-78). En él ponía el punto de inflexión en la crisis del agente pastoral al comprobar que su concepción de sociedad como un continuo no se correspondía a la realidad y que por eso sus expectativas de promoción popular habían tocado techo. Los que, al absolutizar el espíritu cristiano que les había conducido hasta ahí, fueron capaces de relativizar su concepción social y su proyecto pastoral y cambiar de ubicación social y luchar por la trasformación superadora del orden establecido, se encontraban sin modelos ni proyectos. En esas condiciones, en contra de sus expectativas, fueron acompañados y ayudados por aquellos a los que habían venido a promover cristiana y socialmente. De este modo fueron capaces de superar la relación ilustrada, dejaron de ser ellos el paradigma que encauzaba la relación, y se abrieron a un diálogo intercultural del que brotaría el proyecto pastoral. Desde entonces hasta hoy no he hecho sino afincarme en mi convencimiento de que la condición de agente pastoral, agente histórico, no es la condición primordial en un proyecto que pueda llamarse en verdad liberador, y que por eso no puede dar la pauta. Había que arrancar, decía, de la condición primordial de paciente pastoral, es decir que uno no era un ser adulto que tenía resueltos sus problemas y al tener solucionada su vida, se dedica altruistamente a los demás, sino que cada quien es agente y paciente, necesita ser ayudado y puede ayudar, y el proyecto en el que está involucrado es también para su propio provecho, no sólo en las metas a alcanzar sino más aún en el modo de producirlas, en el propio proceso, ya que el modo de producción determina el producto. Este aspecto lo considero decisivo: un proyecto que lleven a cabo puros agentes lo considero alienante para ellos y sus destinatarios.

 

Esta perspectiva fue la que me permitió ver que el gran aporte de la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, celebrada en Roma en 1995, estribaba en su afirmación programática de que el jesuita estaba para ayudar, pero que para hacerlo necesitaba, a su vez, ser ayudado. Esta novedad era tal que entrañaba un tipo de sujeto distinto del que se había promovido hasta entonces. Lo característico de la Compañía había sido, en efecto, una formación larga y exigente que incluía la práctica de los Ejercicios Espirituales. Se entendía que al fin de ese largo proceso el sujeto tenía autonomía de vuelo para vivir sin especiales subsidios en medios particularmente hostiles. Se suponía que el individuo se había unificado, que vivía de la relación con Dios y para la misión encomendada, y que al tener su vida encaminada y dinamizada, podía dedicarse enteramente a los demás. Era así un ser para los demás sin ser un ser con los demás. Él era un mero agente. Las relaciones eran unidireccionales. La simpatía y la compasión estaban completamente enfocadas a los demás. Y ésta es la imagen que dieron, en efecto, los jesuitas a través de la historia. Ahora, en cambio, culminando una evolución que había comenzado el Padre Arrupe, se nos decía que estábamos, sí, para ayudar, pero que seguíamos siendo siempre seres de necesidades, más aún, pecadores, que requeríamos permanentemente la ayuda de los demás. La organicidad de esta propuesta se echaba de ver en que se repetía en concreto en cada uno de los decretos, incluso en uno, que no estaba programado, sobre los jesuitas y las mujeres. En él se afirma, cosa inusitada en la historia de la orden, que teníamos que ser ayudados por ellas. Este cambio me parece el más trascendente y humanizador de los que hemos acometido; aunque no creo que la mayoría de nosotros lo hayamos asumido ni que incluso nos hayamos percatado de él.

 

En el Centro de Investigación y Acción Social, al que pertenezco desde 1973, hemos venido discutiendo apasionadamente el proceso del país a lo largo del siglo XX. La mayoría de los compañeros consideraba que desde la segunda mitad de los años 20, pero más señaladamente a partir de los 40, hasta la segunda mitad de los años 70 Venezuela había atravesado por un proceso de modernización fundamentalmente positivo. Sin embargo, el carácter populista-rentista que lo lastraba terminó por hacerlo naufragar. Para esos compañeros se trataba, pues, de superar el populismo y el rentismo para que la modernización siguiera su curso ascendente. Yo concebía el proceso desde otro horizonte. Coincidía con ellos en que había que integrar la modernidad superando esas dos trabas, pero insistía en que, si bien no era pensable un desarrollo que no contuviera la modernidad, no podía esperarse que la modernización cuajara como desarrollo humano, como humanización. Había que inscribir los logros de la modernidad en otro horizonte que superara su tendencia a ahondar la brecha social y a la unidimensionalización de quienes se entregan a ella. En medio de esta polémica, tuvimos un seminario internacional sobre el tema (febrero 1996) y yo aporté a él una ponencia entorno a las trasformaciones de las personas populares de las comunidades cristianas (Transformaciones que acontecen en las personas populares de las comunidades. RLT 49 (2000) 51-67). Constataba que unas transformaciones coinciden con la misma lógica de la modernidad, otras coinciden con sus contenidos pero proceden de otra fuente, y otras finalmente desbordan completamente la modernidad. Lo radicalmente exterior a la modernidad es que el catalizador trascendente del proceso es la percepción de que Dios los sostiene y cuida de ellos. No es que Dios meta la mano en el mundo y arregle mágicamente las cosas sino que está ahí, sosteniendo, y que tiene fe en uno. Si la relación humana basada en la fe es lo más personalizador que puede darse, esta relación de Dios con uno, relación única con cada uno, es la fuente de la autoestima y da libertad para dedicarse sin angustia a cada una de las tareas cotidianas, y capacita para relacionarse desde la fe con los demás. De ahí va saliendo un cuerpo social que nada tiene que ver con los que conciben los comunitaristas ya que éste es directamente proporcional a la promoción de los individuos y a su libertad, y además es un cuerpo no ligado a particularidades ancestrales sino abierto y en intercambio simbiótico con su medio. Creo que todo el grupo terminó por asumir esta perspectiva, y así, al teorizar el proceso de comunidades consorciadas en el que el Centro viene participando durante veinte años y proponerlo proyectivamente, se constata simultáneamente la asunción de bienes civilizatorios y culturales modernos y la persistencia cada vez más cualitativa de otros bienes culturales que son su diferencia respecto de la ciudad y su aporte a ella. El principal de ellos es la comunitariedad a la que hemos aludido, que es una creación contemporánea y que por eso debe rehacerse incesantemente ya que parte de la promoción de los individuos, de sus capacidades y de su libertad. Este tipo de comunidad se ha revelado capaz de procesar constructivamente enormes presiones y de avanzar a la vez en muchas dimensiones. El índice de que es un verdadero cuerpo es la cotidianidad cualitativa y por eso la capacidad de celebrar fiestas.

 

En 2001 con motivo del Primer Congreso Interamericano de Pastoral Urbana, se me pidió una ponencia sobre el sujeto evangelizador en la megalópolis (Perfil del sujeto eclesial urbano. En La ciudad, desafío a la evangelización. Dabar, México 2002, 131-251. Lo que toca al individuo en RLT 58 (2003) 93-114). La ponencia tenía tres partes: En la primera mostraba que una institución eclesiástica que en la práctica se equipara con la Iglesia no podía evangelizar, es decir no podía proponer fehacientemente el proyecto de Jesús de Nazaret que centra la realización personal en la conjunción de las dimensiones de filiación y fraternidad, ya que al absolutizar la lógica institucional, privaba a sus miembros de la posibilidad de ser hermanos, tanto entre sí como de los demás. Al hipostasiar su mediación, ésta pierde trasparencia y deviene en sustitución, con lo que se vacía de misterio. En la tercera parte proponía como sujeto evangelizador al individuo, pero no cualquier individuo sino específicamente el testigo: aquél que prosigue el proyecto de Jesús desde su Espíritu, es decir no el adherente a una institución religiosa, que inviste las pautas emanadas desde la autoridad, sino alguien que, al haber percibido a Jesús como paradigma de humanidad y a su propuesta como camino de realización para la humanidad, sigue su camino desde su propia realidad y desde la situación que le toca vivir. Como la trascendencia del Espíritu es por inmanencia, la obediencia al Espíritu es la realización de la autenticidad. Partir del testigo responde así tanto a la índole absolutamente personalizada de la propuesta jesuánica como al requerimiento epocal. Ya que las presiones a las que se halla sometido un habitante de una gran ciudad sólo desde la consistencia trascendente, pero no mágica, que da el Espíritu, pueden ser procesadas superadoramente. La segunda parte ponía como sujeto evangelizador a la comunidad, que en el cristianismo es tan primigenia como el individuo ya que lo primero que hizo Jesús fue constituir una comunidad, porque sólo un grupo de hermanos podía proclamar fehacientemente el Reino de Dios, es decir el mundo fraterno de los hijos de Dios. Pero hay que insistir en que esta propuesta nada tiene de común con el comunitarismo que se propone como alternativa al neoliberalismo. El grupo que convocó Jesús es tan heterogéneo que abarca los dos extremos de su sociedad: los colaboracionistas que recogían tributos para Herodes y finalmente para el imperio y los zelotas en formación que creían voluntad de Dios limpiar el país de colaboracionistas pecadores para acelerar así la llegada del Reino. Nadie dejaba de estar representado en la comunidad de Jesús, que era el motor de un movimiento de convocación y reunión, comenzando por los excluidos: los pobres y los tenidos como pecadores públicos. Además cada quien era convocado personalmente y el grupo no se mantenía en base a reglas minuciosas y absolutamente objetivadas (como el fariseísmo y más tarde el judaísmo y después la Iglesia de la cristiandad) sino a un horizonte exigentísimo y a un proceso personal para llegar a él. Sólo si las congregaciones cristianas dejan de ser masas inorgánicas que asisten al mismo tiempo al templo pero no entablan lazos constituyentes y se van trasformando en comunidades fraternas abiertas, podrán evangelizar la ciudad propiciando con este fermento de fraternidad que se vaya realizando en ella la libertad y la igualdad.

 

El año 2001 en una reunión de los representantes de los párrocos jesuitas de América Latina, que llevaban cinco años preparando el proyecto para las parroquias, me pidieron que les hablara sobre la especificidad ignaciana de una parroquia. Yo centré mi exposición en la atención cualificada al individuo. Cualquier persona que deseara seriamente ser iniciada en el misterio cristiano y conocer la disposición de Dios sobre su vida debía saber que en una parroquia de jesuitas encontraría quien le ayudara, tanto a conocer sus afecciones desordenadas como a ordenar los afectos para alcanzar la unificación interior y dinamizar sus energías vitales para vivir plenamente su vocación personal. Me parecía indudable que ésa fue la experiencia de Ignacio de Loyola y que siempre creyó que el ayudar de ese modo a la gente formaba parte de la gracia de su conversión. Y de hecho a eso se dedicaron de modo eximio los primeros jesuitas. A eso llamaba él confesar, que incluía dar los Ejercicios Espirituales y la dirección espiritual. Para él confesar era recoger el fruto de las lecciones de teología y de los sermones. El convencimiento de Ignacio y de Arrupe y nuestra experiencia daba que los proyectos de promoción y organización que no arrancaran de esta base personalista adolecían de falta de genuinidad y sólo lograrían avances sectoriales en las personas y las situaciones, pero no una liberación personal que produjera frutos más duraderos, es decir el desarrollo humano tal como lo concibe la Populorum Progressio y lo recoge Medellín para la Iglesia latinoamericana.

 

Acabo de publicar un libro sobre la cultura del barrio (UCAB-Gumilla, Caracas 2004). El epílogo recoge una conversa con los representantes de una parroquia de un barrio caraqueño. En ella les planteo que el requisito para poder emprender acciones sostenidas, no sólo para paliar la crisis sino para transformar superadoramente la situación, es humanizar la pobreza. En efecto, las condiciones de desempleo o falta de empleo fijo y productivo, con la inseguridad vital extrema que acarrea y la falta de expectativas de mejora de la situación, crean tal estado de angustia y frustración que uno puede acabar echándose a morir o tratando de sobrevivir fuera de todo principio ético y rompiendo las solidaridades más sagradas; para huir de una tensión tan intolerable puede elementarizarse y quedar a merced de las pulsiones más destructivas. Si eso sucede, lo que comenzó siendo la situación que le afecta a uno desde fuera, acaba convirtiéndose en parte de uno, incluso en lo que uno es. Si eso sucede, ya uno no puede salir de la situación porque forma parte de ella y la perpetúa. Por eso la primera tarea en una situación tan apremiante no es intentar cambiar la situación sino trabajar sobre el propio sujeto para que conserve el sentido de su dignidad y su capacidad de acción, es decir su libertad para moldear su vida, incluso en esas condiciones tan precarias. En términos evangélicos, nuestro principal cuidado ha de ser no perder el alma. Sólo si logramos vivir humanamente en una situación que tiende a deshumanizarnos, podremos ser parte de la solución: podremos hilvanar acciones tendentes a mejorarla y transformarla desde la vivencia de una cotidianidad cualitativa.

 

TRES CAMBIOS SIN SOLUCIÓN DE CONTINUIDAD

 

Para enmarcar estos testimonios escritos en mi propio periplo vital, tendría que decir que viví hasta mi adolescencia en una sociedad tradicional y cerrada. A la vez que se me introducía en sus usos y costumbres, se me instó a situarme ante ellos personalmente, a elegir conscientemente mi posición en la sociedad y a vivir a plenitud la vida. En esta época la literatura, desde los clásicos grecolatinos hasta los modernos, me brindó horizonte y modelos de procesamiento vital. La naturaleza fue para mí un ámbito de expansión e incesante fruición. La vivencia cristiana dotó de profundidad mi interioridad y a la vez me ubicó a nivel organizativo en el debate nacional.

Los estudios preuniversitarios en la capital, la creciente apertura de la sociedad, el acceso de Juan XXIII al papado y posteriormente el estudio de humanidades en la Universidad Católica de Caracas, fueron los caminos por los que ingresé a la década del desarrollo, a la superación de la guerra fría y a la aceptación de la contemporaneidad como mi ámbito vital en un diálogo honrado con ella, en coincidencia y consonancia con la propuesta del concilio Vaticano II.

La lectura de la filosofía moderna y contemporánea, el descubrimiento experiencial de la problemática social y particularmente del estado del pueblo latinoamericano, y el requerimiento de ubicarme políticamente, fueron los caminos por los que la inmersión cordial en la contemporaneidad, ese deseo de llegar a ser un contemporáneo católico, dieron paso a la constatación de las contradicciones que desgarraban la escena contemporánea y a la ubicación decidida al lado del pueblo, a quien se le negaba el paso, con muchos intelectuales y organizaciones que luchaban por una superación de las relaciones de producción y a la vez por una recreación cultural que reasumiera la pluridimensionalidad humana. Desde entonces estoy en la oposición, no sólo a nivel político sino como proyecto vital.

Si pasar de la sociedad tradicional, fundamentalmente estática y oficialmente homogénea, a la moderna, pluralista y en mutación constante, fue rehacerse el sujeto, aunque en mi caso, sin perder el hilo vital, ya que había sido una transformación querida y elegida, el cambio de estar en el mundo como en mi casa a estar en un orden establecido por los otros, en una estructuración no querida ni aceptada, significó un cambio vital tan drástico como el anterior. Pero tampoco supuso ruptura interior porque no es que me hubieran echado sino que yo me ubiqué en el bando de los oprimidos; y además la atención cordial a las manifestaciones culturales (sobre todo literatura, cine y pintura) era un lazo sólido de unión con el cuerpo social, más allá de las rupturas.

El tercer cambio fue para mí el más radical, tanto que sólo lo pude procesar por el entrenamiento de vivir cambiando. Para mí el punto de inflexión no fue la caída de los socialismos reales sino la prédica abrumadora (que en Venezuela tuvo lugar en la segunda mitad de los años ochenta) de que el ser humano es esencialmente egoísta y el único horizonte real es la lucha de todos contra todos para que triunfen los mejor posicionados. Me parecía bien la propuesta de hacerse competitivos para participar del mercado mundializado. Me irritaba ver que por arriba no funcionaba la competencia sino los acuerdos, y me llenó sobre todo de consternación el vaciamiento de la política, el ocaso de lo público y la pérdida de valor de lo humano cualitativo en el horizonte dominante. La condición de productor-consumidor lo absorbía todo. Me pareció que, con la palabra libertad siempre en la boca, entrábamos sin embargo en un esquema totalitario y brutal, en una verdadera edad de hierro. No acertaba a comprender, y todavía me causa estupor, cómo ha podido pasarse en sólo dos décadas del reconocimiento de los derechos del trabajador y del salario como el medio para vivir decentemente, a la mano de obra prácticamente esclava, al considerarse el salario como un contrato estrictamente privado. Al principio lo centré todo en comprender y resistir. Tenía la sensación de que me iba quedando solo. Me parecía vivir en una cultura en la que no tenía lugar. Por otra parte no sentía ningún deseo de subirme al carro de los vencedores.

Sin embargo, poco a poco fue viendo que esta figura histórica no sólo promueve bienes civilizatorios sin los que no podrá vivir la humanidad sino que alberga en su seno bienes culturales (la cultura de la democracia, la de los derechos humanos y la de la vida) que comparto y que me empeño en promover. El descubrimiento paulatino de estas redes, que arrancan de otro modo de vivir la cotidianidad, me devolvió la esperanza concreta en que el mercado totalitario no sólo no va a ser, obviamente, el fin de la historia sino que puede ser sobrepasado en un tiempo razonable.

Pero creo que algunos desplazamientos van a ser más duraderos. El más decisivo es un cierto desplazamiento, digamos, posicional, que se observa en la mayoría de los jóvenes, aunque no sólo en ellos. Me refiero al hecho de que en la pantalla de la conciencia aparece sólo el icono del propio sujeto. Lo demás viene luego, hay que pasar a la secuencia siguiente. Y no es que el sujeto ocupe toda la pantalla, de ningún modo: el sujeto más bien se ve pequeño y desdibujado; lo que pasa es que no ve nada más. La mayoría de los que perciben esto no están nada felices de que sea así; quisieran, por el contrario, que el sujeto apareciera con otros sujetos y perteneciendo a varios conjuntos; pero no sucede así, y ellos nada pueden hacer para que sea de otra manera. No es una decisión suya sino algo que ellos constatan en sí. Este punto de partida no puede ser obviado.

 

ELEMENTOS DE ESTE SUJETO QUE SUBYACE A LOS CAMBIOS

 

En este recorrido el sujeto se me aparece como el que tiene vivencias, como el que experimenta. En este nivel el sujeto viene caracterizado por la intuición sensible. Es éste un nivel básico y pluridimensional ya que lo que experimenta es el mundo, tanto las otras personas como la naturaleza, los artefactos y las estructuras sociales; pero también a sí mismo, tanto en el mundo como abstraído hasta cierto punto de él.

El sujeto se me aparece también como el que participa, tanto en instituciones a las que se encuentra perteneciendo antes de llegar a la conciencia de sí, como en grupos y proyectos en los que se involucra después. A veces participa porque se percibe como individuo de esos conjuntos; otras por pura preferencia. A veces participa porque no puede no participar o como uno de tantos, otras veces comprometiéndose a sí mismo, dando de sí, incluso poniendo su impronta en esos conjuntos. A veces participa fundiendo su aporte y el de otros en una construcción que es así la verdadera expresión de un nosotros.

El sujeto se me aparece también como el que elige, unas veces porque no puede no elegir, otras porque quiere hacerlo. Hay decisiones, al parecer sin importancia, pero que, acumulándose, van componiendo una trayectoria que acaba caracterizando al sujeto. Otras son muy decisivas; pero no determinan sin más al sujeto, que debe ir convalidándolas una y otra vez o que puede desmentirlas sin revocarlas formalmente.

Como ya he vivido un largo trecho, el sujeto se me aparece también como con edad: como todos los seres vivos, se incuba, nace, crece, llega a sus dimensiones, se estabiliza en una suerte de meseta en la que se metamorfosea insensiblemente, aquilatándose a veces, hasta que envejece y muere. Se quiera o no reconocer, el sujeto está en una edad determinada; aunque cada edad tiene una gama de posibilidades que pueden vivirse de modo muy distinto.

En todo esto podemos hablar de sujeto cuando perdura la actitud básica de vivir, tanto de responder a la vida como de hacérsela. Esta tensión vital puede tener armónicos variadísimos, casi contradictorios; pero si no se da ¿hasta qué punto podemos hablar de sujeto? Desde esta perspectiva, si la vida va pasando, como sin darse cuenta, sin que uno la asuma ¿qué puede significar entonces la palabra sujeto? Del mismo modo, si uno vive, sí, pero sólo lo que se vive, si habla de lo que se habla, si se limita a estar en lo que se está, si puede ser caracterizado meramente como un elemento de diversos conjuntos ¿dónde queda la individuación del sujeto? ¿En qué sentido procesa personalmente la vida? ¿Hasta qué punto es fuente de algo y principalmente de sí mismo?

 

  1. ELEMENTOS QUE ESTÁN EN CUESTIÓN EN LA SITUACIÓN ACTUAL

 

Creo que de este panorama los elementos que están hoy especialmente en juego son los siguientes: Ante todo está en juego la intuición sensible. Ante la dificultad de afectarse ante la realidad y el avance del mundo virtual, no es tan claro que vaya a seguir siendo la base de la experiencia.

En segundo lugar, la índole moral del sujeto: ¿Yo quiero vivir desde mi libertad moral o no me pregunto nada y vivo desde mis apetencias y los requerimientos de la situación?

Si quiero vivir desde mi libertad moral, se abren dos posibilidades: Mi yo ¿es mi libertad moral y de ella debe salir el resto, es decir que parte de mi libertad es superar mi yo arqueológico o factual (familia, etnia, cultura, clase social, país, generación) de modo que todo lo que yo acabe siendo salga de mi libre decisión moral? ¿O mi yo se ve a sí mismo como religado y acepta con libertad moral esta religación como constitutiva y por tanto como axiológica? Desde la primera opción la participación ha de ser completamente construida, no obviamente desde la nada sino a partir de lo dado y tomando en cuenta el menú que se le ofrece, pero ha de ser construida, ya que incluso en el caso de que comprenda conjuntos de la arqueología del sujeto, como por ejemplo la familia, no participa en ellos porque él sea de ellos sino porque los ha elegido por criterio moral. La segunda opción puede vivirse de dos modos: de modo fundamentalista, sacralizando la arqueología del sujeto: familia, nación, cultura, etnia, o tomando en cuenta la estructura dinámica de la realidad desde la cual la primera religación, es decir la religación absoluta, es a la humanidad como tal, es decir a los seres humanos como humanos, y secundariamente a la familia, al país y a los diversos conjuntos de los que formo parte. En este segundo caso la religación se hace, como en la primera opción, desde la libertad moral. La diferencia es que en este caso la libertad no opera, digamos, en el vacío, construyendo su decisión en base a la sola racionalidad, sino que es la libertad de un ser concreto, no de un ser meramente componencial. Ahora bien, ese ser concreto, como realidad histórica que es, vive su ser concreto en apertura, en transformación creadora. Por ejemplo la familia no es un ámbito fijo que define al individuo. Es el ámbito en el que el ser humano se socializa y en el mejor de los casos aprende a descentrase, a relativizar el egoísmo anejo al desvalimiento nativo, y a sacrificarse por otros, en este caso por los suyos, sus seres queridos. Llegado a la juventud y completada su misión, el individuo sale de la familia manteniendo con ella los lazos de reciprocidad solidaria, que se sobreponen a los de carne y sangre.

Otro problema tiene que ver con la edad. No es tan claro que los fautores de la dirección dominante de esta figura histórica se acepten como seres con edad; parecería más bien que están seriamente empeñados en no envejecer, en rejuvenecer en alguna medida incesantemente, incluso en perpetuarse. Hay aquí un problema capital en la concepción de sujeto que de algún modo tiene que ver con el segundo problema, ya que la decisión parece emanada de la voluntad de poder y no está mediada por ningún ejercicio ético de la libertad. También tiene que ver con el tercer planteamiento ya que para quienes aspiran a esto el yo no sólo no está ligado a otros sino ni siquiera, tal vez, a su propio cuerpo.

Otro problema tiene que ver con la distinción entre genuinidad y originalidad. El sujeto ¿es tal por algunas notas distintivas, el aspecto diacrítico de la lingüística estructural, que es la base del lenguaje de las computadoras? ¿o lo es porque tiene interioridad, desde la que procesa el mundo y desde la que brota en definitiva su vida? Si es así ¿cómo caracterizar la interioridad?

 

1.- DIFICULTAD Y SENTIDO DE LA EXPERIENCIA. SUJETO Y EXPERIENCIA DE LA REALIDAD

 

dificultad de percibir la realidad

 

Ante todo está en juego la intuición sensible, entendida como la capacidad, que tanto destacaban los fenomenólogos, de situarse receptivamente ante la realidad natural y cultural, dejando que ella se manifieste. Daría la impresión de que mucha gente prefiere habérselas con la realidad virtual, que de hecho se sobrepone a la realidad hasta casi suplantarla. Esta tendencia vital trae como consecuencia que el cuerpo deje de ser el órgano de apertura al mundo y de expresividad personal, de relación.

La dirección dominante de esta figura histórica tiende a convertirnos en espectadores. Pero ¿es que sabemos ver? Nuestros ojos ¿saben distinguir y apreciar o se van funcionalizando, convirtiéndose en meros lectores de iconos, de una realidad estereotipada, es decir desrealizada? ¿Tenemos siquiera la actitud de estar ante las personas y las cosas de modo que éstas puedan manifestarse o sólo tenemos tiempo, y, lo que es más grave, atención, para registrarlas midiéndolas con códigos preestablecidos?

Quien se limita a registrar lo que reconoce como significativo en base a códigos previos ¿puede tener otra actitud consigo mismo? ¿No se verá a sí mismo como un programa que debe llenarse y funcionar? ¿No nos sorprendemos a veces funcionando de este modo verdaderamente maquinal? ¿No se viven así muchas veces, por ejemplo, los estudios o el trabajo? ¿No prendemos con esta actitud el radio o el televisor? ¿No preparamos, incluso comemos, maquinalmente el desayuno? ¿No reaccionamos así frecuentemente ante noticias o en el roce con compañeros de trabajo?

Me parece importante distinguir entre este tipo de comportamiento y las costumbres que, en el mejor de los casos, son cauces de libertad, es decir actos que los he elegido tan totalmente que ya no se presentan a mi albedrío sino que entran ya a formar parte de lo que yo soy. El comportamiento maquinal, por el contrario, connota una ausencia de interioridad y de libertad ya que yo no soy el autor del programa que ejecuto. La dirección de la historia lleva en la dirección simultánea de una mayor complejidad y autonomía de los sujetos y de una red más tupida de interacciones que tienden a configurarlos. La apropiación de un número creciente de elementos de esa trama, sentidos como bienes civilizatorios y culturales, establece, cuando se trata de comportamientos, las costumbres. Un sujeto de un país muy desarrollado que esté a la altura de su sociedad tiene muchas y buenas costumbres. El problema de quienes viven en el segmento de mayor valor adquisitivo puede estar en que ellos mismos se confinen en su mundo, que es absolutamente minoritario y excepcional, negándose a percibir el resto y obrando como si ése fuese el mundo, con lo que su ver sofisticado pierde sentido de realidad. El problema que estamos planteando incumbe a los que viven en sectores populares y marginales de las grandes ciudades e incluso a campesinos, sobre todo jóvenes, adictos a la televisión, a la que convierten en la fuente de su mundo interior. Es la abrumadora desproporción entre lo que viven y lo que ven lo que tiende a desvalorizar lo que viven hasta el punto de verlo maquinalmente porque resulta mucho más excitante lo que se ve en la pantalla del televisor o en internet o en una revista dedicada a la vida de las celebridades.

Este modo maquinal de vivir provoca, como su otro polo no superador, un tipo de experiencia meramente solipsista. En efecto, el mismo concepto de experiencia ¿no ha perdido su carácter original de experiencia de la realidad y se ha degradado al de resonancia subjetiva provocada por un estímulo? ¿No se convierten de este modo las drogas en el paradigma de la experiencia? ¿No se presenta cada vez más el sexo desde esta perspectiva? ¿No se ve así la propuesta de un tour como la posibilidad de experimentar sensaciones inéditas? De un modo no tan denso ¿no es ése el sentido del fin de semana?

Así pues lo más elemental es vivir la vida, y la base para hacerlo es abrirse a ella, experimentarla. Ya hemos visto que esto no va de suyo, dista mucho de ser algo obvio que puede presuponerse en todo caso. El sujeto experimenta dificultades muy considerables para hacerlo, además de que no tiene mucho deseo de trascender, tanto los roles sociales como la iconización de lo dado. Se ve poco dotado para la percepción y poco inclinado a una relación consigo mismo y con los demás que desborde lo estipulado. A nivel declarativo se le insiste en que él es el único que pone los mapas de su vida y los recorre; pero él percibe una ley de hierro que sabe que no se salta impunemente. Por eso prefiere orientarse dentro del menú que se le ofrece.

Queremos insistir en que en el menú el formato general es la mercancía. La realidad de la mercancía es que se exhibe y se ofrece para ser consumida, pagado el precio. Así incluso los elementos (el mar, las arenas, el sol, la nieve, las montañas, los valles?) están espectacularizados, envueltos en una luz de reflectores y envueltos en un paquete de oferta. No están ahí para ser contemplados sino que se los mete por los ojos y más aún por los oídos. De este modo no se nos deja percibir; se nos seleccionan los enfoques y se imponen a nuestros ojos. Lo mismo que los paisajes, también la violencia o el sexo son introducidos violentamente a base de sobreactuaciones que acaban por enervar la capacidad de percibir, por embotar los sentidos, la imaginación y la fuente de las emociones y los afectos.

 

camino hacia la experiencia de la realidad

 

En estas condiciones no es fácil que uno desee ver, oír, sentir y gustar, desde sí mismo, por su propia cuenta, la realidad que se le presenta, así sea menos encantadora, más gris, que la que le ofrecen en pantalla. A pesar de la rapidez de la vida ciudadana, esa realidad se le aparece más lenta, más monótona, reiterada, persistente. Es que está ahí, en el mismo ámbito que el sujeto. Si el sujeto decide abrirse a la percepción, puede entablar una relación, que a veces será placentera, otras irritante, otras un tanto átona, con lo que ve, oye y siente, y también acabará percibiéndose a sí mismo como parte del conjunto. Incluso elegirá rutas amenas para pasear y momentos en los que la brisa o el sol resulten placenteros. Lo mismo podemos decir de la percepción de los demás, cuando decidimos percibirlos más allá de esa visión e intercambio maquinales. Un saludo, una conversación, una mirada, unas palmadas o un beso no son eso cuidadosamente encuadrado y actuado de la pantalla, pero son experiencias en las que acaban percibiéndose que los gestos y palabras son de otros y de uno, que son expresiones de personas, entre ellas mi propia persona. Y en medio del agrado o enfado o interés o preocupación o alegría, la vida va estando habitada de presencias con bulto, no de imágenes ni de iconos. Claro está que esto que proponemos lo hacen todos siempre en alguna medida. A lo que nos referimos es al peso que le damos. Es totalmente distinto vivirlo como maquinalmente por lo desvaído que lo sentimos en comparación de aquello de lo que somos espectadores, que vivirlo con pasión, gusto y valoración, con la densidad de lo real, a la que también pertenece lo que tiene de precario y desgastante.

Una vez recuperada la capacidad perceptiva de la realidad, puede asumirse la realidad virtual como una ampliación inusitada del campo de percepción. La realidad virtual sería entonces un juego proyectivo de modelos cuando se alteran las condiciones dadas: desde la percepción desde múltiples perspectivas, a la vivencia de otro espacio-tiempo cuando se aumenta vertiginosamente la velocidad o cuando incide sobre los cuerpos otro género de luz o cuando no hay gravedad? También serían modelos de transformaciones humanas provocadas por causas diversas, como experimentos científicos o cambios en la composición de la atmósfera. Este juego imaginativo sería así una verdadera captación de la realidad posible y un estudio de cómo podemos ser afectados por estas alteraciones.

 

la experiencia de la vida como protesta y propuesta

 

La protesta estudiantil de 1968 tuvo que ver con la percepción de que las ideologías, los sistemas, las estructuras y las instituciones se habían absolutizado, autonomizándose de los seres humanos, sus creadores, utilizándolos e incluso sacrificándolos a ellas. Frente a estas abstracciones fetichizadas, se colocó a la experiencia de la vida, experiencia directa, sin mediaciones.

La protesta contra las globalizaciones vacías era legítima, y era igualmente certera la apelación a la experiencia. Sin embargo, cuando se vacían las grandes ideas y se apela a la experiencia, paradójicamente también ésta tiene el grave peligro de volverse escurridiza o de banalizarse. Por dos razones: ante todo porque no puede uno desentenderse de la responsabilidad ante la historia ya que uno vive ineludiblemente en ella y en una medida considerable, de ella. La advertencia de Pablo a los miembros de sus comunidades: ?el que no trabaje, que no coma?, vale para todos los miembros de la comunidad humana. La experiencia de la vida no puede tomar la forma del parasitismo. La segunda porque la experiencia de la vida es ineludiblemente de la vida histórica, que así es la vida humana. No existe una vida humana meramente natural sino que está siempre culturalmente elaborada.

La protesta tuvo su razón de ser y causó tremendo impacto porque no provenía de los enemigos ni de la periferia del sistema sino que eran los herederos los que rechazaban la herencia por la hipoteca humana que conllevaba. Ése es el sentido de la advertencia de Jesús de Nazaret: ?De qué le sirve al ser humano ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo??. Pero una vez establecido el corte, sólo quedaban dos opciones: o vivir de modo meramente reactivo defendiéndose de una organización social, en definitiva de una historia que siempre será alienante y por eso ajena, o dedicarse a construir una cultura alternativa como transformación superadora de la recibida. Hay que decir que esta opción está en marcha y se ha revelado fecunda. Por eso la cultura basada en la primacía de la experiencia de la vida, aunque minoritaria aún, es hoy una realidad social que lucha por abrirse camino y para no desnaturalizarse en el intento. Si no se asume una de estas opciones, la protesta degenera en subcultura marginal y parasitaria.

 

de la experiencia de la vida nace el sentido de la ecología y los derechos humanos

 

Queremos enfatizar que muchos sujetos no caen en este sucedáneo y se proponen una experiencia de realidad, ante todo de la propia, más allá de estereotipos, roles y máscaras; pero experiencia también de otros sujetos y de otras culturas, es decir experiencia de lo otro y de los otros, a quienes se les reconoce como iguales en su irreductibilidad. En esta experiencia genuina se ancla el sentido de la ecología, ya que entonces la naturaleza no es mera materia prima para mis proyectos sino que tiene entidad propia, más aún, que es un ámbito que me comprehende, al que pertenezco y que elijo. Del cultivo de la experiencia de la humanidad brota el sentido de los derechos humanos y la lucha concreta porque se respeten. Así el sujeto trasciende experimentándose como un ser vivo, captando el sentido sagrado de la vida real, y como un ser humano que, en la misma experiencia que aprehende el sentido sagrado de su propia humanidad, capta que también los otros son absolutos, los otros de su cultura y los otros de otras culturas, doblemente otros.

Es sobre todo en este último contacto donde cobra su densidad el concepto de derechos humanos, superando el cortocircuito habitual de reducir prácticamente humano a miembro de mi cultura, a ciudadano, o dentro de mi sociedad a alguien honrado, incluso honrado y productivo y sobre todo productivo. Ante la noticia de que han matado a una persona, si se añade que era un delincuente, la mayoría se queda neutra, cuando no se alegra de que haya desaparecido un peligro potencial. En cualquier pequeño desastre en el que resultan muertos un puñado de pobres, la gente se conmueve un instante y al momento pasa la página. Sólo cuando algún profesional ha sido víctima del hampa lo comentan largamente los massmedia y la mayoría pone el grito en el cielo. O ser humano no vale nada y sólo cuenta estar arriba o sólo consideramos humanos a los de arriba. El que esto sea lo normal, hace ver que el problema de la experiencia es tan hondo que llega a que el sujeto no pueda experimentarse como humano ni por tanto a reconocer al otro como tal. Sin embargo, recalcamos, una minoría sí lo logra eximiamente.

 

de lo particular a lo concreto

 

Queremos, sin embargo insistir que con ser tan problemática la experiencia, es casi con lo poco que cuenta la mayoría. Es decir que está cerrado el camino de la deducción de los principios a los casos concretos. Para la mayoría de los sujetos inmersos en esta figura histórica y configurados por ella en una medida apreciable, eso cae más allá de su horizonte y de sus posibilidades. Esto significa que para la constitución del sujeto, sólo le queda a la mayoría el camino que va de lo particular a lo concreto. Llamo particular a una experiencia que no desborda, bien lo que he llamado conducta maquinal, bien la resonancia ante los estímulos, que bien mirado también es una conducta maquinal, aunque en el primer caso aparece más este carácter por ser una inmersión en el mundo en la que no se implica el yo, ya que las acciones y reacciones parecen la actuación sin entusiasmo de un manual de instrucciones. En el segundo no se percibe como maquinal, porque la atención a la resonancia afectiva parece algo totalmente individual, sin embargo en sí es bastante estereotipada, aunque al sujeto no le haga muy feliz saberlo y por eso centra su atención en la mera resonancia que le hace sentirse vivo. Llamo concreto a la experiencia de la realidad, es decir la que desborda lo meramente conductual, y llega a implicar tanto al ser que soy yo como a los otros seres implicados en ella, como a la estructura de la realidad histórica que reluce en la relación.

Quiero especificar que tanto la experiencia cara a cara como la societal pueden ser particulares o concretas. Por ejemplo una amistad o incluso una relación de pareja puede funcionar satisfactoriamente porque se reduce a una distribución tácita de papeles y zonas de influencia en la que cada uno sabe a qué atenerse, y en la que no acontece nada que ponga en peligro esa entente, pero en la que no se da tampoco ningún encuentro abierto, ninguna entrega de sí. Estamos en este caso ante una relación particular. En el caso de lo societario la relación puede entablarse en base a papeles en los que uno no se siente expresado ni concernido o por el contrario en los que uno pone como acción humana lo que la relación demanda. Por ejemplo un burócrata que se esmera por ser lo más eficiente posible como dar de sí y respeto positivo al otro. La expresión de lo concreto será aquí en gran medida eliminar filias y fobias, inhibir estados de ánimo para que no interfieran en una relación que debe ser in-personal, que en este caso significa crear una atmósfera neutra y distendida que facilite el trámite. Como ejemplo del paso de lo particular a lo concreto podemos poner el caso de un estudiante de Derecho que va a una cárcel como un modo de hacer prácticas. Puede limitarse a hacer algún trámite que esté a su alcance, o a través de la gerencia de esas solicitudes y las relaciones con los presos y los comentarios con otros profesionales puede ir haciéndose cargo del modo como funciona el sistema penitenciario y los tribunales y de las circunstancias que ocasionan el delinquir. Por ese camino irá descubriendo la trama de la realidad y haciéndose cargo de ella y hasta podrá llegar a cargar con ella como profesional comprometido.

Cuando entro a lo concreto me pongo en juego, salgo a la luz y me transformo. No es que uno se sienta muy cómodo al salir a la luz. Tampoco quiere ponerse en juego porque se ve peligroso: puede romper el equilibrio precario y empeorar el estado del sujeto. Muchas veces pesa más esto que la esperanza de posibles avances. Por eso el camino ha de ser cauteloso y muy procesual. Pero el camino es posible y a veces se lo desea sinceramente. El deseo puede ser genérico y abierto: uno quiere dar un salto, cambiar, mejorar. A veces lo que se vislumbra es una mejora concreta. Es cierto que el camino comprende tanto el lapso como el salto. A veces un lapso demasiado prolongado cansa; pero también un salto demasiado apurado asusta. Pero éste es el camino para llegar a habitarse y a conectarse realmente con otros, para experimentar la realidad, con las estructuras que posibilitan y limitan y que de algún modo hay que transformar.

 

obediencia a Dios y experiencia de realidad

 

Desde la perspectiva cristiana la respuesta más elemental al amor creador de Dios es abrirse a la experiencia de la realidad. El cristiano está convencido de que más allá del azar y la necesidad está el amor. Él es el dinamismo trascendente que llama a la existencia a lo que no existe. Él preside el dinamismo de la creación que va hacia unidades cada vez más consistentes, centros cada vez más complejos, autoprogramados, conscientes y autónomos, y a la vez a redes progresivamente densas, interactivas, consistentes y mutantes. El cristiano se asume dentro de este proceso que lo supera y configura y al que él aporta, sin angustia, incluso con entusiasmo, porque sabe que el nombre último del misterio fontal es Amor. De ahí, la confianza como actitud de base, a la vez que la simpatía porque todos tienen la misma marca de ese amor creador que los sostiene. De ahí, la decisión de vivir esa vida recibida. De ahí brota la actitud fundamental de abrirse al mundo y al mundo que es uno, una actitud perceptiva. Y también la decisión de ser honrado con la realidad, es decir de hacer justicia a cada ser, de mirarlo como quien tiene derecho como yo a la existencia, más aún que su derecho coexiste con el mío, lo que abre a la simpatía, a la emulación, a la compasión, a entablar relaciones simbióticas.

Esta determinación de ser consecuente con la realidad, antes que con uno mismo o mejor de ser consecuente con uno mismo en cuanto uno es animal de realidades, es la que posibilita y sostiene la genuina experiencia de la realidad. En lo demás el cristiano se orienta, como todos los demás, por el ensayo y error. No tiene ninguna luz particular. Sólo, o nada menos, que estas convicciones y actitudes de fondo. Dios no libra de perplejidades ni de los dramas de la vida y ni siquiera de sus tragedias. Pero infunde deseo y fuerzas para vivirlas de manera que toda experiencia construya a la persona, hasta la experiencia de la muerte.

Su Dios no es el separado, por eso no es digno de cristianos separarse de la creación como si hiciera la competencia a Dios y apartara de él. Es cierto que el cristianismo histórico, como el judaísmo, se ha regido muchas veces por la ley de la pureza, desde la pureza sexual a la de sangre, a la de los usos profanos; como si santidad equivaliera a separación, como si el Santo fuera el separado. El Dios cristiano se ha revelado en Jesús como el que ha asumido incondicionalmente la humanidad. Por tanto fuera de la humanidad y de la creación no puede encontrase a Dios. Por eso, el Jesús de los evangelios se caracteriza por su inmersión en la naturaleza y en su pueblo, por su enorme capacidad de observación, por su interés por todo; y desde ahí, por cargar con todos y por ponerse a la vez en manos de todos. Jesús parte de su experiencia de vida, y su propuesta del Reino no es más que llevar a plenitud a la creación liberándola de degradaciones y apropiaciones sectarias, de modo que corresponda a las energías que la fundan y llegue a trascenderse en la misma comunidad divina. Las tremendas exigencias, incluso dilemas, que plantea Jesús no tienen más finalidad que liberar a las personas de direcciones vitales infecundas a las que están aferrados para que lleguen a sintonizar con el dinamismo trascendente de la realidad y sean así expresión del amor que todo lo funda y atrae.

 

la experiencia del silencio

 

Tal vez el punto límite de la experiencia, que revela patéticamente su dificultad actual, es la experiencia del silencio. El terror al silencio es parejo a la tabuización de la muerte. El silencio, como uno de los modos de vivir la soledad, no es el cese de la experiencia sino una experiencia límite. Hay dos silencios: El primero es el silencio de sí para que aflore el mundo o, complementariamente, el silencio del mundo para que aflore la propia interioridad. Este silencio es el comienzo de toda auténtica experiencia. Este silencio es el punto mínimo de la existencia del yo. Y hay que reconocer que este umbral mínimo con frecuencia no se alcanza. Se tiene que estar todo el día con el radio o el televisor prendidos o conectado al celular o a internet. Hay un verdadero horror al vacío. Se vive en un universo lleno, sin aire, sin distancias ni pausas, sin perspectiva, sin exterioridad ni interioridad, plano. Este silencio es el que crea el espacio-tiempo para que se dé la experiencia. De ahí la dificultad de la experiencia que anotábamos.

Hay un segundo tipo de silencio: el silencio del mundo y el silencio de sí, silencio total. Es la experiencia del vacío, de la exterioridad, de la nada; es la experiencia de que uno es una realidad que puede relativizar la realidad, como si se situara fuera de ella, sabiendo que es imposible, o como si se situara desde ella ante lo no pensable. Si la primera experiencia de silencio cae fuera del horizonte habitual de la mayoría, aunque una minoría la cultiva como un gran tesoro, incomparablemente más lo podemos decir de esta segunda experiencia.

Quiero apuntar que esta experiencia me viene interesando crecientemente y que pienso que algo de eso hay detrás de la atracción del budismo, cuando es más que un sucedáneo. Con eso tiene que ver también la denuncia del poder en filósofos como Vattimo, ya que el silencio es una posición vital de absoluta relativización, y el poder, cualquier tipo de poder que no sea mero ejercicio de la capacidad de amor, es autoposición, ocupar lugar, extenderse. Sólo el amor tiene capacidad de respetar la libertad del otro, de detenerse a su umbral esperando su manifestación. Claro que el ejercicio del amor puebla el silencio, pero siempre lo presupone. Eso, incluso tratándose de Dios. Puede que en el fondo, en último término, sea verdad que ?el hombre propone y Dios dispone?. Pero en la historia pasa lo contrario: es Dios el que propone y deja respetuosamente que disponga el ser humano. Ese silencio de Dios ante nosotros, dándonos lugar, es el paradigma de nuestro silencio. Es, diríamos hablando humanamente, la consecuencia lógica de su decisión de crearnos ya que sólo el amor tiene capacidad de poner fuera de sí lo que no es él mismo y mantenerlo unido a él animándolo, pero a la vez manteniéndolo en su otreidad, sin absorberlo. Dios no quiso absorber a Jesús ni siquiera cuando estaban para matarlo: le dejó vivir su muerte como le había dejado vivir su vida. El silencio de Dios ante Jesús a la hora de su muerte, cuando más necesitaba experimentar su presencia, es un gran misterio. No creo que tenga nada que ver, como pensó Lutero, con un rechazo positivo a Jesús que cargaba con nuestros pecados y por eso fue visto por él como pecado. Pensar así me parece una terrible blasfemia. Creo, más bien, que es la condición de posibilidad de la muerte de Jesús y por eso es consecuencia de que el Padre no absorbiera al Hijo. Es por eso la mayor muestra de la verdad de su amor, que siempre deja al otro ser otro porque lo quiere como otro. En efecto ¿podía morir Jesús, a pesar de que estaba desangrándose y que no podía respirar, sintiendo todo el amor de su Padre? Si Jesús debió estar ante el silencio de Dios, siendo su Hijo, si precisamente así se consumó como Hijo al arrojarse al morir en sus manos impalpables ¿no será ésa una experiencia tremendamente humanizante?

El budismo es negación tan radical de poder que niega al sujeto como centro de su mundo, como un ser para sí, para abrirse a cambio a la participación de la vida, a la experiencia de su fluir. Pero una vez dentro de esa onda cósmica no se embriaga en la vida inabarcable sino que es capaz de abrirse más allá de la vida al silencio de todo. Sólo así se instaura la perspectiva desde la que uno mismo y cada ser puede aceptarse y vivirse en su verdadera dimensión. Esta radical desposesión del sujeto tiene su correspondencia en la mística cristiana; es, por ejemplo, el sentido de la indiferencia ignaciana, y constituye, creo, la genuina alternativa a la embriaguez de poder que ha convertido al siglo XX en el más mortífero de la historia. Es alternativa porque no es depotenciación sin más sino depotenciación libre del sujeto como tal, para dejarse conducir por la fuerza constructiva que es la fuente trascendente de lo real, para ponerse a su servicio. Es la libertad de que habla Pablo, que para él equivale al Espíritu, que requiere morir a la carne, que no equivale al cuerpo (que para él siempre tiene una connotación positiva) sino al egoísmo, a la propia autoposición absolutizada, y que se expresa siempre mirando no los propios derechos sino el bien de los demás. Es lo que afirmaba Jesús en esa sentencia, que puede parecer tan críptica, de que quien gana su vida la pierde y quien la pierde la gana. Jesús no buscó su prestigio ni acumular poder; buscó sólo cumplir el designio de su Padre que coincidía con el bien de la gente. Pero no puede decirse que Jesús fuera un ser apático, desasistido de energías vitales. Fue por el contrario una persona con tal energía, con tal capacidad de irradiación, que los dirigentes, que no quisieron convertirse a ese proyecto humano, no tuvieron más remedio que quitarlo del medio. Pero parece que el poder de los dirigentes basado en última instancia en la capacidad de matar, se mostró impotente. No parece que Jesús perdió su vida cuando tantos están dispuestos a proseguirla. Me parece que este debate sobre el poder es el planteamiento sobre el sujeto más trascendente para la historia humana, y que está detrás de otros planteamientos.

 

2.- CONSTRUIR EL SUJETO DESDE LA LIBERTAD MORAL O DESDE LOS REQUERIMIENTOS DE LA SITUACIÓN Y LAS APETENCIAS DEL SUJETO

 

qué se suele entender por sujeto moral

 

Para entender este planteamiento voy a comenzar explicando qué entiendo por moral y por libertad. Por moral se suele entender, en la práctica más que en los expertos, lo que significa etimológicamente la palabra: costumbres. Ser una persona moral es tener buenas costumbres. Buenas costumbres son los usos sancionados por un grupo humano, una sociedad, una cultura. Quienes sancionan son, obviamente, quienes tienen autoridad en ella. Hay dos tipos de autoridad: la autoridad moral y la autoridad legal. Pero de hecho muchas costumbres actuales provienen del ámbito del mercado y quienes las imponen son los que tienen poder económico. Las   costumbres se consideran morales cuando no están protestadas por la autoridad o incluso cuando la protesta es meramente retórica. De este modo vida moral equivale a vida que discurre según los requerimientos de la situación, en tanto la situación es vista como orden social.

Quien regula así su vida tiende a llenar los espacios vacíos con sus apetencias o, en términos weberianos, con sus preferencias ya que las apetencias se satisfacen ordinariamente en el mercado.

Desde la Venezuela actual quiero expresar que un sujeto que vive moralmente de esta manera, por ejemplo en un país europeo, me parece un sujeto que ha llegado a un estado bastante apreciable, similar al que nosotros pensábamos haber llegado hasta los años setenta. Internalizar un número suficiente de usos como para que una sociedad funcione de modo expedito, proporcione bienestar a sus miembros y con el dinamismo indispensable para que la situación no se revierta, no es poca cosa. Ninguna sociedad marcha automáticamente. Es menester la contribución voluntaria y sostenida de la mayoría de sus miembros. Ser sujeto de esta manera es algo que muchas sociedades desearon durante siglos y no lo lograron, algo que nosotros creíamos haber conseguido y sin embargo no logramos retener.

 

sujeto con buenas costumbres y sujeto ético

 

Y sin embargo, un sujeto así no nos satisface. Le falta profundidad o, dicho de otro modo, trascendencia. Al nivel que lo estamos considerando, le falta ética. Caracterizo a un sujeto ético por tres vectores: orientación a la vida, reconocimiento del otro y capacidad de sacrificarse por personas que no sean de su entorno, por lo que está más allá de sus intereses particulares. Creo que, paradójicamente, cuanto más sube el estado de bienestar de una sociedad, por lo menos ése es el caso de las actuales, más crece la moral y más ausente está la ética.

La muestra más elemental de la orientación a la vida es la fertilidad, que es también el indicio más fehaciente de que uno está dispuesto a sacrificarse por otro. En la historia ha coincidido frecuentemente el bienestar e incluso el esplendor cultural con la decadencia de una civilización, expresada, entre otros indicios, en la exigua fertilidad. Ella indica la poca confianza en la vida. Cuando a los demás les parece que todo está asegurado, a los miembros de esa sociedad les entra una inseguridad paralizante, tanto por el futuro como por el cuidado de esa vida nueva, que, ligado a los sacrificios que exige respecto del ritmo de vida presente, da como resultado la decisión de no tener hijos. Pero además, apenas hay fluidez vital. Si el ser vivo se define por el intercambio simbiótico con el medio, daría la impresión de que los usos se establecen para que no haya ninguna interferencia que no sea querida, ninguna intervención en la vida de uno que no sea solicitada. Uno se siente mejor no conociendo a nadie que no sean compañeros o amigos. Se puede vivir establemente en apartamentos contiguos o frecuentar los mismos lugares sin llegar a pasar del saludo o incluso sin llegar a saludarse. Nadie está pidiendo la vida en común de una sociedad tradicional, pero lo que está pasando no es la única versión posible del anonimato que debe tener una sociedad moderna.

La gloria del occidente es el humanismo. La máxima de Terencio: ?soy un ser humano y nada que sea humano me es ajeno? ha dado la pauta, no sólo de sus mejores sujetos sino de su política cultural, sostenida durante siglos. La contracara del saqueo de los pueblos colonizados son los mejores museos del mundo y maravillosas colecciones privadas. Pero además están las Facultades universitarias que contienen la memoria y el saber de esos pueblos, que siguen estudiándose sin cesar desde todos los puntos de vista. El reconocimiento de lo humano en el occidente no tiene parangón en la historia. Y esto se ha mantenido, no lo olvidemos, por el culto ininterrumpido de muchísimos sujetos a lo que otros han producido en otras latitudes. Y sin embargo, todo esto, con ser tan notable, incluso tan excepcional, no es lo decisivo. Es distinto que no me sea ajeno nada humano, a que no me sea ajeno ningún ser humano. Y hay que decir que no sólo no se desprende lo segundo de lo primero sino que el occidente demuestra que no tiene que ver una cosa con otra. El occidente ha sido especialista en tragarse los bienes culturales que han producido los pueblos de la tierra, desconociendo a la vez, cuando no explotando, a sus productores. Y uno es realmente humano cundo los seres humanos no le son ajenos. La xenofobia que invade a Europa expresa con elocuencia brutal que el otro es un peligro. Mientras se limita a ser la mano de obra cada vez más imprescindible, se lo recibe; pero cuando pretende asentarse, manteniendo su propia cultura, se lo percibe como un peligro público intolerable.

Grande cosa es la moral, pero puede dar como resultado que el sujeto se encierre en su burbuja de bienestar, y deje de ser humano, aunque sea un animal muy diestro, muy pulcro, muy educado, muy culto. Claro está que también se puede ser inmoral y falto de ética; pero un ser así no puede ocultar sus carencias, mientras el otro puede llegar a ocultárselas incluso a sí mismo.

Así pues, hemos sostenido que gran parte de la humanidad más desarrollada vive desde los requerimientos de la situación y desde sus apetencias, y que esa vida puede ser caracterizada como existencia moral, en el sentido literal de que se tienen buenas costumbres.

 

entendemos la moral desde la libertad

 

Nosotros, en cambio, entendemos la moral desde la libertad. La libertad tiene para nosotros dos componentes. El primero se contrapone a comportamiento conductual, ya que es vivir desde uno mismo y no invistiendo las pautas emanadas desde el poder. Libertad es así autonomía. ¿Y en qué se distinguen el vivir desde uno mismo, del obrar desde lo que a uno le apetezca? Ante todo por el nivel de profundidad al que tomo la decisión y el grado de implicación personal con la misma. No es lo mismo elegir algo porque me llama la atención, que elegirlo desde el fondo de mi corazón, desde la raíz de lo que soy. Pero sobre todo porque dirigirme a algo porque hala de mí, sin pensarlo más, no es una elección libre, porque no está sopesada, discernida, mientras lo que elijo desde la raíz de mi ser se presupone que lo elijo en consonancia con él, no movido por algo que me afecta momentáneamente o por un aspecto de mi ser que pretende autonomizarse y absolutizarse. De algún modo se supone una libertad liberada, si no de modo absoluto, ya que los seres humanos somos estructuralmente abiertos, sí en el momento de decidir y respecto de lo que decido.

Para muchas personas, y también para no pocos autores, un criterio de validación de esta libertad es su objetividad. Será verdad que he obrado desde el fondo de mi ser, si mi obrar, que es absolutamente personal, es por eso mismo universalizable. Esto se puede entender de dos maneras. Una, que cualquier persona haría lo mismo, si fueran los mismos todos los elementos que entran en juego; otra, que cualquier persona pudiera hacer lo mismo, aunque no fuera la única decisión posible, en igualdad de condiciones. Este criterio de validación supone que cuando una persona llega al fondo de sí misma, llega al nivel de realidad donde se puede encontrar con todas las que lleguen a acceder a este nivel, en el lenguaje que utilizamos anteriormente, con todos los que logran pasar de lo particular a lo concreto.

 

libre albedrío y libertad liberada desde la perspectiva cristiana

 

Este modo cualitativo de entender la libertad supone su distinción del libre albedrío. Éste se especifica únicamente porque la decisión tomada haya sido sopesada por el entendimiento y decidida por la voluntad, Se contrapone a una acción inadvertida o forzada. Es cierto que yo puedo elegir libremente el mal o elegir un bien particular y momentáneo que entraña rechazar un bien más abarcador y más durable. Ésta es sin duda una decisión libre; pero de una libertad no liberada. Para la tradición cristina esta diferencia es insoslayable. La razón de fondo es que el bien y el mal no están equidistantes de la libertad. La libertad es la capacidad que tiene un ser de verse y afirmarse como suyo, y por tanto, en el caso del ser humano que es un ser abierto, que está construyéndose siempre, la capacidad de querer también y afirmar lo que contribuye a su constitución. Por eso la voluntad sólo puede querer algo en cuanto lo capta como bueno. La libertad se va liberando cuando va viéndose y eligiéndose en su realidad auténtica y cuando atina a captar y afirmar lo que realmente le construye. En este sentido dice el cuarto evangelio que la verdad hace libres y que la libertad lleva a la vida, y correspondientemente ve que el pecado contiene una ofuscación del juicio y una esclavitud que desrealizan, que llevan finalmente a la muerte, al fracaso personal. El pecado supone el libre albedrío, es decir que la acción no fue inadvertida ni forzada, pero también supone una libertad no liberada: no consciente de su genuina realidad y de lo que conduce a ello por el apego a bienes que incumben sólo a un aspecto de su ser   autonomizado del resto y en ese sentido absolutizado. En esta perspectiva el bien o el mal, aunque se decantan en acciones, se refieren en el fondo a direcciones vitales. Esas determinaciones fundamentales se van abriendo camino muchas veces por ensayo y error ya que en no pocas ocasiones no aparece tan claro lo que construye, y también la voluntad de abrazarlo, al principio un tanto genérica, se va haciendo concreta, real.

Jesús de Nazaret también vivió este proceso de crecimiento: crecía, no sólo en edad y en estatura sino también en sabiduría; crecía no sólo a la vista de los seres humanos sino también a los ojos de Dios (Lc 2,40 y 52). La diferencia con nosotros es que él no tuvo nunca que elegir entre vivir desde su ser genuino (que incluía ser Hijo de Dios y Hermano de los seres humanos privilegiando a los pobres) o vivir para satisfacer alguna necesidad o deseo autonomizado. Por eso las tentaciones que nos presentan los evangelios no se refieren a los fines sino a los medios para realizarlos (Mt 4,1-11;16,21-23; Jn 6,14-15). Pero esa diferencia no se debe a que era distinto de nosotros sino a que siempre vio la propuesta del Padre como un tesoro tan inconmensurable que ninguna otra podía distraerlo de esa dirección. En este sentido Jesús tuvo siempre una libertad liberada. Pero, repitámoslo, eso no significa ni que tuviera claro el modo concreto de realizar su ser genuino ni que no le costara seguir esa dirección vital La oración del Huerto expresa con enorme patetismo que elegir la voluntad del Padre lo llevó a la agonía.

Dando un paso más en esta dirección afirmamos que la libertad de Dios es tan plena que no sólo no puede elegir el mal sino que ni siquiera lo conoce. No es ya una libertad liberada sino una libertad consumada: la libertad absoluta. Esto es obvio, si reconocemos a Dios como el Amor. En este sentido dice Pablo que donde hay Espíritu hay libertad (2Cor 3,17) y el cuarto evangelio afirma que, si el Hijo los libera, serán verdaderamente libres (Jn 8,36).

 

un sujeto libre es un sujeto ético

 

¿Hay posibilidad de discernir algunas orientaciones generales en esta libertad liberada? Nosotros pensamos que sí. Creemos que un sujeto que no tenga los tres vectores por los que hemos caracterizado al sujeto ético no es un sujeto libre ya que su libertad no está liberada. Así un sujeto libre es un sujeto ético. Creo que en la realidad también podríamos decir lo contrario, aunque no en el puro concepto ya que en absoluto es pensable que una persona viva los tres vectores por los que hemos caracterizado a la ética, no desde el fondo de su corazón sino por heteronomía, aunque sea consentida. Creo que por lo menos tenemos que reconocer que se ha intentado reiteradamente, aunque el resultado ha sido siempre una   caricatura. El sacrificio es el que más fácilmente se puede falsificar, aunque también se echa de ver la diferencia entre un sacrificio sacrificial, que es rígido porque es ritual, y un sacrificio humano, que es meramente la consecuencia no deseada pero aceptada de la entrega al otro. El reconocimiento del otro, cuando es meramente disciplinar, no llega propiamente al otro, se queda en la observancia de conductas respecto de él y en la prestación de servicios específicos. Y la orientación a la vida, cuando es cumplimiento de un mandato, no es orientación a la vida sino tener que vivirla como carga. Así pues, para no caer en falsificaciones, diremos sólo que un sujeto libre es un sujeto ético.

Si la libertad es la flor de la vida, la vida en toda su fluidez, incluso la fuente de la vida ¿cómo un sujeto va a elegir libremente la muerte? No sería una libertad liberada sino sólo libre arbitrio. No se puede elegir tampoco libremente la seguridad por encima de la vida ya que lo que se rechaza libremente es la propia libertad, uno de cuyos elementos es la fluidez, la apertura. Elegir es siempre limitar ya que no puede elegir todo a la vez. Pero en realidad lo que elijo es entre posibilidades; por tanto la elección, cuando no se confina a lo que hemos llamado particular, que sí es acotado, sino que va a lo concreto, se mantiene en la apertura de la realidad, en su dinamismo.

 

¿hay libertad en cumplir la ley?

 

Depende del contenido de la ley y del motivo para cumplirla. Respecto del contenido sólo cabe libertad en una ley que sea expresión concreta de la vida. No es lo mismo realidad que orden establecido. Siempre el orden establecido expresa en alguna medida la vida, pero también la restringe y hace violencia. Si un orden establecido es canal para que fluya la vida de modo simbiótico en una medida superior a su función de expresar y perpetuar relaciones de poder, asimétricas, en ese orden cabe el ejercicio de la libertad, siempre que el cumplimiento de la ley tienda más a ensanchar el cauce de la vida simbiótica que a estrecharlo. Si el orden establecido es más expresión de opresión y exclusión que cauce de relaciones simbióticas, obedecer la ley sólo es ejercicio de libertad en los casos en que sea cauce de relaciones simbióticas, siempre que esta obediencia no convalide el estado de opresión y exclusión.

En el judaísmo, en el sentido restringido del orden religioso, social y político que surge desde el siglo V a.c. y que se expresa, por ejemplo en la Mishná, la ley cobra cada vez más extensión y densidad: llega a abarcar todos los campos y actividades de la vida y se la sacraliza tanto que se la supone anterior a la creación. Vivir la vida es un ejercicio tan mediatizado por el cumplimiento de la ley que vivir llega casi a equivaler a cumplir toda la ley con todo el ser. Vivir la vida, cuando nada empaña la fluidez entre el medio y el propio ser, causa felicidad. Cumplir la ley, toda ley y con toda el alma, es una vida en fidelidad. Por una especie de armonía preestablecida, se llega a esperar que la existencia fiel sería además una existencia feliz, más aún, la verdadera felicidad. A pesar de que esta pretensión se mantiene con toda la tenacidad posible, las personas más honradas tuvieron que admitir que no raramente no se daba esta ecuación. Este mismo esquema se ha aplicado en la cristiandad y es la vida religiosa la que lo ha llevado al extremo. El resultado es el mismo: el malestar en los que no se habían alienado y conservaban la referencia a una existencia auténtica.

¿En qué consiste el malentendido? Hay dos malentendidos fundamentales. El que tiene que ver con lo que venimos considerando es la equivalencia, por hipótesis, entre la ley y la vida. Esta equivalencia no podía cuestionarse porque se había sacralizado la ley, suponiendo que en último término provenía de Dios, como proviene la vida. Todas las jerarquías, religiosas o no, tienden a sacralizarse. Por eso tienden a considerar que el que no acepta la ley tiene mala voluntad y, si persiste en su actitud, debe ser extroyectado del sistema. Jesús lo denunció diciendo respecto de los jerarcas religiosos que ?abandonan el mandato de Dios por seguir tradiciones humanas?, y respecto de los jefes políticos, que ?en el momento en que oprimen se hacen llamar bienhechores?.

 

libertad y reconocimiento del otro

 

La libertad narcisista es una libertad vacía. La mera autoafirmación no es libertad sino autoposición, autoposesión. Afirmarse a sí mismo no es expresión de libertad sino de necesidad: si el sistema quiere negarme para construirme según sus requerimientos, si yo no soy un haz de impulsos autonomizados que buscan satisfacerse por su cuenta, yo tengo necesidad de autoposeerme para no disgregarme en la anarquía. Es una lucha de poderes sin cuartel, porque en cuanto bajo la guardia, soy asimilado y me disgrego. En esta lucha el sujeto conoce victorias cuando logra ser él mismo, pero las victorias nunca son el fin de la guerra. Siempre se permanece en el horizonte de lucha de poderes, un horizonte que no conoce la libertad sino el instinto de perdurar. Spinoza atisbó certeramente que ése era el ethos y el pathos de occidente: ?el conato de conservarse a sí mismo es el primero y único principio de virtualidad positiva?. Es el darwinismo social, que hoy se expresa como totalitarismo de mercado, que es la dirección dominante de esta figura histórica, aunque no desde luego la única. Triunfan los que se someten a sus normas y las encauzan para su provecho. En cuanto se identifican con este horizonte, se construyen como sujetos. Pero en el esquema no cabe la libertad. La libertad omnímoda es para el capital. Para los sujetos sólo queda la lucha insomne por prevalecer en la competencia. La necesidad de triunfar en ella cada día. Si necesito triunfar siempre, yo no hago lo que quiero sino lo que en la situación es más favorable para ese propósito. Ahora bien, no sentiré que mi vida no nace de mí, si lo que he elegido es triunfar siempre. ¿Y no es ésta una decisión libre? No, ya que lo que se impone es un aspecto de mi ser autonomizado y absolutizado, un aspecto que mediatiza al resto. No es ésta una libertad liberada. Por eso el resultado no será un ser humanizado sino un ser unidimensional que al sacrificarlo todo a su pasión dominante, puede llevarla hasta el extremo. De este modo se logran desarrollos notables en bienes civilizatorios, pero no desarrollo humano.

Al relacionar en el apartado anterior al sujeto con la experiencia de la realidad, reconocíamos la dificultad de esta experiencia y sobre todo la dificultad epocal de la experiencia del silencio. Esta experiencia en su grado máximo entraña la relativización tanto del sujeto como de la realidad. El sujeto se relativiza cuando hace silencio interior para escuchar la realidad. Pero la relativización es total cuando se está ante el silencio interior y el de la realidad. Hacer silencio es expresar que el afirmarme a mí mismo no es lo último; no es, como pensaba Spinoza, el único principio de dinamismo humano. Porque cuando hago silencio no estoy inerte, al contrario es cuando asumo mis virtualidades más positivas. Al poner entre paréntesis la necesidad ciega de imponerme, llego a ser libre. Esta libertad se acrecienta si logro estar en silencio respecto de la realidad ya que entonces estoy relativizando la realidad. Relativizar la realidad es desabsolutizarla, desdivinizarla; pero es también referirla al silencio, a lo que no tiene nombre. Así como el silencio propio es afirmación de la vida, el silencio de la realidad es libertad respecto de la vida, apertura para poder disfrutar el juego de la vida, la fiesta de la vida y también su fragilidad y finitud.

El silencio del propio sujeto que soy permite que se presenten los otros, no ya como competidores sino como otros yos. Si el silencio llega a ser una actitud permanente, un componente de toda mi experiencia, se instaura otro horizonte que relativiza al anterior: la última expresión de la realidad no es la competencia, la competencia queda relativizada. El empeño de perdurar yo se inscribe en un horizonte en el que los demás yos también tienen que perdurar. Desde este horizonte mi propio yo no puede seguir mirando a los demás de modo disyuntivo; por tanto la competencia se restringe a unos límites precisos, que dan lugar a otros dinamismos como la emulación, la sinergia, el servicio mutuo. En síntesis, el reconocimiento del otro es ejercicio primigenio de libertad. Quiero insistir que una minoría creciente y altamente significativa no sólo vive este reconocimiento sino que lucha cada vez más organizadamente porque tenga carta de ciudadanía en este mundo globalizado.

 

libertad y sacrificio

 

Lo mismo podemos decir del sacrificio. Un proverbio rabínico muy agudo dice que antes de crearnos, Dios se encogió para que hubiera espacio para crearnos. En esta representación aparece claro que la medida del amor de Dios no la da el habernos creado sino el haberse encogido él para darnos lugar a nosotros. Este sacrificio del Infinito, esta autolimitación, no sólo no disminuye a Dios sino que da la medida de su grandeza, pues sacrificarse para dar lugar a otros, cuando es ejercicio de amor, engrandece a la persona. Sólo un ser libre puede sacrificarse de ese modo.

Si Dios fuera el Dios de los dioses y el Señor de los señores, es decir el que corona, trascendiéndolas, las jerarquías sociales, no se hubiera podido encoger, pues en este horizonte adversativo, lo que uno pierde, otro gana, y así Dios sería menos Dios y menos Señor que si no hubiera cedido nada de sí. En este mundo jerarquizado el que está arriba se descarga en el que está abajo y el que no puede descargarse en nadie, porque está en el último lugar, se siente no sólo abrumado sino completamente desdichado por no ser nadie, que es lo mismo que decir por no poder descargarse en otro. Ésta es la diferencia entre el Dios bíblico y los ídolos: como los ídolos no son nada de suyo, su ser se lo dan sus adoradores y por eso resultan una carga para ellos; cuanto mayor sea el dios, más intolerable la carga. Sin embargo Yahvé carga con su pueblo y con todas sus criaturas, y no le pesan. Por eso Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en su mano, es decir que es su enviado plenipotenciario, se pone a lavar los pies a sus discípulos y les sirve habitualmente la mesa. Los señores, para Jesús, oprimen y hacen que los demás les sirvan; en cambio él, como es Señor a la manera que es Dios, no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida por todos.

El Dios bíblico es ?el que llama a la existencia a lo que no existe y resucita a los muertos?; no es el que está encima de nadie sino el que sostiene desde abajo todo, el que da fuerzas a lo que se ve carente de posibilidades. No es el que está siempre sobre aviso para que no le quiten su puesto sino el que sirve a cada uno con tal discreción que muchos ateos pueden alegar que no lo ven ni lo sienten. Es un Dios que no tiene necesidad ni deseo de reivindicarse, que da lugar con tal gratuidad, que sigue dando, si no se le reconoce. Un Dios tan libre, que está dispuesto a pasar por perdedor antes que entrar en una lucha de poderes, antes que caer en ese horizonte de competencia, de necesidad.

Para Hobbes, Dios, a diferencia del Estado, puede permitirse el lujo de que le desobedezcan porque no es mortal, porque al fin va a triunfar siempre. No es ése el sentido de lo que estamos diciendo. No es verdad que el Dios cristiano puede tener benignidad y paciencia por su exceso de poder. Las tiene porque no tiene poder en ese sentido de imponerse finalmente sobre los demás. Dios tiene sólo el poder, el dinamismo, la energía, que cabe en el amor. El amor absoluto no puede desechar a quien no le corresponde porque, si lo hace, dejaría de ser el amor. Dios, como amor absoluto que es, sólo puede vencer al mal a fuerza de bien, no, de ningún modo, avasallando con un torrente de dádivas, sino dando lugar a la respuesta libre del otro. Por eso cuando rechazamos a su Hijo Jesús, no nos rechazó sino que nos dio tiempo para que volviéramos sobre nosotros mismos y cambiáramos de camino. Es claro que servir y sacrificarse así es manifestación de una libertad absoluta.

 

libertad en este horizonte pagando el precio

 

Podemos decir sin peligro de exagerar que en este horizonte, en el que rige la ley de hierro de la competencia, la manifestación suprema de libertad es renunciar a él, viviendo en el horizonte simbiótico y ecuménico del reconocimiento del otro. Bastante gente estaría dispuesta a cambiar, incluso lo haría con todo gusto, si todos se pusieran de acuerdo para hacerlo. Pero cambiar de horizonte unilateralmente, mientras el horizonte de hierro conserva toda su vigencia, es la manifestación suprema de libertad. Ése es un verdadero sujeto humano. Ahí hay prestancia y densidad. Ésa es la medida de la dignidad humana. Éste es el concepto cristiano de santidad: la gloria del santo es participar del peso biófilo de Dios. Los que tienen peso en el horizonte actual, aplastan con su peso y por eso hay que mantenerse a distancia. Igual pasa con Dios, cuando lo consideramos el Dios de los dioses y el Señor de los señores. Pero quien participa del peso del Dios de Jesús, a nadie ofende y a nadie teme. Como la vida le nace de dentro, su presencia crea un campo gravitatorio que irradia humanidad.

Pero tiene que pagar el precio de no seguir la ley de hierro que rige en este orden establecido. Ése es el sacrificio. Porque su consistencia es pura sustancia humana. No es un chaleco antibalas ni una póliza de seguro. El precio se paga en inseguridad vital y en marginación. Su presencia incomoda porque pregona la alternativa que niegan quienes sostienen este orden. Su vida biófila pone al descubierto que el orden establecido violenta la realidad, en vez de ser la expresión de lo que somos los seres humanos.

La libertad resplandece al pagar ese precio sin endurecerse, sin despreciar, sin relegarse a su torre de marfil; al seguir su camino, consumando su actitud, aquilatándola, tendiendo siempre puentes a quienes le tienden trampas.

 

el precio en los de abajo y en los de arriba

 

Para los de abajo este camino consiste en pasar de la servidumbre al servicio, de ser sacrificados por otros a sacrificarse ellos mismos por los demás. No es un camino fácil. El punto de partida es esa ley de hierro, sentida en todo su rigor: desventaja en todos los campos. Menos información, menos saberes, menos recursos, menos contactos, que los mejor posicionados. Y, correspondientemente, malos trabajos, vivienda precaria, todo escaso y de mala calidad; muchas exigencias y pocas compensaciones; y sobre todo, la sensación de no contar para nadie, de estar de sobra. En una situación así lo que se apetece es subir, tener, capacitarse, habitar un mundo más cualitativo, codearse con gente más cualificada y tener una cierta solvencia que haga pensar en una autonomía vital básica. Para emprender este camino se sabe que hay que sobreexplotarse hasta el máximo negando horas al ocio y al descanso y recursos para vivir, para tratar de capacitarse y de entrar en el otro mundo. Aun así, no pocas veces no se logra mucho y sobreviene la frustración.

Pues bien, estando en esa desventaja notoria, llegar a comprender que el camino no es el propuesto para tratar de subir sino cambiar de horizonte, es poco menos que un milagro. Llegar a descubrir en el estado en que se está que uno sí tiene energías humanizadoras, que sí tiene sus propias dotes, y que puede desarrollarlas a partir de sí mismo, y ponerse en marcha hacia una vida humana desde la propia experiencia de la vida y desde el reconocimiento del otro, es cierto que es una posibilidad que se realiza minoritaria pero no excepcionalmente. Hay gente que tiene sabiduría de la vida para dirigirse, como por instinto, en esta dirección. Otros llegan estimulados por ejemplos o aleccionados por impasses que les pusieron en crisis y les ayudaron a entrar en razón. Desde mi experiencia en el seno del pueblo latinoamericano, mayoritariamente cristiano, la palanca más poderosa para emprender establemente esta dirección vital es recibir la buena nueva de que Dios tiene fe en él y le propone esta vida humana según el paradigma de Jesús de Nazaret.

Por un camino u otro es cierto que gente que vivió en la servidumbre, como víctimas de la dirección dominante de esta figura histórica, deja de soñar con una existencia autárquica y se pone a vivir en actitud de servicio, cargando airosamente con el peso de la vida y ayudando a los demás a llevar sus cargas. Estas personas orean el ambiente, es decir hacen posible la vida humana. Es verdad que este servicio supone un constante sacrificio, pero como lo hacen con libertad, el sacrificio les proporciona una alegría que no cabe en el bienestar.

Para los de arriba es más difícil aún pasarse de horizonte. Se mantienen arriba porque han jugado a fondo este juego de la competencia desde una situación ventajosa, bien sea por sus dotes excepcionales, bien por ventajas familiares o alianzas con otros ya posicionados, bien por una mezcla de todo eso. Estas personas saben que el juego es para ganar o perder porque las plazas son limitadas. Por eso, la brecha creciente entre ricos y pobres, tanto en el interior de los países, incuso de los más desarrollados, como entre éstos y los que se van quedando cada vez más irremisiblemente descolgados. Por eso, aunque tengan una seguridad adquirida y mayor capacidad de maniobra por tener en plena producción sus capacidades y conocimiento muy concreto de las posibilidades del mercado, les atenaza el temor de ser desbancados por competidores más despiadados, es decir que no tomen en cuenta ni a los seres humanos que son los empleados ni a la necesidad de los consumidores de adquirir bienes civilizatorios a precios razonables ni la calidad de esos bienes. Ellos son los que frecuentemente alegan que si se dieran acuerdos, ellos estarían dispuestos a ganar menos. Hasta llegan a desear que los consumidores presionen tanto que logren romper la tendencia totalitaria del mercado e introducir condiciones en los contratos y estándares en los productos. Pero mientras esto se dé, el que se adelanta por su cuenta, se arruina, es decir no gana tanto y los accionistas se retiran de su empresa o la empresa lo despide, si él es gerente.

De todos modos es cierto que con grandes dosis de ingenio puede lograrse la productividad de otro modo, bien sea por la relación más comprometida del personal con la empresa, bien consiguiendo la fidelidad de los clientes con campañas publicitarias basadas en la orientación biófila de la empresa. Objetivamente, siempre hay márgenes de flexibilidad en el esquema. Pero se necesita una determinación a toda prueba para perdurar explorando esas posibilidades, y el resultado puede ser que se acabe en otro trabajo más acorde con esa orientación. Cuando la dirección dominante empuja en un sentido, se necesita una gran libertad para no sucumbir a esa presión. Así pues, estas personas objetivamente tienen más posibilidades de maniobra que los de abajo, pero a nivel subjetivo se necesita mayor convicción para desenvolverse en ese medio con otra lógica.

Hay que decir que el caso es más minoritario tal vez que en los de abajo, pero tampoco es excepcional. Sí hay sujetos que sacrifican así expectativas ciertas de éxito y que lo hacen con entusiasmo, con grandes dosis de creatividad y sin nostalgia, pues el ingresar en otro mundo más humano, les compensa con creces la merma de ganancias y consiguientemente de tren de vida.

 

3.- LA LIBERTAD ¿SE DETERMINA DESDE SÍ MISMA O ASUMIENDO LA REALIDAD DEL SUJETO?

 

Después de haber establecido sólidamente el sujeto en la realidad y habiendo reivindicado para él la libertad moral, vamos a encarar la tercera cuestión, que es si la libertad moral se determina desde sí misma o asumiendo la realidad concreta del sujeto. Ya hemos dado elementos para responderla, pero antes de centrarnos en ella, vamos a excluir la posibilidad de libertad moral en la consideración fundamentalista de la realidad del sujeto: la sacralización, bien de su arqueología, bien de su adscripción a un conjunto por el que se define y cuyas normas, por tanto, lo determinan.

 

en el fundamentalismo no cabe el sujeto libre

 

Reconozcamos de entrada que el fundamentalismo conoce hoy una tremenda expansión en todos los lugares del mundo y en todas las esferas de la vida. El motivo de esta proliferación es el peligro extremo en que se ve el individuo en el mercado totalitario. La amenaza es el vaciamiento y el sin sentido. Todos comprenden que producir y consumir son actividades genuinamente humanas. Pero reducir la vida a ellas, autonomizarlas, de modo que el sentido de la vida sea elevarlas al máximo posible, es algo que a muchísima gente le violenta, le parece un expolio de su mismidad, un secuestro de su plan de vida y una violación de su dignidad. Por eso, la compulsión a poner el sentido de la existencia, la identidad y la realización humana en una propuesta institucionalizada que se mueva independientemente del mercado.

Para lo que nos interesa distinguimos dos tipos de fundamentalismos por el grado en que determinan la existencia. Hay fundamentalismos alternativos y fundamentalismos compensatorios. A veces el mismo fundamentalismo puede ser asumido de un modo u otro, aunque frecuentemente la propuesta institucional misma se ofrece de hecho bien como una realidad alternativa, bien con una función meramente compensatoria. Algo de alternativo tienen todos los fundamentalismos y casi todos son también compensatorios, pero en unos predomina claramente una función y en otros otra. Por ejemplo, hay movimientos religiosos dirigidos prevalentemente a la clase alta que concentran sus exigencias en la vida privada rigorista y en la adhesión institucional sin reservas, reduciendo los requerimientos en el ámbito de lo público a los usos establecidos, en definitiva al cumplimiento de la legalidad en los niveles económicos y políticos. Claro que esa vida familiar es en cierto modo alternativa, o por lo menos infrecuente; pero su función es claramente compensatoria: posibilitar entregarse a la ley de hierro de la competencia con la conciencia tranquila. Sin embargo, una iglesia evangélica libre de un medio popular, aunque insista también en los mismos puntos, su función no es compensatoria ya que la entrega a Cristo en su comunidad sí significa un avance notable en su vida, aunque su límite sea que se quede en unos cuantos parámetros descuidando los demás. En este caso se trata de un dinamismo genuino que no da completamente de sí por la alienación del sujeto, que sin embargo también se reintegra a sí mismo hasta cierto punto. Igualmente compensatorio es el judaísmo o el islamismo fundamentalistas de sectas (en sentido sociológico) que tienen, por serlo, ventajas sociales y políticas. Pero también podemos decir lo mismo de fundamentalismos étnicos tan en boga en la vieja Europa. Ese comunalismo de los privilegiados compensa por un lado de la entrega sin concesiones a la dureza del mercado y además, de paso, es la afirmación de un privilegio en el seno de la comunidad estatal. En el caso del fundamentalismo del destino manifiesto del imperio estadounidense, tal como lo ejerce Bush, el fundamentalismo tiene como principal función cohesionar la nación de un modo atávico e irracional, y ocultar a la vez el sin sentido y la falta de ética de su modo de ejercer el poder.

El fundamentalismo compensatorio, aun en sus formas más endurecidas, expresa, sin embargo, el grado tan extremo de inhumanidad que entraña el totalitarismo de mercado. Es tal la violencia que se hace a la verdad, cuando en nombre de la libertad se impone un totalitarismo despiadado, que el mismo sistema necesita hacerse fundamentalista, así como sus fautores, sean empresarios o gerentes y más todavía políticos e intelectuales. La función de este tipo de fundamentalismo es blindar el sistema para que se lo acate sin discusiones ni apelaciones a algo exterior a él. Aquí sí que el fundamentalismo es el alma de un mundo desalmado.

Más respeto merece, a nuestro modo de ver, el fundamentalismo realmente alternativo, ya que en este caso el endurecimiento es el talante que se juzga imprescindible para desafiar a un sistema tan brutal. Introducir la dimensión individual y consiguientemente el ejercicio de la razón deliberante y de la libertad, aparece como una debilidad intolerable cuando el enemigo las sacrifica sin ninguna consideración. Se suele decir que los enemigos se parecen. Es lo que pasa en los fundamentalismos alternativos respecto del totalitarismo de mercado. Creo que Juan Pablo II es un ejemplo iluminador. Él es un individuo que se ha opuesto con toda tenacidad y sin concesiones lo mismo a la decadencia del occidente que canjea la vida por el bienestar, que al totalitarismo comunista que sacrifica al individuo y su dignidad inalienable, que al de mercado que desconoce la dignidad humana del trabajo y el destino mancomunado de toda la humanidad. Pero, como se levantó en Polonia en contra del aparato del Estado totalitario, no se dio cuenta que a nivel organizativo había asimilado el mismo esquema. A nivel organizativo él sólo sabe funcionar en el centralismo democrático y así ese modo de conducir la institución eclesiástica es el tendón de Aquiles de su profetismo. Pero él no se da cuenta, porque eso no es para él un contenido sino una estructura consustancial con él. Al no poderla objetivar, no puede reconocer la contradicción.

En un esquema global totalitario, aun con las formalidades democráticas, es muy difícil ser realmente demócrata, es decir vivir la democracia como una cultura en todos los ámbitos de la vida. Se ve como algo disfuncional. Cuando la palabra se ve como un arma, cuando la política es la guerra con otros métodos, pero con el mismo objetivo de prevalecer, la práctica constante de exponer los propios puntos de vista y escuchar los de los demás, razonar para comprender del modo más complexivo el tema que se tiene entre manos, y para comprenderse, es decir para hacerse cargo de los motivos de cada persona o grupo implicado, negociar para componer lo componible, cargar cada quien con lo suyo enriquecido o, cuando es preciso decidir, averiguar la mayoría e integrar también lo que sea posible de la minoría, esta dirección vital abierta en un mundo corporativizado, en el que corporaciones buscan por todos los medios su propia expansión, es visto como extemporáneo. Se piensa que lo mejor es enemigo de lo bueno, que la cultura de la democracia disgrega energías que deberían destinarse a la descorporativización del mercado y a su relativización, su sometimiento a normas civilizadas. Es comprensible este razonamiento de los fundamentalistas, pero no se puede ceder a él porque sería elegir de qué palo ahorcarse, elegir a qué reglas de juego e instituciones vamos a hipotecar nuestra libertad, nuestro ser, que es nuestra contribución personal a una sociedad en camino de ser realmente humana.

En el fundamentalismo el sujeto se reduce a individuo de un conjunto, completamente determinado por las normas de la institución y la voluntad de sus personeros. Pero para que esto no se vea así, se trascendentaliza la institución, se sacralizan las normas y los personeros, y al hacerlo se relativiza al individuo, se lo vacía de contenido propio, de dignidad personal, y se le hace ver que es la institución la que lo pone a valer, y que por tanto su destino está en entregarse a la institución, en adherir a ella sin reservas mentales y en ejecutar con la mayor excelencia posible lo propuesto por ella. Esto es así, tanto en el mercado fundamentalista como en los fundamentalismos étnicos o religiosos. Eso fue lo que denunció san Pablo de su manera de vivir el judaísmo, que ha encontrado sus equivalentes una y otra vez en el cristianismo. Así sucede cuando se sacraliza la institución eclesiástica y la ley y sus personeros, sacralización que conlleva la relativización del discípulo. Frente a este modo alienado de vivir el cristianismo, tanto Pablo como Juan, colocan la común dignidad de cada creyente por la posesión del mismo Espíritu, y el carácter funcional de los ministerios, que sólo son servicios a los cristianos para que alcancen su madurez y a la comunidad para que se construya como embrión del mundo fraterno de los hijos e hijas de Dios.

Comprendemos, pues, a los fundamentalistas alternativos que son expresión de la formidable amenaza que representa para el sujeto el mercado totalitario. Pero no podemos aceptarlos porque el modo de producción determina el producto: una alternativa que sacrifique al sujeto libre no puede liberar al sujeto. Así, a la postre, las instituciones que se alzaron para resistir al vaciamiento humano que provoca el mercado totalitario, suponen una amenaza más para la genuina humanidad, que no puede desarrollarse sino humanamente, desde individuos libres que busquen paciente y resueltamente liberar su libertad y emplearla constructivamente.

 

relación entre lo que el sujeto es y lo que está llamado a ser

 

La pregunta es desde dónde se determina a sí misma la libertad moral. Ya dejamos asentado que no es libertad dejarse llevar por las apetencias o por una pasión que se haya autonomizado del conjunto y absolutizado. ¿Es pensable la autarquía? ¿Es verdad que cada quien idea qué es ser humano y lo va realizando? O, más radicalmente aún, como para mí ser humano es ser yo, lo que yo haga ¿eso es lo que será humano? ¿O es que ni siquiera se trata de ser humano sino de ser yo, y yo soy lo que quiera o lo que vaya siendo en cada momento?

Es verdad que hasta cierto punto cada quien tiene su concepto de lo que es humano y de lo que de eso humano le cuadra más, y lo va realizando en cuanto puede. La pregunta es de dónde saca esa idea de lo que es humano. Si la extrae simplemente de su cultura ¿hasta qué punto podemos hablar de sujeto? Si lo que subyace es algo genérico, sólo será un individuo de un conjunto. No podemos negar que en un primer análisis ése parece el caso: la combinación entre el repertorio que ofrece la cultura de masas y las peculiaridades locales ¿no explica casi todo lo que vive mucha gente?

Caracterizamos las culturas como los modos de habérselas con la realidad que tienen las colectividades humanas para constituirse en humanas. Desde esta perspectiva el objetivo de las culturas las trasciende. Todas las culturas pueden ser caminos para que los seres humanos lleguen a ser humanos. Pero en ninguna cultura cabe el ser humano cualitativo. Por eso las culturas son caminos cuando las acciones tendentes a la humanización las transforman. Pero si las culturas son cauces de humanización, también tienen la tendencia a absolutizarse. Esto puede ocurrir cuando su prestancia es tal que tiende a equiparar prácticamente ser de esa cultura y ser humano. Cuando esto ocurre, la cultura tiende a extraviar a sus adherentes ya que en vez de invitarlos a transitarla transformadoramente para humanizarse, les ofrece la mera adaptación, convenciéndoles de que en ella consiste la humanización. Esto tiende a ser aceptado porque es más cómodo para ellos. En este caso es claro que el sujeto queda reducido a la condición de miembro de su cultura. La absolutización de la cultura conlleva la relativización de los sujetos. En cambio los sujetos que resisten a esta tentación compulsiva, se hacen doblemente sujetos: en primer lugar porque utilizan su cultura como mero camino para humanizarse y así mantienen con ella relaciones personalizadoras, fecundas para ambos; y en segundo lugar por tener que realizar este camino a contracorriente. Si resisten la tentación de ir al extremo opuesto y hacerse meramente contestatarios, lograrán con su actitud no sólo trascender personalmente sino que la cultura finalmente trascienda relativizándose.

Los integrantes de las diversas culturas, en cuanto las viven personalizadoramente, pueden entenderse entre sí, pues todos aspiran a lo mismo. Este diálogo intercultural, cuando se da desde esta perspectiva, es una palanca excelente, tanto para que aparezca más claro qué es eso humano a lo que todos aspiran, como para que cada cultura descubra lo que en ella es camino y lo que es obstáculo para humanizarse.

Así pues, la pregunta de si el sujeto se determina desde su libertad moral o desde su humanidad a la que tiende su libertad, equivale a la cuestión de si el sujeto se define por su libertad moral o si la libertad moral es un atributo del sujeto. Esta pregunta a su vez puede ser reformulada como una indagación acerca de la relación entre lo que es el sujeto y lo que está llamado a ser. Si miramos los componentes de cada sujeto, podemos constatar que en sus fases menos desarrolladas, que a veces pueden durar toda la existencia, parece ser un componente de una cultura, una variante individual de lo que se agita en ella: uno de su familia, de su grupo escolar, de su generación, de su sociedad, de su etnia. Pero su libertad moral actúa en orden a sopesar cada elemento que lo constituye para profundizarlo, transformarlo o negarlo. La pregunta es de nuevo, en base a qué parámetro. El parámetro es lo que está llamado a ser, es decir esa humanidad que persigue. Esta humanidad no es una idea platónica, una entelequia. Pero sí es una misma realidad que atrae a cada ser humano. Por eso, repitámoslo, nos podemos encontrar y reconocernos seres humanos de todas las culturas de la tierra. A pesar de muchos malentendidos, este encuentro hoy acontece masivamente. Eso significa que todos llevamos dentro la aspiración a participar de la misma humanidad cualitativa que nos sobrepasa.

Quiero destacar un solo punto: la aspiración a la humanidad cualitativa es aspiración a la humanidad real: Sólo es humano el que, al afirmarse él, afirma a todos los seres humanos. Esta afirmación en esta época de mundialización, se valida sólo al dar pasos reales hacia un reconocimiento efectivo de cada cultura y pueblo, de cada ser humano. Este reconocimiento tiene que tener expresiones políticas, sociales y económicas, pero su expresión más elemental es el cara a cara con otros reconociéndolos como otros y como de la misma dignidad y de la única humanidad.

La absolutización de la humanidad tiene como efecto la relativización tanto de la familia como de la etnia como de los diversos conjuntos a los que se pertenece. Relativización significa tres cosas: la primera, la desabsolutización de estos conjuntos que no raramente se autonomizan y absolutizan. Es la desfundamentalización de todos los fundamentalismos. La segunda, la referencia de cada particularidad a la humanidad cualitativa, que no es un paradigma particular trascendentalizado sino esa humanidad que todos llevamos dentro y a la que aspiramos asintóticamente. La tercera, la afirmación de estas particularidades, desacralizadas y vueltas trasparentes, afincadas en la realidad y por tanto, en el lenguaje que empleamos antes, no ya particularidades sino concretos. Esta afirmación de los concretos es insustituible. Sin ella la aspiración a la humanidad cualitativa se torna idealista, vacía. La realidad reluce en lo concreto, que es abierto, dinámico, transformador, para los sujetos que se hallan implicados en ello.

Creemos por eso que la pregunta que nos planteamos no puede ser resuelta ni inclinándose por la libertad absoluta, constituyente, ni por la facticidad cultural e individual, sino por el dinamismo, que comanda la libertad moral, para pasar de lo particular a lo concreto, para dirigirnos hacia lo humano cualitativo sabiendo que el único camino que tengo a mano es el de mi propia cultura y el diálogo intercultural, pero entendiendo que las culturas son cauces y que al transitarlas las transformo y sólo así las salvaguardo en su positividad. Éste es el modo de constituirse el sujeto humano, una constitución siempre inacabada, un sujeto siempre abierto, una libertad siempre situada y liberándose sin que ningún acto pueda liberarla de una vez por todas.

 

el paradigma humano es concreto y por eso no adecuadamente conceptualizable

 

Para los cristianos la humanidad cualitativa a la que aspiramos no es ninguna entelequia sino que tiene un nombre concreto: Jesús de Nazaret. Por eso para nosotros humanizarnos es seguir a Jesús de Nazaret. Eso significa que Dios lo ha resucitado. Resucitarlo no es devolverlo a la vida sino constituirlo en nuestro Señor. No es nuestro Señor porque domina sobre nosotros sino porque nos revela a la vez quién es Dios y quiénes somos los seres humanos. No nos revela algo que existía ocultamente sino que, atrayéndonos desde el Padre y enviándonos su Espíritu, nos posibilita ser lo que él es: hijos de Dios y hermanos de todos. Jesús se hizo hermano porque tenía el corazón de Dios, y así al hacerse hermano, hacía también a Dios Padre nuestro; al llevarnos en su corazón y ser acogido por Dios, nos introdujo en el corazón de Dios.

Seguir a Jesús no es dejar de ser lo que somos para imitar lo que él fue. Imitarlo equivaldría a abstraernos de la historia, que es una dimensión ineludible de nuestra existencia y a negar nuestra propia realidad. Seguirlo es establecer una correlación: vivir con nuestra realidad en nuestra situación de modo equivalente a como él vivió con su realidad en su situación. Como ni nuestra realidad ni nuestra situación son las mismas que las suyas, el seguimiento excluye la imitación. Es cada uno quien tiene que inventar esa equivalencia. La fidelidad del seguimiento no puede ser sino creativa. Por eso el seguimiento excluye también la sacralización de cualquier ley. El Espíritu que Jesús envía desde el Padre a cada ser humano es Espíritu de libertad porque es espíritu de hijo, no de esclavo (Rm 8,14-15), pero libertad constructiva porque es espíritu de hermano (1Cor 10,23-24).

No todo en Jesús es paradigmático. Lo es su espíritu de Hijo de Dios y de Hermano universal. Ese espíritu está contenido en los evangelios. Los evangelios son la proclamación de una fe y su anuncio en forma de narración. Por eso el paradigma que es Jesús no es adecuadamente conceptualizable. Así se preserva a los creyentes de la tentación de reducir la persona concreta de Jesús a unas notas abstraídas de la historia. A Jesús se lo conoce narrándolo y siguiéndolo. Si lo paradigmático de Jesús son relaciones constituyentes, sólo entablándolas nosotros desde nuestra realidad en nuestra situación participamos de su misterio. Jesús atrae nuestra búsqueda y así la orienta, pero no la sustituye sino que por el contrario la potencia al máximo porque sólo en él es verdad que el ser humano supera infinitamente al ser humano. El seguimiento de Jesús impide descansar en el cumplimiento de una normativa o en realizaciones, por muy espléndidas que sean: siempre quedará más camino que el que se ha recorrido.

Si el arquetipo es Jesús de Nazaret, que no es adecuadamente conceptualizable, que sólo es narrable, y si el acceso a él sólo se da en el seguimiento, ya que la luz que arroja es la luz de la vida, es decir el sentido que va alumbrando el seguimiento, eso significa que los cristianos no podemos sacralizar sistemas explicativos o preceptivos ni utopías entendidas como modelos imaginativos. Jesús como paradigma no es, pues, un libreto en el que leo lo que tengo que hacer en cada caso, que degrada el hacer a representar lo escrito de antemano. Al ser el seguimiento el modo de relacionarnos con él, no sólo no le quitamos valor a la historia sino que excluimos la imitación porque incluimos tanto nuestra realidad como la de la historia como datos insoslayables. Es cierto que no puedo seguir a Jesús si desconozco su modo de habérselas con su situación, pero tampoco lo puedo seguir sólo con esa luz; necesito igualmente insertarme dinámicamente en mi situación y conocerla desde dentro para establecer la correlación. Seguir a Jesús encierra ciertamente la referencia a él, de ahí que se conciba como acto de fidelidad. Pero como esa fidelidad se da desde mi realidad y desde mi situación, la fidelidad no puede ser sino creativa. Es un acto del propio sujeto, un acontecimiento en el sentido más denso.

 

religación con Dios y autoconstitución como sujeto

 

Después de todo este recorrido quisiera volver a la pregunta que motivó este apartado: la libertad o más concretamente el sujeto ¿se determina desde sí mismo o asumiendo la realidad? La respuesta es que el sujeto que no asume la realidad es un sujeto ilusorio, es decir que no es un sujeto. Pero complementariamente habría que decir que tampoco lo es quien se funcionaliza completamente a las estructuras vigentes, como tampoco quien balancea la funcionalización con una vivencia privada atenida a sus apetencias, ni quien se entrega de modo fundamentalista a una colectividad y finalmente a sus representantes para no quedar absorbido por las estructuras, en este caso por el fundamentalismo de mercado.

Como el mercado presiona totalitariamente, el sujeto se construye como resistencia. Pero, con tal de que no considere al mercado como fetiche, pues en ese caso al absolutizar al mercado como una divinidad que vive sacrificando a las personas, el sujeto se reduce a un satélite que gira alrededor del fetiche al que maldice y de ese modo pierde su libertad y la condición de sujeto. La resistencia es un momento imprescindible del sujeto, pero no puede totalizarlo. Libertad no es sólo no ser absorbido por la lógica dominante sino más profundamente todavía convertirse en fuente de la propia vida. En este sentido decir sujeto es decir genuinidad: que la vida concreta vaya naciendo de dentro.

Pero aquí viene precisamente la dificultad de la Ilustración: si mi vida tiene que nacer de mí ¿cómo va a ser puesta en la realidad por el amor de Dios? El problema que se encontró la Ilustración es el de muchas tradiciones, cuya racionalidad y equidad no era patente, incluso cuya inequidad era palmaria, pero que venían avaladas por la tradición religiosa y directamente intimadas por la jerarquía eclesiástica, que reivindicaba para sí la garantía de Dios, a quien decía representar. El problema era más generalmente el de la autoridad de la institución eclesiástica en la organización y control de la vida social, desde la ciencia a la política, pasando por la ideología y los símbolos, los usos y costumbres. La jerarquía pedía una heteronomía consecuente y consentida que imposibilitaba la constitución del sujeto. Y el garante que invocaba era Dios. En definitiva ese Dios de la jerarquía privaba de autonomía a la sociedad y a la persona; en este punto tan decisivo las privaba de su dignidad.

El concilio Vaticano II aceptó sin reservas esta crítica y consagró la autonomía de las realidades temporales respecto de la institución eclesiástica. Pero insistió que la vocación del ser humano era común a toda la humanidad, lo que implicaba que cada individuo, al afirmarse absolutamente a sí mismo, tenía que afirmar también a los demás, y que cada sociedad no podía encerrarse en sus propios protocolos sino que para constituirse humanizadoramente debía caminar a la constitución de una familia de pueblos que reconociera la diferencia y la común dignidad. Así pues, la autonomía de la institución eclesiástica no consagraba el principio del particularismo irresponsable sino que enviaba a la realidad histórica, ya que fuera de ella era ilusoria la pretensión de constituirse como sujetos.

Esta realidad histórica es investigada por las ciencias humanas y por la filosofía, y expresada y recreada en otro registro por la literatura y las artes. A ella se refieren también las religiones. El cristianismo propone por un lado que es el amor de Dios el que nos hace reales y que aceptarlo consiste en actuar a partir de él. Insiste en que el amor se realiza en la libertad mutua que comienza por el respeto al otro, a todos, y se realiza al querer y buscar su bien. Pero por otro lado insiste en que el ser humano, si por un lado está abierto a la trascendencia, por otro tiene la propensión de hacerse ídolos. La raíz de la idolatría está en concebir a Dios por el poder, un poder más o menos modulado por el amor, pero poder en el sentido de obligar por las buenas o por las malas a los demás a hacer su voluntad. Un Dios así engendra a la vez sumisión y resentimiento. Este Dios es incompatible con la constitución del ser humano como sujeto. Y este Dios está siempre presente, tanto en nuestra conciencia como en las religiones y en concreto en el cristianismo y más específicamente en la institución eclesiástica. De esa imagen viene el sentirnos amenazados por Dios y culpables ante él, como la pretensión de transarnos con él e incluso de utilizarlo, pagando el peaje que sea necesario, como el resentimiento más o menos larvado respecto de él. La Biblia tiene una conciencia tan acusada de esta irrefrenable propensión a forjarnos esta imagen de Dios que el primer mandamiento es no hacer ídolos. Por eso para los que nos profesamos religiosos es sano que otros, agnósticos o positivamente ateos o más desde dentro los profetas del Dios vivo, nos prevengan contra esta idolatría más o menos solapada. Aunque también es sano que los ateos se pregunten si el Dios que niegan no es el que también niega la Biblia y desde luego aquel en nombre del cual fue crucificado Jesús de Nazaret.

Así pues aceptar la relación de Dios que nos constituye es ciertamente incompatible con una autoafirmación autárquica, que sin embargo es ilusoria, pero es perfectamente compatible con una relación de fe, tanto la fe que él tiene en cada uno como nuestra fe en él. Recordando que la fe es la relación humanizadora por excelencia ya que se basa en la libre autocomunicación al otro como en su libertad respecto de mi don.

 

4.- UN SUJETO EMPEÑADO EN NO ENVEJECER Y EN PERDURAR INDEFINIDAMENTE

 

empeño particular de sus fautores e imaginario ambiental

 

Parecería que este tema pertenece más bien a la ciencia-ficción que al imaginario de la mayoría y que por eso no tendría mucho sentido dedicarse a él. Quisiera responder, primero que se está invirtiendo muchísimo dinero, tanto en detectar los mecanismos específicos del envejecimiento de cada organismo para encontrar el modo de retardarlos o contrarrestarlos de manera que un ser humano pueda permanecer en un estado orgánico de juventud, como también en revertir el envejecimiento de los que no llegaron a tiempo. Más aún, está seriamente plateado el tema de la muerte para retardarla indefinidamente, conservándose el individuo dentro de una calidad de vida que no la haga desear. Esto significa que hay gente con altísimo poder adquisitivo y personal altísimamente especializado que se han planteado con todo rigor científico los temas del envejecimiento, la enfermedad y la muerte para intervenir en esos procesos, considerados hasta hoy como naturales, de modo que el ser humano pueda liberarse hasta cierto punto de ellos y programar su vida orgánica desde su proyecto de vida. Como todo esto está en marcha es preciso referirse a ello. Pero también hay que hacerlo porque, si hoy por hoy las intervenciones son costosísimas y los éxitos muy modestos, sin embargo el tema sí ha trascendido y empieza a insinuarse con fuerza en el imaginario ambiental. Son muchos los libros y películas a medio camino entre la vulgarización científica y la ciencia ficción que tienen la virtualidad, muy superior a su contenido específico, de proponer esta posibilidad como algo no sólo en marcha sino al alcance de la mano. Más aún, no pocos de ellos lo dan como un hecho y exploran el impacto de estos nuevos humanos en los humanos comunes y corrientes. Así pues, si la mayoría de la gente no atisba a ver que van a pertenecer a esos nuevos seres humanos, sin embargo, la mayoría sí está pensando en ellos, incluso está planteándose el sentido humano de esta dirección vital.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que hoy la mayoría de los experimentos sobre el cuerpo humano tienen que ver con la expectativa de ganancia de las corporaciones que investigan, ligada al objetivo de patentar el descubrimiento. Un segundo motivo, vivamente actuante en no pocos científicos, es la pasión por la investigación: la deconstrucción del cuerpo humano para reconstruirlo cuando se degrade por la enfermedad o para construirlo de otro modo. Lo primero es la ingeniería genética y lo segundo la manipulación genética que busca subhumanos superespecializados y dóciles, y superhombres más inteligentes que los demás y con férrea voluntad de mando, a la vez que saludables. Un tercer motivo, que de ningún modo debe descartarse, es la genuina simpatía y compasión por los demás seres humanos, empezando por los que sufren, más si son de su misma cultura o incluso de su entorno. Pero en este caso el motivo casi exclusivo, aunque esté también presente la ganancia y puede ser que el altruismo, es la voluntad de los que les pagan y de los investigadores (por este orden) de llegar a participar ellos mismos de estos descubrimientos, una voluntad angustiosa y obsesiva en algunos y no tan pertinaz en la mayoría porque no lo ve factible para ellos, dada la edad que tienen.

Antes de restringirnos a la pregunta específica que trataremos a continuación, queremos insistir que, sean cuales sean los motivos, y ya hemos asentado que la genuina simpatía y la compasión de buena ley nunca están ausentes del todo, esta dedicación científica, de la que es expresión la ingeniería genética, es hoy la dirección más revolucionaria y el bien civilizatorio más trascendente de esta figura histórica. Optimizar al sujeto humano es siempre deseable. El Salmo 90 asienta una convicción bastante compartida hasta casi ayer: ?nuestros días alcanzan setenta años/ los más fuertes, tal vez ochenta/ pero casi todos son trabajos?. El que lo que fueran cotas máximas se hayan convertido hoy en   expectativa promedio de vida en la mayoría de los países y el que los trabajos se balanceen más satisfactoriamente con los gozos y con una cierta normalidad es algo de lo que la historia reciente, sobre todo el siglo pasado, puede enorgullecerse. Así pues no es de esto de lo que estamos hablando.

 

¿es sensato plantearnos no envejecer y vivir indefinidamente?

 

Para preguntarnos por el sentido humano de esta propuesta en marcha recordemos nuestra insistencia en que lo humano cualitativo tiene que ver con toda la humanidad. Pues bien, presupongamos que estas investigaciones tienen éxito y se logra detener el envejecimiento y curar las enfermedades, en suma retrasar la muerte indefinidamente. ¿Qué significa esta opción? Significaría la absolutización de esta generación. Esta generación decide no pasar. Luego también decide no dar paso a la siguiente. Decide perpetuarse. ¿Es esto humano? ¿Es ésta una decisión signada por la libertad moral?

Vamos a responder a dos niveles. El primero es meramente fáctico. ¿En qué se ocupará esa duración indefinida? Jorge Luis Borges tiene un cuento titulado Los inmortales. Un viajero ve unas masas entre piedras y vegetales, al fin descubre que son seres humanos que tienen la maldición de no morir. El que no exista ni el pasado ni el futuro porque cualquier experiencia puede llegar a repetirse indefinidamente, el que todo haya sido ya pensado, dicho y probado, les hace acogerse al olvido, a la parálisis de seres vegetales o pétreos, no por cierto por el dolor de ser vivo ni la pesadumbre de la vida consciente, por los que Rubén Darío llegó a decir ?dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura/ porque ésa ya no siente? sino porque no se quiere ser ya ser vivo y no se puede dejar de serlo. En este cuento hay mucha sabiduría.

Para imaginarse el infierno no hay que montar escenografías terroríficas ni tormentos espantosos; basta con imaginar esta vida, incluso lo que más le gusta a uno de ella, sin término. Se pasa del ansia al hartazgo, al enervamiento, a la indiferencia, al hastío, a la crispación, al desespero, a la obsesión por poner fin a todo, a la entrega a un estado entrópico. La vida eterna, que nos entrega Dios por medio de Jesús, no es llamada eterna porque no se acaba. Ya hemos visto que eternizar esta vida es un contrasentido. No se acaba porque es eterna. Y ¿cuál es la única vida que, digámoslo en nuestros términos, puede resistir la prueba del tiempo? Sólo la vida de Dios. La vida eterna no es otra cosa que la participación de la vida de Dios como hijos en el Hijo único Jesús.

El encanto de esta vida humana es su mutación constante hasta la muerte. Cada experiencia es única, los mismos elementos en fases diversas de la vida dan lugar a experiencias distintas. Es totalmente distinto tomar un niño en brazos como madre que como abuela que como bisabuela que como hermana. Como todo es irrepetible, incluso lo doloroso puede recordarse con sentido. Todo puede convertirse en experiencia, en sabiduría de la vida. La fugacidad es cierto que duele, pero también contribuye a no desperdiciar ningún día sino vivirlo todo a plenitud.

Las edades cambian imperceptiblemente. Dan lugar a realizar aprendizajes y a vivir momentos inolvidables; pero cuando ya uno empieza a acostumbrarse, cuando le parece que domina la escena, cambia el escenario y cambian también los actores: hay que comenzar en alguna medida de nuevo, aunque con las experiencias acumuladas.

Es cierto que el ritmo de mediados del siglo pasado, con una expectativa de vida tal vez el doble que la del siglo anterior, era muy distinto al de las épocas en las que había que hacerlo todo apresuradamente. A fin de siglo en los países avanzados el ritmo de las edades se desbalancea al ocupar la tercera edad y sobre todo la vejez un tiempo que a las otras generaciones les parece desorbitado, porque les parece que hipotecan sus propias vidas: la tercera edad por los recursos destinados a ella y la vejez enferma por los cuidados intensivos que requiere. El de la vejez es hoy un tema sin resolver en los países desarrollados. También por su parte mucha gente vieja y enferma quisiera morirse ya y pide que no la den más medicinas y la dejen morir en paz, aunque la mayoría se aferra a la vida y a los que le rodean.

¿Es sensato plantearse no envejecer y vivir indefinidamente? Precisamente anotábamos que el primer problema de muchos sujetos actuales es la pobreza de la intuición sensible, la dificultad de llegar a la experiencia de la realidad. ¿Nos hemos preguntado para qué queremos vivir indefinidamente, cuando no somos capaces de vivir con fluidez y una cierta plenitud esta vida que tenemos?

 

la voluntad de perdurar, expresión de la voluntad de poder

 

No veo más móvil en la voluntad de perdurar indefinidamente que la voluntad de poder. No creo que el proyecto de perdurar esté ligado al deseo de seguir disfrutando indefinidamente del bienestar. Estoy seguro de que no obedece a la sed de eternidad que hay en el amor verdadero. El amor verdadero es el que es capaz de entregarse a un ser mortal, sabiéndose él mismo también mortal. Es cierto que en el acto de amar a fondo hay una especie de eternidad, aunque se dé en el tiempo. Para nosotros los cristianos se da una verdadera eternidad: amar de ese modo es vivir la vida de Dios. Por eso para nosotros ese amor es semilla de eternidad. Ésa es nuestra esperanza.

El proyecto de perdurar indefinidamente pertenece a otra constelación: tiene como meta pasar de esta vida, que se experimenta como recibida, a una vida que nazca y que dependa de mi proyecto vital. La vida de estos seres humanos no sería ya un acontecimiento y un proceso naturales sino un acontecimiento que nace de la determinación humana, de su voluntad, que se ha decantado por fin como capacidad. La vida seguiría siendo natural porque seguiría siendo orgánica. Pero no lo sería en cuanto que los organismos, extraídos de la naturaleza, son cultivados, reproducidos y transformados por los seres humanos. Es ya su voluntad la que rige las mutaciones. El ser humano sería literalmente un artefacto. Uno sería el que se ha hecho a sí mismo en un sentido mucho más radical que antaño. Antes la expresión se contraponía a heredero, e indicaba que el individuo no era producto del conjunto en el que se había levantado sino de su energía creadora. La expresión se refería al estatus económico, social y cultural. Ahora se refiere al propio organismo que es el soporte estructural de la persona. Uno ya no es hijo de sus padres, en definitiva hijo de la fecundidad de su amor que lo deseó; ni siquiera, en cierta mediada, es hijo a nivel orgánico, sino que llega a hacerse hijo de sí mismo. ¿No es éste el sujeto propiamente dicho? Y en él ¿no es la voluntad creadora el origen de todo?

Este planteamiento me parece revelador: pone al descubierto la dirección a la que apuntaron muchas voluntades durante siglos en occidente y en otras culturas. Frecuentemente se planteó en competencia con Dios para desbancarlo y hacerse dioses. Otras veces era la desnuda voluntad de poder la que buscaba anular el hecho de haber sido puesto en la existencia, volviendo a ponerse desde sí mismo.

En este diseño el sujeto sigue siendo, por supuesto, un ser de necesidades; pero la diferencia es que ahora es él mismo el que las satisface. El sujeto es ante todo un agente y este agente es tendencialmente autárquico.

 

la voluntad de poder no es expresión de libertad sino que violenta la realidad

 

Ante este sujeto tenemos dos preguntas. La primera es si un ser así será feliz y la segunda si esa libertad será una libertad liberada, una libertad ética. Creo que la realización del sueño haría ver que el sueño era en realidad una pesadilla. La voluntad de poder sólo se alimenta de sí misma. Es una mala infinitud, por eso no conduce a la plenitud, no trae felicidad, sólo ansia inexhaurible. Y no trae alegría porque no hay en ella libertad sino entrega sin reservas a una pasión devoradora. No hay dignidad moral en la autarquía por la falta radical de reconocimiento del otro, por la negativa a anclarse en la realidad.

Decíamos que la aspiración a la humanidad cualitativa es aspiración a la humanidad real. Esto es así porque el ser humano es un ser religado. El extravío empieza cuando se equipara religación a sometimiento y se la vive como tal. No es sometimiento porque es el amor creador el que concibe la realidad como una estructura dinámica, cada vez más internamente diferenciada y mutuamente referida. Sólo el amor tiene la virtualidad de poner lo distinto de sí fuera de sí como algo en sí. El amor crea a la vez autonomía y referencia mutua, y los lazos son tan libres como la autonomía de cada ser. Autonomía no es autarquía, es hacerse cargo de esos lazos que interactúan simbióticamente con el centro que es uno y participan así de su constitución, y secundar desde el centro que es uno ese dinamismo, que busca lo humano cualitativo, que es inalcanzable. La pretensión autárquica va en contra del dinamismo de la realidad que no concibe los núcleos sin las redes que los posibilitan, ni las redes sin los núcleos que las dinamizan y dirigen. Como decía Bertold Brech, es obvio que la pirámide de Keops no la construyó ni siquiera la diseñó él. Él era sólo el dueño y el enterrado en ella. La voluntad de poder, y frecuentemente la historia que está a su servicio, olvida que el individuo, al margen de las redes en las que está inmerso, es una abstracción. La base de esta abstracción es la voluntad de poder que violenta esas redes de modo que no sean ya simbióticas sino asimétricas y aparentemente unidireccionales, aparentemente porque lo único que es unidireccional es la voluntad de uno que se impone sobre la mayoría, no los flujos vitales concretos, que, como mostró Hegel en su dialéctica del amo y el esclavo, van más bien en la dirección contraria, con lo que a la postre el dominio viene a resultar vacío y acaba por serle arrebatado.

A nivel de la humanidad, el esquema de la lucha de todos contra todos para que prevalezcan los mejor dotados (que es el de la dirección por ahora dominante de esta figura histórica, pero que no expresa sus mejores potencialidades ni otros dinamismos que se agitan en ella) no expresa el dinamismo de la realidad sino la voluntad de poder que lo violenta. Es esta misma voluntad de poder individual la que instaura ese juego macabro e impide una relación simbiótica. El que no comprende esta correlación insiste en el fomento del individuo por todos los medios posibles, sin percatarse de que entonces no lucha con la fuente de la perversión sino que, si no está muy sobre aviso, contribuye a ella. En efecto, es cierto que lo contrario a la ley de hierro del mercado totalitario es el individuo que no se deja llevar por el esquema de productor-consumidor, sino que lo relativiza, afincándose en sí mismo. Pero es fácil que para oponerse a ese poder gris que lo niega se afirme a sí mismo como voluntad de poder, con lo que lo que se instaura es una mera lucha de poderes. Lo contradictorio del mercado totalitario es el sujeto que libera su libertad y la expresa, no sólo en la creatividad individual y en el silencio sino también en el establecimiento de lazos simbióticos que se sustraen a la lógica del mercado.

 

el sacrificio, la libertad radical, es dar lugar a otras generaciones

 

La mayor muestra de renunciar a la voluntad de poder es la capacidad de sacrificarse por otros. Ya dijimos que ése es un componente fundamental de la ética y una expresión por tanto de la libertad liberada. Pues bien, el sacrificio más radical es el de dar lugar a otras generaciones, el no detener el mundo en el presente y su desarrollo indefinido, sino entregarlo a los que vengan para que ellos tengan también ocasión de disponer de él y dejar su huella. La relativización fundamental de sí mismo es aceptar la propia muerte como algo inherente a la propia realidad. Sólo así se libera la libertad y se depotencia la voluntad de poder. Entonces se instaura la edad como algo propio del sujeto, querido por él, aunque no pocas veces le duela o le origine nostalgia.

La afirmación de las generaciones venideras es así la correspondencia creatural al amor creador que nos funda. El bien primordial del otro es que sea, es ponerlo en la existencia, recibirlo, darle lugar, acompañarlo, ayudarlo a crecer, aceptar su competencia, recibir sus aportes y tal vez su reconocimiento y finalmente darle paso y despedirse de él. Eso es amor humano y humanizador. Ése es el verdadero sujeto humano que, porque ama la vida y sabe que la vida es fluencia abierta y simbiótica, no se la quiere guardar para sí, sino que la va gastando, viviéndola y dando vida, dando de sí, dándose hasta desaparecer. Ése sabe que sólo se tiene lo que se da. A nivel de lo estrictamente humano, de lo valioso, sólo se posee lo que se entrega. Sólo tiene alegría quien alegra a los demás, sólo tiene esperanza quien la siembra a su alrededor, sólo dando amor llega uno a convertirse en un ser amoroso.

La voluntad de poder que busca perpetuarse es propia de un ser enfermo y solo, de un ser humano estéril y por eso intrascendente. Por eso cuando en una sociedad la seguridad es la preocupación básica, es que esa sociedad ha perdido la orientación a la vida, la confianza primordial propia de un ser religado.

 

5.- EL SUJETO SE CONSTRUYE AL RESPONDER A LA VIDA Y HACÉRSELA

 

Este problema empata con el primero. Allí hablamos de la dificultad de la intuición sensible. Ahora vamos a focalizar un punto que como armónico ha venido saliendo incesantemente. Es el de la aceptación de la vida, la voluntad y el gusto de vivirla, la sabiduría de la vida.

 

los pequeños seres

 

El primer planteamiento es si se tiene acceso a la vida como tal o sólo a reglas de juego impuestas. ¿Qué puede ser la vida para un habitante común y corriente de la megalópolis? La vida ¿es el despertador, el trasporte masivo, marcar la tarjeta, el trabajo pautado, la comida rápida, insípida e indigesta, el trabajo de nuevo, otra vez el trasporte congestionado, la televisión, algún encuentro, alguna conversa acaso y el sueño poco menos que maquinal? ¿Se le puede llamar a eso vida? ¿Eso da para una existencia realmente individual o uno no pasa de ser un número de muchos colectivos, que pueden prescindir de él? ¿En qué sentido puede llamarse sujeto a alguien que vive esa vida? ¿Cabe el gusto en ese género de vida? Si una vida así tiene poco sentido ¿podrá vivírsela con sabiduría?

La primera novela escrita cuando Caracas iba en camino de convertirse en megalópolis llevaba este título significativo: Los pequeños seres. Estos personajes no dan para componer argumentos que acaparen la atención, ni siquiera para los melodramas chillones de las telenovelas. Sería impropio hacerles sentir incuso la náusea de Roquentin. El novelista se puede pasar horas, con una atención pormenorizada, viendo cómo no pasa nada, cómo no se siente ni se vive nada, constatando cómo las personas parecen objetos entre los objetos. Pero los personajes serían incapaces de invertir tanto tiempo seguido en un propósito . ¿Es que un mundo así tiene necesidad de sujetos para funcionar? ¿Será que sujetos son sólo los de arriba y algún que otro que logra zafarse de esta tela de araña viscosa y esterilizadora que impide que la vida pueda llamarse personal?

Esta situación histórica está signada por la técnica y por el mercado. La humanidad está embarcada en la tarea indetenible de construir su mundo y construirse a sí misma. La técnica es la palanca de ese proyecto y el mercado es la puerta para que cada ser humano entre en él. Este ser humano, insistimos, no se considera un ser natural sino un técnico que, desentrañando los elementos y fuerzas de la naturaleza, las usa para fabricar construcciones en las que vive y para moldearse también a sí mismo. Ahora bien, este sujeto es el colectivo de los científico-técnicos y de sus señores, los accionistas mayoritarios y los altos gerentes de las corporaciones mundializadas. El resto habita este mundo construido y tiene bastante con aprender las reglas de juego para reproducirlo y usarlo. Pero como en este mundo se le ofrecen muchas posibilidades para consumir y muchísimas más para acceder a ellas como espectador, él se hace la ilusión de ser sujeto al elegir entre ellas, aunque hasta esas elecciones le son impuestas sutilmente por la propaganda avasalladora. Las plazas de productor cualificado de bienes y servicios, es decir de investigador y programador, aumentan en su segmento más especializado, pero disminuyen en los demás, fuera del menos especializado que es la maquila y los trabajos más sucios y monótonos que nadie quiere ejercer. Por eso las grandes masas sólo tienen acceso a bienes y servicios de ínfima calidad que con frecuencia no cubren las necesidades básicas y no pocas veces ni las mínimas. Tienen que contentarse con el papel de espectadores del espectáculo de los que sí se definen por producir, poseer y consumir. Para esa masa de espectadores el intercambio de bienes y servicios es tan escaso, tan poco cualificado y tan desfavorable que, si ponemos en eso la condición de sujeto, habría que concluir que apenas lo son.

Para la mayoría de la humanidad la pregunta de quién soy yo tiene como respuesta verdadera que soy el que me someto o el que vivo sometido a los dictados de quienes organizan la producción y el consumo y producen y consumen cualitativamente. Esta sumisión se vive en el horario apretado, en las colas, en el trabajo insatisfactorio, en el consumo exiguo, en la estrechez y monotonía, en el no alcanzar, en el no decidir, no contar, estar fuera de juego, en la estrechez e inseguridad. Estar sometido a una situación umbrátil, de casi no vida, no cosas, no ser mirado ni llamado ni querido. Ese yo es el que sufre el peso gris y sin sustancia ni prestigio de la vida, una vida insípida que casi no merece la pena vivirse, que parece ya vivida, de segunda mano. Ese yo es el que de vez en cuando tiene alguna experiencia grata o por lo menos nueva, algo densa, algo de primera mano, algún placer, alguna alegría, sentir que uno está vivo, y sobre todo saber que soy alguien para alguno.

Muchos se debaten entre algo de poder, mucho de sumisión y algunas experiencias, algunos acontecimientos, algunos encuentros, algunos esfuerzos fecundos y un poquito de felicidad. Pueden decir que son un poco de cada cosa.

 

el cariño verdadero ni se compra ni se vende

 

Ahora bien, en esas condiciones se puede vivir de otro modo, hay personas que viven una vida verdaderamente humana, plenamente humana, en medio del aire envenenado, la vivienda estrecha, los utensilios envejecidos, el trabajo poco prestigioso, la exposición a enfermedades, la inseguridad e incluso la muerte antes de tiempo.

Estas personas tratan de capacitarse todo lo que pueden y de posicionarse en el mercado. En este propósito invierten recursos económicos, muchas horas, una dedicación paciente, creativa y perseverante. Pero no ponen en ello su realización ni el sentido de su vida. Estas personas pretenden ser sujetos de otro modo. Pretenden hacer algo único o por lo menos algo absoluto, en el sentido textual de desconectado del medio, es decir algo que nace de ellos y no es expresión de lo que se hace, se dice, se piensa, se vive. Más aún, en esas ocasiones, no pocas personas pretenden ser únicas, ser ellas mismas, aun en medio de todos los elementos recibidos que los configuran hasta cierto punto. Para poner el caso más característico de nuestra cultura, cuando una persona enamorada se dirige a la persona amada, se asume como alguien único que se relaciona de modo único con otro ser único. Aunque le diga lo mismo que se dijeron sus padres y que se dicen sus vecinos y amigos, se lo dicen con la conciencia de estar realizando un acontecimiento único. Y no piensan que eso es una ilusión, producto de una enfermedad anímica, de una manía que luego pasará. Por el contrario, creen que en la relación llegan a constituirse a sí mismos, que en la mutua entrega se regalan el ser incanjeable que son, se inventan a sí mismos, se recrean.

Ponemos este ejemplo porque es ejemplar, es decir tan sobresaliente que arroja mucha luz sobre lo que consideramos. En efecto, mucha gente piensa que por este amor merece la pena vivir, que sólo por él se arrostra con indomable energía la dureza de la vida, que él da fuerzas para resistir tantos contratiempos y compensa de tanto desgaste. Quiero fijarme en una característica, ya aludida, del amor: su carácter absoluto. Y la quiero aplicar al campo con el que hemos comenzado esta fenomenología: el campo del mercado. Ya lo dice la canción: ni se compra ni se vende. Y sin embargo las canciones son el campo que mejor expresa el dramatismo que genera esta situación ya que con frecuencia se queja el cantor de que el amado deja de servir al amor para entregarse al dinero. Al preferir el dinero, renuncia a la autenticidad, deja de ser persona; prefiere la existencia genérica de figurar y consumir a la íntima satisfacción de amar y saberse amado.

Claro está que siempre es posible argüir que las canciones expresan más deseos que realidades, que la realidad no queda expresada en este contraste sino más bien en el intento de composición de ambas dimensiones, lo que se suele conceptualizar como poner de acuerdo la cabeza y el corazón, donde cabeza equivale a condiciones materiales de la existencia, a posesión, ya que se necesita muchísimo amor para vivir de modo más estrecho que como pudiera hacerlo en otra hipótesis, y por otro lado para crear para el ser amado mejores condiciones de vida repotenciándose para hacerlo posible.

 

el amor se realiza en la vida, que es histórica

 

Creemos, en efecto, que la composición de ambas dimensiones expresa la constitución del sujeto con dignidad humana, con libertad liberada, ya que ésta se da cuando el amor se realiza en la vida. Hablamos del amor en todos sus armónicos: entre esposos, padres e hijos, hermanos, amigos, el amor al que necesita una ayuda material o un apoyo moral, el amor a la humanidad concreta, y desde ese amor y por ese amor a las personas, analógicamente, el amor al trabajo, a la vida, a la naturaleza, a la belleza, al arte, a la verdad, a uno mismo.

La separación entre el amor y la vida en los mitos de amor del occidente, el que por eso estos mitos se realicen entre adolescentes, entre ricos, y acaben en la muerte, es el síntoma trágico de que algo anda extraviado en la cultura occidental, o al menos en su imaginario. Para este imaginario el amor se consuma en el abrazo. No hay espacio para la vida ni para los hijos. Es un amor devorador. Por eso es un peligro para la sociedad y debe relativizarse, confinándose en los límites de la intimidad. Este concepto tan reductor y trágico del amor deja a la construcción histórica a merced de la voluntad de poder. Es imprescindible transformarlo para que fecunde la historia. Es cierto que el amor no se puede reducir a instituciones ni estructuras. El amor es siempre acción. Pero sí es cierto que esa acción incesante debe transformar una y otra vez las construcciones políticas, económicas y sociales para que sean buenos conductores de la acción humanizadora.

Esto no puede empezarse por lo público. Ha de comenzarse por la vida privada. Por eso lo primero, la condición de posibilidad de todo lo demás, es la humanización de la pobreza, la humanización de esas vidas multitudinarias. Lo primero es la acción capilar de individuos que se decidan a ser humanos ya, sean cuales sean sus condiciones de vida. Nada puede sustituir esta decisión de los sujetos, esta decisión que constituye a los individuos en verdaderos sujetos humanos.

 

asumir el don que se nos entrega y llevarnos mutuamente

 

Desde la perspectiva cristiana la obediencia elemental a Dios o, mejor dicho, la respuesta primigenia al amor creador de Dios es la decisión libre y cordial de vivir la vida, de vivir toda la vida con sus esplendores y limitaciones, de tomar en las propias manos esta vida que se nos entrega, de encargarnos de ella, ya que se nos ofrece como un asunto nuestro, para que carguemos con ella, a la vez que ella carga con nosotros. El sujeto que vive desde esta perspectiva sabe que no debe esperar nada particular de Dios, ya que el Creador se ha encogido, para decirlo gráficamente, para crear un lugar para nosotros, no su lugar sino el nuestro. Dios no mete la mano en la creación. Eso significaría que no se fía de nosotros. Dios al crearnos no sólo nos ha hecho suficientes y autónomos sino que he tenido tanta fe en nosotros que nos ha encargado de toda la tierra. Así pues, desde el punto de vista cristiano cada cosa es asunto exclusivamente nuestro. Dios sólo se encarga de todo, es decir nos sigue creando siempre con su amor constante.

Quien se hace cargo de su vida, no como un sacrificio sino como un don sagrado y como un encargo, no quiere descargarse en otros, ya que acepta el reto de vivir su vida y sabe que descargarse en otros es perder consistencia, negarse a vivir, desustanciarse. Un sujeto así reconoce en los demás a otros compañeros de camino, siente esa simpatía cordial ante quienes comparten el mismo don y el mismo reto, y así se capacita para ver al conjunto no como corredores haciendo la carrera en solitario, cada uno en su pista, sino como quienes hilan la misma trama y participan de la misma, de la única historia. Y así el que comenzó asumiendo su responsabilidad, comprende, complementariamente, que tenemos que ayudarnos a llevar las cargas y que tenemos que hacer cuerpo para llevar entre todos la historia.

 

  1. TIPOLOGÍA DEL INDIVIDUO DE PRINCIPIOS DE SIGLO

 

EN TORNO AL SUJETO

 

Después de abordar los tópicos más relevantes sobre el sujeto a principios de siglo, creemos conveniente establecer una tipología de la juventud que se levantó con la nueva época, ya que resulta muy sintomática respecto del modo en que la época influye en la constitución del sujeto o, para decirlo más concretamente, del modo como la dirección hasta ahora dominante que lleva esta figura histórica, dificulta su constitución. En el último apartado establecimos que en cualquier circunstancia, por más estrecha y tensionante que sea, cabe que el sujeto se constituya. Queremos poner de relieve complementariamente lo que esta nueva época influye, cómo tiende a configurar conductas, el modo como se sitúan ante ella y los caminos por los que cada tipo humano puede llegar a consolidarse como sujeto.

Lo primero que llama la atención es que la generación que está en la juventud, que se ha ido levantando con esta figura histórica, gira en torno al sujeto. A los que habíamos nacido y crecido antes de esta época, en cuanto somos alcanzados por ella, también se nos obliga a concentrarnos en él, bien porque el sujeto que éramos se ve radicalmente amenazado y, para defenderse, debe reforzarse o establecerse sobre bases más profundas, bien porque, al no encontrar ambiente propicio para actuar, se halla desorientado, desencantado, desanimado y aun tentado de claudicar, bien porque se ve retado a reafirmarse sea como sea y pagando el precio que sea, bien porque la época pone al descubierto que no éramos sujetos sino sólo individuos de conjuntos Así pues, lo que digamos de la juventud puede ser aplicado a las otras generaciones en cuanto caen bajo la órbita de esta nueva época.

Esta concentración de la juventud en el sujeto no hay que entenderla en el sentido del siglo XV y XVI cuando un número creciente de personas descubrían su ser individual y se afincaban en él hasta habitarse, construirse, desarrollarse y salir fuera de sí para experimentarse más a fondo en contacto con lo otro y para ponerlo en parte al servicio de sí mismo. No hay que entenderlo tampoco en el sentido de la Ilustración, que lleva esta tendencia hasta el extremo, al someter al tribunal de la propia razón todo lo recibido por la tradición y vigente por la autoridad de instituciones sacralizadas. Ni tampoco en el de la última modernidad occidental que busca hacerse a sí mismo en el sentido radical de ser también su propio modelo. Tampoco en la acepción del postmodernismo desarrollado que, partiendo de la posesión de la herencia anterior, se afinca en el individualismo extremo que desconfía de globalizaciones y proyectos a largo plazo y se entrega a satisfacer los deseos inmediatos, adaptándose a lo dado sin lealtad para sacarle el mayor provecho al menor costo.

La generación que en América Latina entra a la juventud gira en torno al sujeto por dos capítulos principales: Porque se siente a sí misma como problema, porque vive en la perplejidad, porque quiere lograr al menos una cierta consistencia funcional; y porque el entorno se le aparece como falto de inteligibilidad y sentido, como opaco, como adverso, como un campo de estímulos y propuestas en gran parte inasibles, como un mercado casi inagotable al que apenas y con gran dificultad se tiene acceso, como un caleidoscopio maquinal, sin alma.

Si eso decimos de la juventud que se ha levantado con esta época, mucho más hay que decirlo de la mayoría de los adultos que viven con la evidencia de que este mundo no es aquél en el que nacieron y se levantaron, que ésta es una época que llega a América Latina desde fuera de ella y sin su permiso, trastornándolo todo. Claro que ellos son sensibles a las innovaciones técnicas y las asumen con satisfacción, pero también perciben que han llegado un poco tarde y están en condiciones de inferioridad en cuanto a la habilidad del manejo respecto de los jóvenes. Pero sobre todo resienten que una serie de conquistas conseguidas muy arduamente respecto del contrato de trabajo y la seguridad social y más generalmente sobre el peso de lo político, les han sido arrebatadas casi de golpe, y eso les causa   estupor, ansiedad, incluso una angustia insufrible porque se ven remitidos al presente, como si los años de trabajo fueran más que un derecho una desventaja respecto de los jóvenes. Ven que la competencia es despiadada y que se les va pasando la edad para concursar con éxito, y que tienen no sólo un tren de vida sino más aún unas responsabilidades ineludibles a las que cada día resulta más difícil hacer frente satisfactoriamente. Esto, además del cambio de imaginario, de iconos, de gustos, de estilo. Ante la carencia de entidades colectivas y de instituciones públicas de solidaridad, estas personas se ven remitidas a ellas mismas y con frecuencia no saben cómo van a salir airosas y más en el fondo no aciertan a ver qué sentido tiene todo esto.

Esta situación, que la mayoría vive como problemática, puede ser enfrentada de modos radicalmente diversos. Los vamos a agrupar en cuatro, insistiendo en que nos referimos en directo a los jóvenes, pero también a los de otras generaciones en la medida en que caen bajo la órbita de esta época, teniendo, pues, en cuenta que muchos, viviendo en el mismo tiempo cronológico, no han sido tocados por la época, es decir afectados internamente por ella sino tan sólo afectados en cuanto ha sido modificado su hábitat.

 

1 ESTAR ADENTRO

 

Una dirección vital se encamina a la funcionalización absoluta para entrar en el mercado de un modo cada vez más firme y sostenido y así ponerse a valer por la posición entre los elegidos que están adentro y el consumo de lo que está en la onda. En esta dirección el problema de la constitución del sujeto como un en sí se resuelve eliminándolo como problema. La realización propia se da al estar dentro, en la onda, en lo que está la gente, en lo que tiene prestigio, en el mercado. El sentirse en la onda, el reconocimiento genérico de quienes también están adentro, son los estímulos y objetivos vitales.

Esto puede parecer volátil, poco consistente; pero para no pocos es suficiente ya que por una parte proporciona señas de identidad, tiene publicidad y notoriedad, uno sabe a qué atenerse, y por otra no compromete personalmente sino que todo se desarrolla en un cierto anonimato. Esta dirección se presenta como deseable para gente de todas las clases sociales. Estar adentro puede significar para unos tener un puesto de policía uniformado o guardia nacional o ser empleado de un banco o enfermera o maestra; para otros la meta es una gerencia media o médico especialista o profesor de universidad o dueño de un negocio. En cada caso el objetivo no es tanto realizarse por el desempeño de esa profesión. Esta gente no pretende tanto; le basta con ser del gremio, ejercer el oficio e investir sus atributos.

Estar adentro no es fácil, pues el mercado está siempre abierto y hay que convalidar permanentemente el puesto en él, y ello entraña costos energéticos y monetarios muy elevados. Hay que estar al día en el vestir, en la asistencia a lugares de recreación y esparcimiento de fines de semana y vacaciones, en el celular, en los programas de la computadora, en la suscripción de televisión por cable, en los sitios de internet, en el equipamiento de la casa, en el modelo de carro... Eso cuesta mucho dinero, normalmente más de lo que se gana. Pero además hay que reciclarse constantemente en el trabajo para no quedarse obsoleto y resultar excluido y para ganar siempre un poco más. Conforme la sociedad es impregnada por esta figura histórica, se hace más móvil, todo depende cada vez más de cada uno, hay que prestar una sobreatención constante a cada aspecto para no quedarse descolgado. Entregarse a este frenesí tiene sus compensaciones, pero exige todo. No sólo que no hay tiempo sicológico para pensar en otra onda, sino que hacerlo crea inseguridades que se ven como desventajas suicidas. Hay que jugar sin descanso. Ésa es la vida.

Una variante en esta dirección busca el posicionamiento en el mercado para satisfacer las apetencias de dominio, estatus o consumo. Aquí la funcionalización es sólo una estrategia para llegar a poseer lo que quiere el individuo o el precio que paga por poseerlo. En este caso sí se aspira a metas individuales. La relación con el ambiente está en función de lograr los fines del sujeto. El hecho de plegarse a los requerimientos establecidos no denota ningún tipo de lealtad a lo dado sino que por el contrario es expresión de una total desimplicación. Es un puro trueque: el sujeto da lo que le piden para que le den lo que él quiere. Pero en el mercado no se trata de otra cosa. Así que aunque al nivel del sujeto no sea una funcionalización total, para el mercado sí lo es.

En este caso, como no es el estar adentro lo que interesa ni da el sentido de la vida, la persona selecciona las variables de las que puede extraer los elementos que necesita para su propósito y desecha lo demás. Esto le deja libres muchas energías que tiene disponibles para sus apetencias. El único problema es que omita alguna variable decisiva. Este problema se puede presentar porque como no le interesa en sí lo que hace, puede no reparar suficientemente en ello; pero también la relación meramente utilitaria puede darle objetividad para captar los elementos de los que depende el seguir acarreando recursos de esa institución o actividad, para cultivarlos tanto cuanto los necesite para su objetivo.

 

2 IR PASANDO

 

Una segunda dirección es ir pasando: aun el largo plazo se va viviendo como si fuera corto plazo, tratando de dar lo menos y sacar lo más, sin ningún compromiso de fondo ni aun con uno mismo, ya que lo único que existe es lo que se va viviendo. El propio sujeto, las instituciones, todo lo que parezca estable suena a abstracción que le sacrifica a uno, es decir que sacrifica el presente que es lo único percibido como real. Esto puede vivirse de un modo desfondado en la cultura de la pobreza, o anárquicamente, si se es hijo de papá, o, lo que es más frecuente, guardando las convenciones para obtener la mayor estabilidad posible (aunque suene a paradoja); en realidad es pagar el peaje, tanto en la familia como en el trabajo, para que le dejen a uno en paz vivir su vida, que es entregarse al momento.

En esta dirección vital el sujeto en el sentido literal de la palabra (es decir, lo que subyace a las operaciones y a las transformaciones) desaparece. Vivir es fluir. La preocupación por mantener la continuidad, el esfuerzo por vivir de un modo coherente, la fidelidad a las relaciones personales, la pregunta por la identidad no tiene lugar. Lo que pasó ya pasó y perdió todo interés. Lo que vendrá con los años aún no existe y no se sabe si sucederá, y por tanto no tiene por qué preocupar. Lo que existe es lo que se tiene entre manos: esta oportunidad que no hay que dejar pasar o este problema del que hay que salir cuanto antes o este vacío que hay que ver cómo se llena. En este planteamiento no interesa la situación en cuanto realidad sino tan sólo como cantera de posibilidades o mar de dificultades. Sólo cuenta lo que me puede satisfacer ahora o lo que ahora me molesta o me humilla o me impide vivir, es decir de lo único que se trata es de satisfacer mis apetencias actuales.

En este modo de vivir sí existe el yo; es más, se puede decir que es lo único que existe. Pero es un yo caleidoscópico, mero actualismo. Aunque es casi imposible que no se vayan dando algunas constantes, ya que lo que a uno le gusta o disgusta o le da nota o le hace sentirse vivo o le pone de buen tono no es en cada caso algo aleatorio sino en el fondo cosas equivalentes. Además las oportunidades que brinda la vida no son tan variadísimas. Por eso a la larga y más pronto que tarde se pueden ver algunos hábitos, algunos cauces, algo, en suma, que se parece al sujeto.

Estas constantes tienen un peso y un significado muy diverso según como se viva ese actualismo. Pueden ser cauces meramente libidinales, casi sin ningún trabajo ni elaboración. En este caso el individuo se va elementarizando, desestructurando. Es un viaje en el que conforme se avanza, cada vez hay menos retorno, porque uno no retrocede a ser un animal sino a la animalidad, que en el ser humano no es algo en sí sino un componente de formaciones más complejas. Lo animal nunca se puede totalizar en nosotros: nunca vamos a ser animales. Lo que hacemos no es, pues, animalizarnos sino destruirnos. Este camino es el de las drogas, el de una genitalidad sin alteridad ni por tanto simbolización, el de la violencia devoradora, el del fisioculturalismo sin más referencias que las orgánicas, el de la desgana, el dolce far niente, que conduce a la entropía. El instinto de conservación funciona en muchas ocasiones como contrapeso de esta dirección disolvente: se prende la alarma y el individuo deriva hacia formaciones más complejas. Aunque a veces la alarma llega demasiado tarde o logra su objetivo a medias, y la persona no llega a levantarse del todo ya que queda esclavizado de por vida o por muy largo tiempo a alguna manifestación de la pulsión a la que se entregó.

Otras veces la dirección que guía de modo intuitivo este ir viviendo es la que teorizó Epicuro: la búsqueda del placer. El modo más tosco de entender el placer es la entrega a lo libidinal, con lo que caeríamos en lo dicho anteriormente. El otro extremo es el que señaló el propio Epicuro y que suelen olvidar quienes lo invocan: la búsqueda del placer con menos componente material, el placer más elevado, más duradero, que deje mayor satisfacción, que afecte más integralmente a nuestro ser. El placer de la contemplación de la naturaleza, el de la buena conversación, el del disfrute del arte y más aún el de la creación artística, el placer, pues, de cultivarse a sí mismo, el placer de la complacencia en los amigos, hasta el placer de las buenas obras. Como se echa de ver, la gama entre esto último y la entrega a lo libidinal es amplísima y puede ser recorrida en sentido descendente o ascendente.

También hay otra dirección: la entrega a la vida, el intercambio simbiótico con el medio, la experiencia de vivir, el participar de esa onda en incesante movimiento. En este caso del sujeto no queda sino la experiencia o la conciencia de la experiencia, el contenido no es sólo ni principalmente lo que sale de uno sino lo que respira, lo que se mueve y transforma, lo que se entrelaza y se descompone, o, mejor aún, el movimiento, el ritmo. Se trata de concordar con el acorde de la vida o que es la vida.

 

3 ARRIMARSE

 

La tercera dirección vital consiste en arrimarse a personas e instituciones que den al mismo tiempo seguridad, identidad y sentido. Así se resuelve a la vez, tanto el problema que es uno mismo como la inserción social como fuente de recursos vitales y de vida social. Esto puede vivirse de dos modos: uno, identificándose con esa institución (que puede ser la familia, una empresa o cualquier otra institución que tenga una dimensión económica); otro, ajustándose con ella en una especie de contrato tácito en el que el individuo da su aporte y recibe los favores institucionales, que utiliza para su desarrollo individual.

Identificarse con una institución o una persona es un modo de funcionalizarse ya que el sujeto no pretende constituirse como un ser en sí sino como un integrante de un determinado conjunto. La diferencia con el primer caso es que aquí no se busca entrar en el mercado sino por el contrario lo que se intenta por este medio es evadir su volatilidad, con el desgaste del esfuerzo constante y la inseguridad que ello genera. Este individuo renuncia a la versatilidad del mercado y de la moda como objetivos, y se restringe a las posibilidades y límites de esa institución o persona, una realidad mucho más estrecha que lo que ofrece el mercado, pero también más tangible, más estable y al alcance de la mano; aunque haya que pagar el precio de renunciar a la constitución de un sujeto autónomo e incluso auténtico.

Este último problema muchas veces no se ve porque la institución se presenta como algo prestigioso, valioso, incluso trascendente, sacralizado. No pocos empleados viven así su pertenencia a una gran corporación mundializada. No sólo es su medio de vida, es sobre todo su referencia que los pone a vivir a otra escala, una escala planetaria: ellos se sienten parte de algo que está presente por todas partes, incluso hablan en primera persona de plural al referirse a la empresa, lo que les da una enorme importancia a sus propios ojos. Puede ser que profesionalmente no le vaya muy bien en sus relaciones con el jefe o los compañeros y que gane poco, pero todo queda compensado por la pertenencia a esa gran familia mundial. Más aún suelen vivir así un número importante de los integrantes a las Fuerzas Armadas: el título introyectado de defensor de la Patria da un orgullo de cuerpo, que se convierte en una causa que torna la vida en algo sagrado e histórico, más allá de la vulgaridad cotidiana, algo más allá del alcance de las críticas y, lo que es más increíble, de las prácticas ramplonas e incluso corruptas. Esta aura de historia se les pega también a no pocos profesores de las viejas universidades estatales, muchas de las cuales vejetan en el sueño colonial y decimonónico y sus profesores en la rutina y el rentismo; pero eso no impide que aleguen estar cumpliendo la sagrada misión de llevar la luz de la civilización a nuestros países. Esta identificación llega al colmo en no pocos adherentes de la institución eclesiástica, que se identifican con ella más que con el cristianismo, que se sienten más representantes de la Iglesia que de Jesucristo. En todos estos casos la pertenencia a la institución torna invisible a los propios ojos el escamoteo del sujeto.

Hay que decir que, conforme una sociedad entra más decididamente en los cauces de la dirección dominante de esta figura histórica, se van reduciendo las posibilidades de arrimarse a una institución. Las corporaciones mundializadas tienden a concentrar su corporativismo en ellas mismas y por eso muchas de sus tareas auxiliares las subcontratan para deslastrarse de esa responsabilidad. Lo mismo podemos decir de la administración pública, que opera cada vez más a través de compañías privadas para evadir las cargas laborales. Hasta las universidades públicas, conforme se modernizan, se vuelven más móviles: más cuenta la meritocracia y menos el escalafón automático. Al fin, como corporaciones duras a nivel laboral quedan la Iglesia católica y el Ejército, más algunas áreas de la administración y algunas empresas muy cualificadas. Pero este horizonte aún pervive con fuerza en el ambiente y esa tendencia tiene consecuencias retrógradas en el intento de democratización del Estado.

 

4 VIVIR CON AUTENTICIDAD

 

El cuarto modo de afrontar la situación va en la dirección de tratar de consolidar el sujeto y a la vez de entablar una relación constructiva con la realidad. Hemos insistido en que ordinariamente el punto de partida es desventajoso y eso lo siente la persona con gran crudeza. Muchas veces no es gustoso bucear dentro de uno para toparse con la propia verdad, y más duro es aún aceptarla, es decir aceptarse. Muchos han vivido experiencias traumáticas de carencias, de marginaciones, cuando no de maltratos y desprecios. Y aunque también puedan reconocerse relaciones positivas, a veces han quedado heridas casi incurables.

También es muy cuesta arriba la pretensión de comprender la situación y mucho más aceptarla (aunque no se la apruebe) como situación de uno, es decir de la que uno se hace cargo y aun carga en la parte que le toca para tratar de modificarla superadoramente. La mayor parte de la gente capta intuitivamente que quienes usufructúan la situación les están sacrificando a ellos para seguir prevaleciendo y manteniendo su tren de vida. Los puestos que les ofrecen son limitadísimos y prácticamente tienen que vender su alma para aspirar a ellos, sin ninguna seguridad de llegar y menos aún de retenerlos. En estas condiciones optar por vivir en la realidad es casi heroico, tanto que no pocos sienten que es un reto que les supera.

Sin embargo un grupo minoritario pero no excepcional quiere seriamente vivir en la realidad, tanto la de su propio sujeto como la de la situación en la que está. El punto de intersección de ambos esfuerzos son las experiencias, que procuran vivirse con toda sinceridad de modo que en lo concreto se llegue a palpar la realidad, tanto la propia como la de la situación. En este escenario ni se utiliza la experiencia para el propio sujeto ni se instrumenta el sujeto para la situación: el intento es tener respeto, tanto a uno mismo como a los demás. No se entra en globalidades, pero se está en lo concreto con honradez y también con gusto.

Este tipo de individuo trata de vivir con autenticidad, es decir siguiendo ese impulso que siente más adentro que lo íntimo suyo. Ese diálogo interno lleva a la superación, tanto del ensimismamiento como de la dispersión. No es nada fácil obedecer a esta especie de voz interior; pero como dirección vital sí se encuentra en un grupo de personas, que de esta manera van logrando estar en lo que están, es decir en la realidad, como superación del subjetivismo caprichoso, del yoísmo, y de la hipoteca a la ley de hierro del mercado. Estas personas guardan su alma, conservan su libertad, y por eso, en medio de su debilidad, son capaces de aportes fecundos.

 

DISCERNIMIENTO DE CADA TIPO

 

Estas cuatro direcciones vitales frecuentemente se dan mezcladas. Los jóvenes ensayan varias a la vez o sucesivamente, hasta que a la larga una de ellas acaba llevando la voz cantante, sin que a modo de tendencias colaterales o subrepticias desaparezcan las demás. A veces se elige una y se procesa de modo estructural; pero queda otra como talante implícito aunque perceptible, como un tono, que en ocasiones funciona como contrapunto. Puede suceder que eso se viva como riqueza que el sujeto consigue integrar en la dirección elegida para su vida. Pero no raramente sucede que los demás e incluso en el fondo el mismo sujeto lo experimenta como opacidades e incluso como incoherencias. Eso explica los reacomodos que a veces se dan a medida que van pasando los años.

No sería justo considerar a ninguno de estos tipos como mera anomalía. Por eso vamos a tratar de mostrar a qué motivación de fondo responde cada uno y cómo apoyarse en lo razonable y positivo para procesar superadoramente lo menos valioso e incluso negativo.

 

1.- ESTAR ADENTRO

 

Si somos seres sociables, el estar en lo que se está no carece de sentido. El presupuesto de que lo que tiene vigencia, también ha de poseer alguna prestancia, ya que no todo puede ser pura apariencia, puro montaje, que si la gente lo prefiere, no puede estar siempre alienada, manipulada, y además, que quienes lo ofrecen tratan de ofrecer lo mejor que pueden, es un presupuesto que no puede ser rechazado, por mucho que se lo matice. Tienen razón de ser los maestros de la sospecha, pero por más que se sospeche de todo, no todo es engaño. Hay un sentido de lo cualitativo en muchos de los que ofertan y en muchos de los que consumen. Es cierto que el mercado actual es oligopólico, que está manipulado, que muchas veces las ofertas son meras variantes de un solo patrón; es cierto que para el común de los mortales, es decir para los que no tienen acceso sino a la cultura y al mercado de masas, las ofertas están más diseminadas, pero han disminuido en número y en calidad, es cierto que hay mucha basura, tanto en los contratos como en las mercancías; pero también hay avances técnicos que se han masificado y que significan una mejora cualitativa, y, si se sabe escoger, bastantes veces se encuentra algo que merece la pena, hasta en el trabajo.

Para los que sienten esa propensión a estar en lo que se está como el deseo más hondo, el camino podría apuntar en dos direcciones: ante todo a lo que acabamos de decir, al consumo cada vez más cualitativo, o, dicho en los términos de estas personas, a estar en lo que están quienes están adentro de modo cualitativo, sabiendo por qué están y qué buscan. Se trata de ayudar a que descubran que hay modos diversos de estar adentro: se puede estar por mero gregarismo y se puede estar seleccionando. Siempre se selecciona, a veces se hace por puro aburrimiento, a veces por curiosidad, a veces por gusto. El camino es elegir más conscientemente, evaluar lo producido o consumido hasta cualificarlos progresivamente. Nada de esto se aparta de la dirección vital de estar adentro, por el contrario, busca estar verdaderamente adentro, ya que lo que está en circulación es un torrente heteróclito en el hay que saber orientarse para no perderse sino ganarse.

La segunda dirección consiste en desear estar en lo que están quienes diseñan esta figura histórica, quienes poseen el secreto de la máquina; es decir, estar no sólo en la moda sino en los bienes civilizatorios y culturales más valiosos. La diferencia con lo anterior es que lo que se propone aquí es estar tan adentro que uno se conciba como uno de los múltiples productores de la figura histórica y no sólo como uno de los que actúan lo que otros diseñaron. Es pasar propiamente a la condición de sujeto. Esto no se refiere sólo a un científico de primer orden o un técnico innovador o un gran gerente o un político de primera línea o un artista que revolucione los géneros. Uno puede ser productor ante todo en la vida cotidiana tomándola en sus propias manos y moldeándola, también como activista de los derechos humanos o de la cultura de la vida o para conseguir mejoras en cualquier ámbito y a cualquier nivel. Claro está que esto supone un salto cualitativo, tanto para discernir entre la basura y lo realmente valioso, como en el esfuerzo para comprenderlo, producirlo y manejarlo. Pero ese salto puede estar propiciado por la motivación inicial de estar en la actualidad y consistir por la participación de lo que tiene vigencia.

Quisiera concluir diciendo que lo decisivo no son los resultados sino la dirección vital de estar adentro no ya como si la onda fuera algo que está ahí y cambia incesantemente como por arte de magia, como las olas del mar, sino estar adentro contribuyendo con muchísimos otros a producir y transformar incesantemente esta figura histórica que es obra de todos, sea como autores, sea como meros agentes y actores, y que debe ser responsabilidad de todos.

 

2.- IR PASANDO

 

Si somos seres vivos, el fluir, el constante intercambio simbiótico con el medio, es en principio algo no sólo valioso sino irrenunciable. Y es cierto que el afán de seguridad y la necesidad de triunfar en una competencia que tiene reglas tan fijas puede matar y de hecho agosta en muchos seres humanos la fluencia de la vida, el gozo de abrirse a la realidad y la convivialidad. Por eso es comprensible esa reacción drástica de dedicarse a vivir relativizando absolutamente, hasta donde se pueda, todo lo demás. Diríamos que es una reacción sana, la del que comprende que de nada sirve ganar el mundo entero, si se pierde la vida. Porque ¿qué puede dar uno a cambio de la vida?

Para estas personas el reto consiste ante todo en comprender lo que quieren salvaguardar a toda costa en esa dirección vital a la que se han entregado por considerar que en el esquema vigente de hecho se les negaba o se les concedía sólo como migajas. Si lo único que tengo entre manos es la vida y no quiero perderla, no puedo evitar preguntarme qué es esa vida que tengo entre manos, qué es vivirla, qué es vivir. No es una pregunta teórica. La pregunta muy concreta es si lo que estoy haciendo es vivir, si lo que vivo me satisface, si estoy contento con lo que vivo, o, para decirlo de otro modo, si vivo humanamente. La pregunta es, pues, si eso que buscan, vivir satisfactoriamente, lo consiguen así, si ese camino es viable.

Basados en la experiencia se puede ir comprendiendo que no es posible asumir sólo el punto de vista del yo en el presente, prescindiendo de la realidad o, visto desde otro punto de vista, que la experiencia muestra que el individuo es respectivo respecto de otros individuos y que esos otros individuos lo son respecto de uno, o que ellos y yo integramos sistemas, sea cual sea la opción que tenga respecto de esa posición que tieneo, de ese puesto que ocupa. Partiendo del estímulo y la respuesta, se acaba por ver, a veces dolorosa y a veces gozosamente, que el estímulo proviene de otros o de mí y la respuesta es mía o de otros. Vivir la vida contiene una complejidad que no es posible ignorar, si en verdad quiero vivirla.

La propuesta se afincaría en el valor irrenunciable que es vivir la vida, y por eso iría en la dirección de cómo ordenar toda la vida de modo que el vivir y la calidad humana de esa vida resulten de hecho el fin absoluto y lo demás sean realmente medios y se subordinen en verdad al fin. No es fácil lograrlo y quizás signifique renunciar por un lado a cotas de seguridad y status (de los que ya había prescindido en lo que estaba), pero por otro implicará también seguramente renunciar al cortocircuito del placer, es decir a satisfacer inmediatamente cualquier estímulo, ya que vivir no se reduce a satisfacciones inmediatas. Vivir requiere un arte, la sabiduría de la vida, que sólo se alcanza con una purificación constante, es decir con una entrega cada vez más indivisa a la vida, una entrega en cierto modo descentrada, no ansiosa sino confiada, y discreta o sea ponderada, razonable. Es imprescindible determinación y paciencia para avanzar en esa dirección, pero sin olvidar que en la vida sólo se puede avanzar viviendo.

La propuesta consiste en enriquecer lo que significa vivir, en cualificarlo, y en pagar algún precio por lo que se ve valioso. Lo que se retiene es no vivir nada que no merezca vivirse, que no sea valioso ya. Pero valioso no es lo mismo que agradable: si se quiere la vida no se puede ahorrar el esfuerzo y el dolor, que, vividos humanamente, contribuyen también a hacer la vida fecunda y enseñan cosas que no es posible saber de otro modo y conducen a plenitudes que sólo se logran así.

 

3.- ARRIMARSE

 

Si realmente existe la jerarquía humana, es una decisión sabia ponerse de discípulo de personas o instituciones en quienes se reconoce más experiencia, sabiduría de la vida y prestancia. Todos los seres humanos hemos comenzado la existencia arrimados a nuestros padres, y aunque es ley de vida emanciparnos de ellos, eso no significa que nos convirtamos en seres autosuficientes. Es sensato atenernos a opiniones de quienes consideramos mucho más expertos que nosotros en las áreas que no son de nuestra especialidad y de quienes consideramos como auténticos maestros en lo que traemos entre manos. “El que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija” es un dicho cuya verdad todos hemos experimentado. Si analizamos la trama social es verdad que existen en ella espacios bastante caóticos, otros configurados con leyes de hierro y otros más dinámicos y humanizadores. Así pues, ponerse de discípulos y entrar en estructuras e instituciones que nos ayuden a progresar humanamente y nos den seguridad básica en ese camino, parece una buena elección.

El problema es abdicar la propia responsabilidad, incluso la propia vocación, la vida auténtica, para encontrar un lugar seguro, confortable y respetable. La propuesta entrañaría, pues, el reconocimiento de lo que esa propensión tiene de sano, e incluso de explicable en esta situación de lucha de todos contra todos; pero no menos la necesidad de aceptar que para obtener seguridad no se puede pagar el precio de la inautenticidad personal, que la realización humana conlleva inevitablemente la aceptación de una cota de aventura y riesgo. Así pues hay que reconocer que hay que hacer justicia a esas motivaciones de fondo, pero uno no puede vender su alma para conseguirlas. Tiene sentido la pertenencia como un modo estable de vida, pero no a cualquier precio, no al precio de la despersonalización.

La dirección a proponer retendría la búsqueda de pertenencias estables, pero no corporativizadas sino democráticas, es decir pertenencias abiertas por un lado a la sociedad, a la que buscan aportar en una concurrencia leal y no ventajista, y abiertas por otro a la participación de sus miembros de tal manera que todos contribuyan a diseñar y gerenciar lo que todos comparten. Ahora bien, llegados a esta disposición la pretensión de arrimarse se habría transformado ya en la de participar. Se conserva el deseo de estar adentro, pero no se ve ya a la institución como una constante con la que mantengo relaciones asimétricas y no deliberativas a cambio de su protección, sino como una construcción social abierta que yo contribuyo en alguna medida a configurar. En este caso sí se daría la constitución del sujeto mediante la acción libre, deliberada, mancomunada y referida a causas realmente trascendentes.

 

4.- VIVIR CON AUTENTICIDAD

 

Para nosotros esta dirección vital es fundamentalmente positiva. Lo positivo no son tanto los logros cuanto la acción constante en la dirección de hacer justicia a la realidad desde la autenticidad. Lo que humaniza es la acción transformadora, cuando no es autoposición trascendentalizada o mera ejecución de pautas preestablecidas o puro voluntarismo.

El problema puede venir al entregarse a ella con el corazón dividido, sin reconocer y hacer justicia superadoramente a las propias necesidades, heridas, insuficiencias y deseos. Fundamentalmente sin reconocer lo que hay en uno mismo de las otras tres direcciones vitales. Hay que tener mucho cuidado de que la relación constructiva con la realidad se entable no desde un sujeto trascendentalizado sino desde el procesamiento del sujeto concreto que es cada quien. El occidente desarrollado, tras eliminar la trascendencia, no se atiene muchas veces a la mesura de sus propias dimensiones sino que tiende a trascendentalizar algo que sustituya a la trascendencia que negó. En este caso puede trascendentalizar al sujeto, que no sería ya ese ser concreto, ligado realmente a todo lo mineral, vegetal y animal de lo que procede (y que pervive en él) y más específicamente a la humanidad de la que forma parte, sino que sería tan sólo la conciencia de sí, la mirada sobre sí, o el ejercicio autoconstituyente de su libertad, o algún otro elemento, autonomizado del resto. Sería otra versión de la res cogitans de Descartes, que ve como contrapuesta a él, la res extensa, que pasaría a ser objeto para él, aunque se pueda alegar que la conciencia de sí es la conciencia del propio cuerpo, no como el cuerpo de uno sino como uno mismo, que es sujeto corporal.

Para nosotros el sujeto realmente humano es terreno el de la tierra (adán adamá), es hermano de todos los seres humanos, es hijo de Dios. Es, pues, un ser múltiplemente religado y que acepta la religación como su tesoro, la que lo dota de contenido concreto, dirección vital y destino. Por eso la autonomía del sujeto humano es responsable: se ejerce respondiendo a lo que le funda y constituye. En primer lugar lo reconoce, se reconoce en ello y reconoce agradecido que es llevado por ello, en segundo lugar se hace cargo de ello, se encarga en lo que le toca y carga con ello. Así pues, el sujeto se realiza en la realidad, una realidad que no está ya constituida y que por eso no es cerrada, una realidad que espera, digámoslo así, por el aporte de uno, el aporte que sólo él podrá dar. Así pues, la responsabilidad no es responder a algo ajeno a uno sino a lo que está dentro de uno constituyéndolo, pero, insisto, constituyéndolo como estructura abierta que no sólo permite la propia autoconstitución sino que la posibilita y la reclama. Esto quod es, decía en el siglo III Tertuliano: que seas lo que eres, eso el lo que se te pide, eso se nos pide, no ninguna heteronomía, pero tampoco la ilusión autárquica.

Ahora bien, queremos insistir que este camino hacia la autenticidad es un camino lleno de coraje, pero también humilde, pegado a la tierra fértil de la experiencia que desborda papeles preestablecidos y se convierte en experiencia de realidad, la propia, la de las personas implicadas, la de la situación en la que se da.

 

 

IV. EXPLICITACIÓN DE LA PERSPECTIVA CRISTIANA SOBRE EL SUJETO

 

LLEGAR A SER CUALITATIVAMENTE HUMANO

 

Para el cristianismo el ser humano es un ser abierto: tiene que llegar a ser cualitativamente lo que ya es constitutivamente. La palabra humano denota, pues, tanto a un individuo de la especie humana como a la calidad que está llamado a tener ese individuo. Esa calidad propiamente humana no le adviene al individuo por el mero hecho de socializarse y participar de los diversos conjuntos en los que se inscribe. La participación meramente funcionalista pone al individuo a la altura de su momento histórico en cuanto que le dota de los bienes civilizatorios que en ese momento posee la sociedad a la que pertenece.

En este punto concreto tenemos que admitir que existe progreso histórico y que éste es tan decisivo que la humanidad ha pasado de ser una especie inscrita en las posibilidades y limitaciones de la naturaleza a constituirse en una especie con la capacidad de crearse su propio mundo y de recrearse a sí misma hasta cierto punto. Sin embargo esta creciente complejidad y autonomía de la especie humana no equivale de ningún modo a crecientes dosis de humanidad en sentido cualitativo. En este sentido no hay evolución porque la calidad humana no se hereda ni se trasmite por socialización. Es la acción de cada sujeto humano lo que constituye al individuo en sujeto.

Sin embargo sí tenemos que admitir que el momento histórico, entendido como conjunto de posibilidades que son ofrecidas o denegadas a los participantes de una figura histórica, se traduce en la incorporación de avances en los individuos en cuanto ellos hacen cuerpo con ella. Por ejemplo, el individuo que ha nacido en una sociedad que no admite la esclavitud ha superado tanto la deshumanización que significa poseer a un ser humano como esclavo como la que entraña aceptarse como propiedad de otro. El paso histórico de la justicia vindicativa a la justicia legal significa que, en cuanto un individuo se acepta como perteneciente a esa cultura, ha incorporado este avance cualitativo en humanidad porque ya no está en su horizonte tomarse la justicia por su mano. Lo mismo podemos decir de modo general respecto de un individuo que ha incorporado el respeto a las leyes emanadas del cuerpo social democráticamente, porque ya no está en su horizonte vital hacer todo lo que quiere y puede sino que en los aspectos convenidos quiere atenerse a lo pautado. De modo aún más genérico, ése es el sentido de incorporar un paquete complejo y articulado de buenas costumbres: son cauces incorporados que posibilitan el uso liberado de la libertad.

Es cierto, como dijimos, que esta civilidad no se hereda, pero los procesos muy largos y exigentes de enculturación y endoculturación, encaminados a la incorporación por parte del niño de los elementos civilizatorios y culturales más básicos, deben ser altamente valorados en cuanto que estabilizan estándares de humanidad cada vez más elevados. Podemos apreciar una tensión entre crecientes exigencias adaptativas y la inclinación creciente a la autodeterminación individual. El equipamiento de un individuo de una sociedad desarrollada del siglo XXI es incomparablemente más complejo que el de un aldeano de la Edad media o un campesino actual del tercer mundo. Por eso la edad de las preparaciones se alarga desmesuradamente. Pero al mismo tiempo que el individuo se siente intensamente exigido, también se le incita a que elija su camino y se capacite para recorrerlo. Hoy el educando es sujeto de modo más radical que antaño. Es decir que el mismo proceso de socialización impulsa a una individualización creciente, incluso, si el proceso es más cualitativo, a la constitución del sujeto propiamente dicho. Sin embargo, no podemos olvidar el otro polo de la tensión: las condiciones draconianas que se imponen al individuo para alcanzar el éxito e incluso para tener viabilidad humana, que casi impiden su constitución como sujeto. Así pues, aunque la educación siempre tiene dosis mayores o menores de acción humana, no equivale a la constitución de la humanidad cualitativa en sentido estricto. Ésta sólo es producto de la acción humana. De la acción humana del propio sujeto y de la de otros respecto de él.

 

EL SUJETO COMO PERSONA

 

Pues bien, para los cristianos esa acción humanizadora consiste en un tipo de relación con otros seres humanos, con la naturaleza y consigo mismo. En este sentido los seres humanos son seres dialógicos: se van humanizando por las relaciones que entablan en el mutuo respeto y entrega, cuyo símbolo es la comunidad del varón y la mujer. Esta relación constituye a los individuos en sujetos y a los sujetos en personas.

Para los cristianos la noción de persona no es la que expresa Boecio y, siguiéndolo, la Escolástica. Es, más bien, la noción que teoriza Hegel tomándola del Dios cristiano, de la Trinidad. No hay que concebirla como tres sujetos que se relacionan, eso sería triteísmo, sino como la relación que a la vez que pone a cada sujeto, lo mantiene en comunión, excluyendo la temporalidad en este proceso, de tal modo que la relación que constituye a los sujetos y los sujetos que se relacionan serían sólo dos modos complementarios de referirse a la misma y única realidad. Lo mismo sucede humanamente: la relación constituye a cada individuo, que es persona en cuanto que recibe la vida de otro, no sólo como causa eficiente sino como relación humana, y que se asume como persona en cuanto que acepta ese don que lo constituye y se convierte libremente en don para otros. En este sentido todos somos hijos de amor, ya que incluso en el caso de que los padres no hubieran querido al niño que van a tener, de todos modos sí es hijo del amor creador de Dios, un amor absolutamente personalizado. Lo primero es, pues, recibir el don; después viene ser don para otros. La acción de cada sujeto siempre tiene por eso un componente de respuesta. En este sentido textual es una acción responsable.

En esta relación la primera palabra la tiene Dios que nos llama a la existencia, que nos da lugar, que provoca a nuestra libertad creativa dándonos el encargo de humanizar la tierra, de construir el mundo fraterno de las hijas y los hijos de Dios, que tiene fe en nosotros, que nos acompaña como un tú permanente.

Para los cristianos el sujeto humano es un ser responsable, es decir que se va gestando al responder a esta relación trascendente que lo funda, al responderla con la misma fe con que Dios se dirige a él, aceptando en libertad ese designio y tratando de llevarlo a cabo mediante relaciones equivalentes con los demás, ya que no es posible mantener diverso tipo de relaciones con los seres humanos y con Dios.

Así pues, las acciones que nos constituyen en personas son las relaciones personales. Pero estas relaciones no pueden concebirse en una intimidad desmaterializada: se dan en la realidad, en la naturaleza y el mundo construido por la humanidad y en el seno de esa humanidad; no se restringen a las relaciones cara a cara sino que abarcan también las relaciones societarias. El carácter de realidad de las relaciones personalizadoras reluce ante todo en que son relaciones corporales, entendido el cuerpo tanto en su función orgánica como en su dimensión simbólica. Desde el primer punto de vista, la relación personalizadora no puede prescindir de las necesidades humanas. Ese nivel elemental y por eso primario de la realidad nos impide subsumir el concepto de necesidades humanas en el de preferencias de cada individuo. Comer es algo meramente fisiológico, que llega a ser expresión humana en la cultura culinaria; dar de comer al hambriento, tanto en sentido literal como en el de crear condiciones de posibilidad para que más seres humanos puedan acceder a la comida, es una acción humanizadora de primera categoría. Pero no sólo de pan vive el ser humano; por eso recibir al inmigrante o visitar al encarcelado también son relaciones humanizadoras. Por este sentido integrador de lo fisiológico y lo simbólico decíamos que la relación entre el varón y la mujer, cuando se entabla en este horizonte integrador, sería la cifra de las relaciones que constituyen al sujeto.

El ser sujeto, el ser persona, no es, pues, una realidad que está únicamente en manos de uno mismo. Tampoco, una realidad meramente recibida de otro. Y menos todavía una realidad cosificada, algo con lo que uno nace, una entidad ya previamente constituida. La condición de persona es una relación; una realidad abierta, procesual, dramática, en riesgo real de desencanto o fracaso, con subidas y bajadas, con pérdidas y encuentros. Al ser una realidad dialógica, es la realidad de un yo que no es una mónada sino que se constituye por la mediación de muchos tús y que toma la forma de un nosotros en el que el yo y los tús permanecen.

Para que el yo permanezca en el nosotros constituido por la relación, tiene que relacionarse desde su genuinidad, desde sí mismo, no desde una ley hipostasiada. Relacionarse porque lo prescribe una ley no personaliza, no da como fruto un nosotros personalizado sino un cuerpo social despersonalizado. La heteronomía consecuente y consentida, sea respecto de una corporación trasnacional, de la nación, de la etnia, del Estado, de la Iglesia, de la familia, de una pandilla o de Dios, nada tiene que ver con la relación de fe, que es la única relación personal. La relación constituye al sujeto cuando la entabla desde su libertad y cuando le ayuda a liberar su libertad, cuando la entrega no aliena sino que colma la libertad.

La entrega colma la libertad cuando se realiza en un horizonte trascendente. Para nosotros ése es el horizonte del Reino: el mundo fraterno de las hijas e hijos de Dios. No hace falta que el horizonte se tematice en cada caso; basta con que sea el horizonte real de la relación. ¿Cómo saberlo? El que uno no devore al otro, no lo subordine, y el que la relación supere el mero contrato, es indicio fehaciente de que la relación se da al nivel de lo humano y no de particularidades trascendentalizadas.

 

la relación fraterna, signo de la relación filial

 

Esta relación personalizadora, mutuamente libre y realizada desde la genuinidad de cada sujeto, aunque puede existir en alguna medida desde el comienzo, es sobre todo una meta, tanto desde el punto de vista de la relación filial con Dios como respecto de la relación fraterna con los otros seres humanos.

Para las fuentes cristianas ambas relaciones son correlativas, pero con la peculiaridad de que el indicio fehaciente de la autenticidad de ambas está en la genuinidad de la relación fraterna. Así lo expresan textos muy relevantes del evangelio, como la representación del juicio final (Mt 25,32-46), en la que el estatuto definitivo ante Dios se define por la acogida fraterna al necesitado, o la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37), en la que hereda la vida eterna quien se aproxima al despojado y malherido para prestarle una ayuda eficaz, o la del fariseo y el publicano que suben al templo a orar, en la que el fariseo, a pesar de cumplir escrupulosamente las diversas prescripciones de la ley, no es aceptado por Dios por despreciar al tenido como pecador. Así lo expresa polémicamente la carta de Santiago: “Muéstrame tú, si puedes, tu fe sin obras; yo con mis obras te demostraré la fe que tengo” (2.18). La calidad de la fe, en el sentido restringido de profesión y práctica religiosa, se discierne en la práctica humana, que para Santiago es sobre todo la ayuda al necesitado. Así lo dice también en múltiples textos la primera carta de Juan: “El que ama ha conocido a Dios”; “si nos amamos unos a otros, Dios mora en nosotros y su amor en nosotros es perfecto” (4,7 y 12). Lo dice de una manera tan provocativa que resulta paradójica: “Si alguien dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. El que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (4,20). La paradoja estriba en que se suele argüir que la principal razón para no amar a muchos es precisamente que se les conoce y se piensa que no son dignos de amor, mientras que a Dios se lo concibe como el supremamente amable. Para el evangelio amar sólo a los que le aman a uno, no tiene gracia, no es ésa la fraternidad de los hijos de Dios (Lc 6,32-35). Dios nos ama y tiene fe en nosotros, a pesar de que nos conoce y también porque nos conoce. Ama como hijo de Dios, quien ama con esta gratuidad, con esta incondicionalidad, en definitiva con esa fe con que ama Dios, fe que posibilita conocer también lo bueno que tienen los demás, y que de algún modo lo induce.

 

¿podemos amar a otros como somos amados por Dios?

 

Pero ¿podemos amar como Dios, nosotros que no somos dioses sino seres de necesidades y deseos, insatisfechos e insaciables, y además superexigidos por la cultura, que requiere de nosotros tanto o más que lo que nos ofrece? Freud, que se plantea muy descarnadamente este tema, cree que no se puede ser optimista, que la constitución humana y la cultura, que obedecen a los mismos impulsos, no dan sino para un empate o una alternancia de los impulsos amorosos y los agresivos, así como del afán por lograr la felicidad privada y el esfuerzo por construir la comunidad humana. Por eso augura porvenir al cristianismo, pues aunque para él es una ilusión, es una ilusión en cierto modo imprescindible, tanto para que muchos encuentren una felicidad que no les da la pura lucidez, como para que la humanidad despliegue las energías amorizantes que precisa para no destruirse. De todos modos, en vísperas de la guerra mundial, acaba El malestar de la cultura, esperando que, después de que actúe Thánatos, le vuelva a tocar el turno a Eros, tan divina e indestructible como la anterior. Para nosotros, como para él, la vida toma también la forma de la apuesta. Nuestra diferencia es que para nosotros sí existe Ágape y realmente es divina e inmortal, cosa que no son ni el Deseo ni la Muerte. Para nosotros no hay empate ni mera alternancia ya que la creación es el despliegue del Ágape divino fuera de sí, mientras que las negatividades o son limitaciones de lo que no es Dios o acciones históricas que pueden ser históricamente superadas, aunque este proceso no tenga plena resolución en la historia. Esto significa que siempre es posible amarnos porque somos hijos de ese Amor trascendente, aunque, como afirma Freud, ese amor está combatido por otros impulsos.

Cuando afirmamos que siempre nos es posible amar no nos estamos refiriendo a la posibilidad a abrigar sentimientos de simpatía, cordialidad y complacencia respecto de ellos. El amor cristiano se realiza en querer su bien y contribuir efectivamente a él, incluso a costa del propio interés. No es amor hacer el bien a otro para acumular méritos y ni siquiera para agradar a Dios. Sólo hay amor si se quiere directamente el bien de esa persona. Los motivos por los que se llegue a querer su bien pueden ser distintos, para los cristianos un motivo de fondo es que es mi hermano; lo determinante es que se llegue realmente a querer su bien y a procurarlo. Se puede desear a una persona e incluso mirarla con complacencia y no buscar efectivamente su bien, porque en definitiva lo que se busca de ella es la satisfacción que le proporciona a uno y no el bien de ella misma. Buscar el bien de una persona inclina a verla con buenos ojos, de tal modo que acaba descubriendo en ella facetas favorables que no se descubren de otro modo; pero puede coexistir, y de hecho pasa no pocas veces, que coexista con una cierta neutralidad emocional o incluso con antipatía y hasta repulsión. Lo determinante es que se quiera tanto su bien que uno salga de uno mismo y se entregue a lograrlo.

 

dificultad de la relación personalizadora con Dios

 

La pregunta correlativa a si se puede amar al hermano como soy amado por Dios es si puedo amar humanamente a Dios. La respuesta más real es que en efecto así lo han amado muchísimos seres humanos a lo largo de la historia. Pero con ser ésta la respuesta más fehaciente, no dice sin embargo por qué otros han sentido que no podían relacionarse con él so pena de no seguir siendo sujetos y por qué otros han llegado a relacionarse con Dios a través de un proceso muy largo y proceloso. No en vano el decálogo, después de asentar que Yahvé es el Dios liberador, comienza prohibiendo tener otro Dios, lo que se especifica en dos direcciones: no divinizar a nada de lo que existe y no adorar a lo que en realidad sale de uno. Hay que decir que ambos mecanismos siguen muy en boga y que en efecto ambos impiden que el ser humano se constituya como sujeto. Así como antaño se divinizaron los elementos de la naturaleza, hoy siguen fascinando y sobrecogiendo sus fuerzas, pero sobre todo muchos se arrodillan ante el poder económico y político. Los dueños del poder y la gloria de los reinos de este mundo (cf Lc 4,6) exigen con frecuencia una sumisión que realmente priva al ser humano de su sustancia y dignidad. También uno proyecta fuera de sí lo que concibe como absoluto y le rinde adoración.

Lo que distingue al Dios verdadero de los ídolos no son los nombres que se les dan, que a veces coinciden; es el tipo de relación que se entabla con ellos. Si la relación resulta una carga, es que uno se relaciona con un ídolo, aunque se llame el Dios de Jesús. El Dios verdadero se echa de ver en que carga con uno, en que no le somete a uno, en que entabla con uno relaciones de absoluta libertad y gratuidad. El Dios verdadero no causa culpabilidad ni angustia, no encoge el corazón, no da tristeza, no rebaja a la persona, no la somete. Si la relación religiosa produce esos sentimientos es que no es una relación en el Espíritu Santo. Tampoco da mágicamente, no da cosas, no mete la mano en el mundo. No da cosas ni pide cosas. Dios lo único que nos da es su amor, su amor que nos hace reales y su amor que es él mismo. Es un amor que no nos sustituye, que no nos sustituye nunca, que no nos ahorra ningún problema ni ningún dolor. Pero que nos acompaña siempre. Aunque lo hace con tal discreción que muchos se dicen agnósticos porque no sienten su presencia ni su intervención. Nos acompaña y tiene fe en nosotros. Una fe que le lleva a darnos tiempo, a esperar que nos lleguemos a convencer de que lo mejor que podemos hacer es darle nuestro amor como él nos da el suyo, darnos como él se nos da.

No es fácil relacionarse con un Dios así. El ser humano es ciertamente un ser capaz de abrirse a la trascendencia, pero también es un hacedor de ídolos. Una y otra vez nos sorprendemos haciendo a Dios a nuestra imagen y semejanza, un Dios previsible, manipulable, un Dios que nos sustituya. Pasar de esta pretensión sobre Dios a una relación de fe, una relación completamente libre y gratuita, basada en la confianza es la labor de toda la vida y con frecuencia toda la vida no basta. Y sólo una relación en este horizonte nos hace sujetos. Cualquier otro tipo de relación nos impide serlo. Pasa lo mismo que con las relaciones humanas. Es que ambas, como venimos insistiendo, son correlativas.

 

JESÚS DE NAZARET, ARQUETIPO DE SUJETO PERSONAL

 

Esto que venimos diciendo sobre el sujeto lo afirmamos los cristianos, no como una ideología o una mera propuesta sino como teoría, es decir como comprensión adecuada de una práctica: la de muchos creyentes, cuyo prototipo es Abraham y cuyo consumador es Jesús de Nazaret, que al llegar hasta el colmo ha sido constituido como el arquetipo, como el ser humano que atrae, que humaniza, que personaliza, si se acepta la relación con él y se vive a partir de ella. Para Jesús fue lo mismo hacerse sujeto humano que hacerse hermano de los demás e Hijo de Dios. Esta doble dimensión caracterizó a su ser personal: porque recibía la entrega que Dios le hacía de sí, se hacía él hermano de los demás cargando con ellos; y al cargar con los sobrecargados y abatidos, recibía de Dios la certificación de ser su Hijo.

 

como Hijo de Dios se relaciona con su Padre humanamente: en la fe

 

No podemos entender estas relaciones como las relaciones que se establecen entre seres intramundanos ya que Dios no es un ser de este mundo y Jesús sí lo es. Tampoco podemos concebir a Jesús como un centauro, mitad ser humano y mitad Dios, de tal manera que se relacionen Dios y la parte divina de Jesús. Jesús es Hijo de Dios como ser humano. Por tanto se relaciona como Hijo con su Padre humanamente. Es decir, que se relaciona en la fe.

Todas las relaciones estrictamente personales son relaciones de fe porque la persona es un misterio que no puede aprehenderse desde fuera, como se capta un objeto, sino sólo por autocomunicación, por revelación. Un ser humano puede ser aprehendido como individuo de diversos conjuntos. Eso es lo que significa que la ciencia es de universales: un individuo es único en cuanto que sólo él participa de ese modo de esos conjuntos. Un individuo nunca puede ser conocido exhaustivamente sino sólo por sucesivas aproximaciones cada vez menos genéricas. Pero lo que tiene propiamente de sujeto, que para nosotros equivale a persona, sólo se lo conoce en tanto él se quiera revelar y el receptor esté a su altura personal para percibirlo. Si la relación filial de Jesús con Dios fue una relación humana, tuvo que ser una relación de fe. Pero lo fue también en el sentido de que Dios sólo era captable por fe, mientras que los demás sujetos humanos son también individuos que se perciben por la mediación de los sentidos. Si toda relación personal, como relación que es de fe, es una relación de libertades en la que las libertades no se hipotecan al entregarse sino que se conservan, la relación de Jesús con Dios es de libertad absoluta ya que carece de los indicios que da de sí el individuo humano y debe atenerse exclusivamente a lo que Dios como persona revele de sí.

No es que la relación se construyó sólo desde sí misma. Como Jesús fue un ser histórico, la relación empezó modulada por los cauces de la tradición religiosa de su pueblo tal como la vivieron sus padres. Ellos, al parecer, se inscribieron dentro de la tradición de los pobres de Yahvé: ese pueblo carenciado y oprimido, pero animoso, alegre y en paz, porque se apoyaba en la fidelidad de Dios, porque vivía en la fe de que ellos eran su pueblo y Yahvé era su Dios. La fidelidad a la alianza no daba para vivir, pero estos justos sí vivían de fe, una fe esperanzada que no emplazaba a Dios ya que se realizaba desde la propia libertad y desde la libertad de Dios. En esos cauces fue dando de sí la relación de Jesús con el Dios de su pueblo y de Dios con él.

Pero el acontecimiento de la relación sobredeterminó esos cauces hasta el punto de sobrepasarlos. Jesús llevó hasta el extremo esa condición de ser de Dios y ese convencimiento de que Dios era su Dios. Dios era suyo porque le comunicaba su ser de Padre hasta hacerlo su Hijo, y él renunciaba a vivir por cuenta propia y vivía sólo desde esa relación: como Hijo. Pero, por lo que sabemos, esta relación mutua no se manifestaba como en los místicos por éxtasis, arrobamientos ni otros fenómenos sensibles extraordinarios. Se realizaba en la condición de uno de tantos. No tenía tampoco contenidos específicos: Dios no le decía lo que tenía que hacer cada día o en cada momento. Por eso tuvo que discernir la voluntad de su Padre en los acontecimientos, en concreto en el surgimiento del profeta Juan.

 

se hace Hermano y Dios lo proclama su Hijo

 

Jesús captó indudablemente que sus paisanos no vivían completamente como pueblo de Dios. Actuaban muchas veces desde sí mismos o desde los requerimientos de la situación; actuaban para satisfacer sus apetencias o constreñidos por las reglas de juego sociales. De ambos modos no actuaban en libertad. Él, al no buscar nunca su propia realización, al no considerar tampoco absolutas las normas sociales, tuvo libertad para estar siempre en el nivel de la realidad, estuvo internamente unificado y fue capaz de ver con claridad lo que para otros resultaba opaco. Esta íntima disposición fue la que lo capacitó para ver como nadie la necesidad que tenía el pueblo de convertirse a Dios, como proclamaba Juan. Él sintió como nadie que era cierto que no eran hijos de Abraham, que no vivían, como él, de fe. Pero también sintió como nadie eso que anunciaba Juan: que Dios se acercaba absolutamente a su pueblo. Lo captó en su propia existencia, que no era la de un ser aislado sino la de un miembro del pueblo de Dios. La entrega absoluta de Dios a él era por eso entrega a su pueblo. Y también en su respuesta estaba respondiendo el pueblo. Porque él era de su pueblo como era de Dios. Era de su pueblo por ser de Dios. La vida de Dios en él es la que lo vinculaba fraternamente a su pueblo. Aunque también la vivencia de la fraternidad le remitía a su Padre.

Y así Jesús, lleno de la misericordia de Dios, cargó con ese pueblo y con él en el corazón fue al Jordán a confesar sus pecados. Pudo confesarlos en primera persona de plural porque llegó a hacerse realmente hermano del pueblo. Al salir del agua, después de bautizarse, oyó la voz del Padre que lo proclamaba su Hijo elegido para la misión de hacer presente humanamente la misericordia de Dios, siendo él en persona la alianza definitiva de Dios con el pueblo. Él era la alianza porque se había hecho Hermano al vivir completamente como Hijo. Así en él se realizaba que ellos eran su pueblo y que él era su Dios.

Dios se le hizo tan cercano y familiar, y a la vez Jesús estuvo tan disponible a Dios, que creyó llegado el tiempo en que la relación con Dios no estaría objetivada en una legislación minuciosa sino que se daría, como en su caso y a través de su mediación, en una inmediatez que aunaba la confianza más absoluta con la disponibilidad más total: el tiempo del Reino. Así pues para Jesús el misterio de Dios tomó el rostro de un Padre maternal al que se podía llamar Abbá; pero era igualmente cierto que su papaíto querido era a la vez su Dios.

 

la libertad, estatuto de la relación personalizadora

 

Este punto no se puede olvidar. Por una parte tenemos que recordar que las relaciones se realizan en la más absoluta libertad: El Padre con su entrega le comunica a Jesús su estatuto de Hijo, pero es Jesús el que debe realizarlo en su vida humana. El Padre no se traga a Jesús, impidiéndole vivir su propia vida humana. Al contrario lo envía a que viva esa vida de Hijo, a que proclame con su fraternidad esa cercanía de Dios como Padre maternal, de modo que al acoger su fraternidad experimenten a Dios como Padre y se realice ese mundo fraterno de los hijos de Dios. Pero a su vez Jesús no dispone de su Padre para labrarse su propio prestigio y realizar su designio privado. Él se entrega completamente a dar gloria al Padre realizando su designio de salvar lo que se había perdido y reunir a los hijos de Dios dispersos. Pero realiza la obra del Padre sin apropiárselo, dejándole siempre en su libertad. Él procura por todos los medios que su Padre reine en todo su pueblo como reina en él; trata de que sientan que se puede apoyar la vida en él, que hay en ello más sabiduría y felicidad que apoyarla en el dinero o en el poder; que hacerlo libra de la ansiedad y posibilita abrirse a los demás como hermanos. Pero sin embargo él no sabe ni cuándo ni cómo esa cercanía absoluta de Dios va a reconfigurarlo todo. Ni lo sabe ni se lo pregunta a su Padre, ni le pide signos de cuándo ni cómo sucederá. Él es el Hijo, no el Padre. Cada uno, lo suyo.

Esto es tremendamente dramático. Él percibe que las autoridades religiosas, que son también políticas, no aceptan su propuesta. El pueblo sí lo ve como un profeta poderoso en obras y palabras, lo recibe como enviado de Dios, como el que está restaurando la vida y liberando a las personas. Pero quien decide son las autoridades. Para Jesús es trágico que se rechace esa alianza incondicional de Dios. Lo es porque él se define como Hermano tanto como Hijo. Él sabe que su fraternidad no basta: ella no puede sustituir la aceptación de los jefes. Cuando percibe que han decidido matarlo, rechazando su fraternidad y en ella la paternidad de Dios, Jesús cae en la desolación. Y el Padre, que le había dejado vivir su vida, le deja ahora morir su muerte. El Padre le da toda su confianza y por eso lo deja. Pero dejarlo en la derrota y el fracaso suena a abandonarlo, aunque en realidad sea la certificación absoluta de su confianza en él. De parte de Dios es seguir apostando por Jesús, incluso cuando ya no puede hacer nada sino morir. De parte de Jesús aceptar ese rechazo es el supremo acto de fe: ponerse en manos de su Padre cuando su condición de Hijo parece una ilusión y cuando ha sido rechazada su condición de Hermano. El Hermano sin hermanos, el Hijo sin Padre muere, no encerrándose en su soledad sino poniéndose en manos de Dios y poniendo así también la suerte de sus hermanos en las manos de Dios.

 

todo, al servicio de la relación personalizadora

 

Queda claro que Jesús se realiza como sujeto a través de relaciones personalizadoras, tanto con Dios como con los miembros del pueblo al que pertenece. Jesús como sujeto se define así como Hijo y Hermano, aunque estas relaciones no limitan sino que son cauces de un dinamismo incesante. Si sujeto es relación, sujeto es acción: recibir la entrega y entregarse.

Al absolutizar las personas, que es lo mismo que absolutizar las relaciones personalizadoras, queda relativizado todo lo demás: las estructuras, las instituciones, los papeles sociales, las apetencias individuales. Relativizado significa no sólo que nada de esto es absoluto sino sobre todo que sólo vale en relación a lo absoluto: en cuanto son cauces de personalización. Sólo se justifican en cuanto que están al servicio de las personas, en cuanto potencian relaciones personalizadoras. Luego deben ser transformadas una y otra vez para que sean cauces de vida personal, la posibiliten, expresen y potencien.

Para Jesús todo esto tuvo unos referentes bien concretos: Él concurrió cada sábado a la sinagoga y asistió al templo de Jerusalén en las festividades; él se supone que guardó la ley mosaica, no sólo, por supuesto, el decálogo sino las que regulaban muy minuciosamente tanto el culto a Dios como la vida del pueblo de Dios. Y sin embargo para él no fueron sagradas ni las instituciones de la sinagoga y el templo ni sus personeros ni las leyes de la pureza. No hay ni una sola palabra en la que el templo aparezca como mediación necesaria para la relación filial con Dios. Cuando dice al leproso que vaya a presentarse al sacerdote, no lo hace porque así está en la ley sino para que le den el certificado de que está curado sin el que no es posible ser readmitido a la convivencia social. El apotegma de que el sábado es para el ser humano va mucho más allá del caso en que se pronuncia y significa que lo absoluto es el ser humano (el sujeto, la persona, no el individuo) y que la religión no es por tanto sagrada y sólo se legitima cuando de hecho ayuda a personalizarlo, lo que no acontece por hipótesis ni siquiera en la religión revelada. Decir que no mancha lo que entra en el ser humano sino lo que sale de él es quitar la base a la orientación a la pureza como separación y dirigir la atención al corazón, de donde procede tanto el bien como el mal, que consisten en relaciones personalizadoras, o en reducir a los demás a la condición de objetos satisfactores de mis apetencias o en opositores que pretenden reducirme a mí a esa misma condición o en otros que caen más allá de mis intereses y que por eso no existen para mí.

Jesús utilizaba asiduamente la sinagoga y el templo para proclamar el mensaje del Reino: el mundo fraterno de los hijos de Dios. No lo hacía sólo porque ahí era donde concurría el pueblo y lo encontraba ya reunido sino porque así les daba efectivamente el uso de ser plataformas para estimular la condición de hijos y hermanos, que es el fin de la religión. Aunque de ningún modo consideró que la religión institucionalizada era el único cauce para realizar esta relación. Él enseñó a relacionarse con Dios en la soledad del propio aposento, y aseguró que la relación con Dios consistía en definitiva en apoyar la vida en él, en su amor de Padre que nos hace reales, y en corresponderle con amor filial y amando también como hermanos a todos los hijos de Dios. La personalización se realiza, pues, según Jesús, en la vida.

Y eso fue lo que él hizo: relacionarse asiduamente con multitudes, con grupos, con cada sujeto. Se relacionó desde lo que él era, desde su autenticidad, y se relacionó para estimular la autenticidad de cada uno. Por eso él nunca utilizó a la gente para sus objetivos, sino que se puso al servicio de los demás para ayudarlos a que su existencia fuera fecunda. Incluso cuando estaba con multitudes entusiastas, su relación fue siempre personalizadora. No las halagaba para mediatizarlas volviéndolas dependientes de él sino que se dirigía a liberar su libertad para que decidieran maduramente sobre su vida. Se dirigía a su plan de vida: si quieres… Él se brindaba a ayudar al que quería caminar en el horizonte propuesto. Más aún, él se daba a la tarea de desengañar a la gente para que pudiera elegir la verdad; a desilusionarla para que no fuera tras de señuelos que no dan vida y se enrumbara hacia la esperanza que no defrauda; a desencantarla para que el encuentro aconteciera no en mundos de fantasía sino en la realidad. Llevaba a la gente a que se decidiera a vivir como hija de Dios y como hermana de los seres humanos y a que reestructurara cada aspecto de su vida desde esta condición incanjeable.

 

acoger a los excluidos sin asimilarlos, prueba de relación personalizadora

 

El modo que utilizó para mostrar que amaba a los seres humanos por su condición sagrada fue preferir a los que no tenían, según la estimativa establecida, sino este atributo: los pobres y los tenidos como pecadores públicos. Lo que hizo Jesús con los pobres fue llevarlos a su condición de sujetos. Ante todo estuvo con ellos, entró en su mundo, estuvo a su disposición. Curó sus enfermedades. Pero sobre todo tuvo fe en ellos y así suscitó esa fe que sana, que capacita para levantarse de su postración y movilizarse. La fe que tuvo en ellos les llevó a percibir que también Dios creía en ellos. No sólo quería reinar en sus corazones porque ése era su beneplácito sino que los invitaba a asumir las actitudes de quien se deja configurar por esa relación: hambre y sed de justicia, limpieza de corazón, misericordia, trabajo asiduo porque haya paz. Jesús invitó así a los pobres a ser felices y con su trato y mensaje les comunicó esa felicidad.

A los pecadores les hizo ver que no eran casos perdidos, que su Padre no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. La acogida incondicional de Jesús, patentizada sobre todo en que les invitaba a su mesa y aceptaba su invitación, era para ellos sacramento de esperanza. Los que se habían entregado a los papeles más odiosos, como los impuestos, de un orden político que en definitiva todos, y en primer lugar las autoridades, acataban, y por eso se veían privados del reconocimiento del establecimiento religioso y por eso creían que habían vendido el alma al diablo y no les quedaba más remedio que usufructuar esa maldición, al contacto con ese hombre a quien reconocían como un hombre de Dios, volvían a verse como personas dignas, que podían aspirar a una congruencia vital, a pesar del rechazo sentido. Jesús les ofrecía con su trato no moralizante la posibilidad de volver a considerarse a sí mismos como sujetos delante de Dios, como seres valiosos. Ese reconocimiento les daba fuerzas para rehacer su vida, lo que no significaba readaptarse al establecimiento religioso, sino vivir desde ellos mismos como verdaderos hijos de Abraham.

 

las autoridades absolutizadas mataron al que las relativizó para personalizarlas

 

Es un hecho histórico que las autoridades religiosas judías, que eran también autoridades políticas, aunque subordinadas a Roma, no pudieron soportar esta manera de ser sujeto de Jesús. Su vida, mucho más que sus palabras, los relativizaba. Como se absolutizaban como personeros de las instituciones que representaban, fueron incapaces de comprender que la relativización que hacía Jesús de sus papeles era la oportunidad que les brindaba para que aceptasen el estatuto sagrado de su condición de personas: hijos de Dios y hermanos de los demás. Los pecadores y los pobres, sí tenían conciencia de la precariedad de su situación; por eso vieron una buena nueva en la propuesta de Jesús, y se abrieron jubilosos a su relación. Ellos en cambio ponían su gloria en lo que no era sino su responsabilidad, y al basar su identidad en sus papeles prestigiosos y aun sacralizados, desconocían su despersonalización: eran individuos privilegiados, no sujetos auténticos. Así para proteger su identidad espuria sacrificaron su genuinidad humana, que Jesús les ofreció con su persona e incluso con sus críticas.

Es importante insistir que la condición de sujeto de Jesús no lo constituyó en un rebelde. Así lo calificaron las autoridades y ésa fue la causa de su sentencia de muerte. Ellos sabían que no lo era. Pero lo tuvieron que asesinar bajo esta acusación porque lo que entrevieron de él les parecía mucho más peligroso todavía. Jesús coloca al procurador romano ante la verdad, que debe ser el único parámetro para la práctica de la justicia y para todo el desempeño político. Pero Pilato se pone de espaldas a la verdad porque para el imperio la verdad es la propaganda del Estado. Para Jesús sólo la verdad hace libre, una libertad para la vida filial y fraterna, que ésa es en definitiva la verdad, una verdad, pues, que hay que hacer y no sólo profesar. Esa libertad de Jesús fue intolerable para los personeros de las instituciones sacralizadas. Y lo asesinaron exhibiéndolo como el ejemplo de lo que no hay que hacer y de lo que no hay que ser. Pero como Jesús no era un rebelde sino un ser humano libre, murió como hermano, llevando en sí al pueblo oprimido y pidiendo perdón por sus asesinos, que eran también sus hermanos enemigos, y como hijo, poniendo su suerte y su causa en manos de Dios.

 

sujeto público desde la cotidianidad y desde abajo

 

A través de lo que llevamos dicho aparece que la condición de sujeto de Jesús tenía como ámbito lo público, ya que era el pueblo como tal el que debía reestructurarse desde la dimensión de fraternidad, que era la expresión más evidente de la aceptación de Dios que venía a reinar como Padre materno. Aceptar esa cercanía absoluta e incondicionada de Dios significaba dejar atrás la ley como expresión objetivada de la pertenencia a Dios, y al rabinato como cuerpo que declaraba oficialmente esa voluntad objetivada en las circunstancias cambiantes de la historia. También conllevaba la abolición del templo con sus sacrificios y ofrendas, ya que ahora la comunión con Dios se realizaba inmediatamente, convirtiendo a cada israelita en templo vivo del Dios viviente, y siendo la comunidad fraterna la visibilización de esa pertenencia a Dios. Jesús no sacó muy expresamente esas conclusiones, aunque sí hay expresiones jesuánicas sobre la destrucción del templo y sobre la inauguración de un tiempo que no será ya el de la ley y los profetas, pero desde luego ésa era la lógica de su vida personal y de su actuación pública.

Sin embargo, público no es lo mismo que político. Por eso según los sinópticos Jesús dirigió su misión a los caseríos, a las aldeas, a los pueblos y ciudades de Galilea y finalmente a la capital. Lo público se realizaba desde abajo y desde la cotidianidad, más que desde las instituciones. Jesús cancelaba con su propuesta la normalidad establecida, pero no la cotidianidad de la vida. Por el contrario, su objetivo es rehacer esa cotidianidad desde esa cercanía de Dios, que no viene a pedir cuentas sino a comunicar su ser personal de Padre materno. Convertirse es abrirse a esta relación de Dios y proceder desde ella, acercándose a los necesitados como Dios se ha acercado a él y relacionándose con todos con la gratuidad con que Dios se ha relacionado con uno.

 

no otras instituciones sino otra lógica

 

Así pues, según el mensaje de Jesús lo que había que renovar era a cada sujeto, y las relaciones de esos sujetos renovados inducirían una cotidianidad más cualitativamente humana. No habló de una estructuración ni de unas instituciones que vehicularan esta novedad. Contó con toda naturalidad con las instituciones de la historia. Sólo dijo que los suyos tenían que vivir desde otra lógica. Él vio que los gobernantes tiranizaban a sus súbditos y que en el momento en que los oprimían se hacían llamar bienhechores. Los que aceptaran a Dios como Padre materno no podían dejarse llevar por esa lógica. No podían pretender servirse de nadie sino servir a los demás. También vio que los ricos fundaban su vida en las riquezas y, encerrados en su suficiencia, eran insensibles a los demás. Él dijo que era insensato poner la confianza en el dinero, que eso era una idolatría que deshumanizaba. Por eso había que elegir entre servir a Dios y al dinero, entre absolutizar esa relación que equivalía a negar la condición de hijo y hermano o definirse como hijo y hermano y utilizar por tanto el dinero para expresar estas relaciones.

Jesús, a diferencia de Moisés o Mahoma, no diseñó un orden político, social y económico que expresara la fraternidad de los hijos de Dios. Pensó que él no había sido nombrado juez para decidir en pleitos. No es que pensara que iba a venir otro con esa misión de parte de Dios. Creía, por el contrario, que Dios nos había dejado eso a nosotros, que eran asuntos que estaban en nuestras manos. Lo que Jesús insiste es que esos ámbitos son relativos y por eso no pueden sacralizarse, ni los seres humanos pueden entregarse a ellos de tal modo que ellos definan su humanidad. No se puede servir ni al poder ni al dinero. Si uno es hijo de Dios y recibe de él esa condición regalada y vive de ella y a partir de ella, está liberado de la ambición y de la avidez como pasiones que se adueñan de uno y para las que uno vive. Puede ejercer la política o dedicarse a empresas económicas con pasión, con la pasión que hay que poner en la vida histórica; pero, en expresión de Jesús, guardando su alma, conservando la humanidad, más aún, como ejercicio de ella. Pero eso no será posible, si esas actividades absorben toda la vida hasta acabar con la cotidianidad. Porque entonces ya no se está en la realidad. La política o el ejercicio económico no pueden ser las únicas expresiones de humanidad. Tienen que darse sin minimizar ni la vida familiar ni las relaciones gratuitas con amigos ni el disfrute de la naturaleza ni la soledad ni la relación con Dios.

 

las acciones humanizadoras tienen resultados relativos, pero apreciables

 

Lo que quiso Jesús para la gente es que su existencia no fuera estéril, que diera fruto. Los frutos son las acciones responsables, las que son expresión de la fraternidad de los hijos de Dios. Estas acciones son las que constituyen al sujeto. Ahora bien, aunque las acciones fueran químicamente puras, es decir mera expresión de fraternidad, con lo que ella conlleva de ingenio, de paciencia, de tolerancia, de fe, de capacidad creativa y dirección constructiva, su resultado objetivado siempre será relativo. Esto es así, tanto porque al estar inscritas en la historia están limitadas por las posibilidades de transformación que contiene cada situación, como porque la persona es siempre un individuo limitado. Así pues, lo que humaniza una situación es el cúmulo de acciones cualitativamente humanas que se vierten sobre ella intentando modularla. Las estructuras e instituciones, en el mejor de los casos, serán buenos conductores de estas acciones y las potenciarán, y por eso son tan importantes. Pero, como todo lo que es creación humana, tienden a descaecer, a perder transparencia, a absolutizarse o particularizarse, y por eso necesitan de la incesante acción humana sobre ellas para que conserven su funcionalidad y para que se perfeccionen en lo posible, que no es demasiado, pero sí muy apreciable.

Ahora bien, hay que tener en cuenta que, si la acción humana no puede abandonar el campo de las estructuras e instituciones, de la vida pública y de la política, ha de ejercitarse simultáneamente en la cotidianidad, en el ámbito privado, incluso en el que llamamos íntimo. Cada persona se especializará, digámoslo así, en uno o varios ámbitos. Pero las acciones son humanizadoras cuando se inscriben en el mismo horizonte y así se componen entre sí. Esto es muy sutil ya que no puede de ningún modo legislarse ni prescribirse, pero es absolutamente decisivo para configurar ambientes humanos, para humanizar la historia, para que no suceda, como pasa demasiado frecuentemente, que la acción humanizadora tenga que realizarse tan a contracorriente que precise ser de algún modo heroica. No es bueno que se necesite ser héroe para ser humano. Ése no es el designio de Dios.

 

fecundidad de la acción personalizadora

 

Desde el punto de vista cristiano hay que añadir que las acciones humanas tienen un peso de eternidad. Se dan, hemos insistido, en la relatividad de todo lo histórico, pero en sí tienen una densidad que podemos calificar de absoluta. Los cristianos somos testigos de que ni Jesús ni lo de Jesús acabó el Viernes Santo. Su vida había sido absolutamente humana en el sentido cualitativo que venimos hablando. Aunque, como la de todos, no dejó de ser limitada y expuesta al conflicto de las interpretaciones. Jesús había insistido en la fecundidad histórica de la vida auténticamente humana. No quedó defraudado. No sólo que lo de Jesús sigue adelante en la historia, sino que su vida ha sido acogida por Dios. La resurrección no es un platonismo para el pueblo. Jesús como judío no creía que el ser humano era un alma encarcelada en un cuerpo, una chispa divina olvidada de su origen por la opacidad de la carne, que en la muerte se libera de la atadura mortal para retornar a lo divino. Para los judíos, como para nosotros, el cuerpo, además de su función fisiológica, es el órgano de expresión y comunicación de la persona. Somos seres vivos por el intercambio simbiótico con el medio que se patentiza en la respiración y la comida; somos personas por las relaciones que entablamos a través del cuerpo. Por eso la resurrección es la recreación corporal de Jesús, pero no ya para seguir viviendo del intercambio con el medio natural sino animado por el amor de Dios y correspondiéndole.

Pero como quien murió fue el que en la cruz se consumó como Hijo y Hermano, el que es recreado corporalmente por Dios es el Hermano Jesús que vive así humanamente la vida de Hijo de Dios. Por eso dice Pablo que en Jesús hemos resucitado. No en nosotros mismos sino en él, que es el hermano que nos lleva realmente en su corazón. Así Jesús resucitado, recreado corporalmente por el Dios amor, es la fuente de nuestra esperanza. Esa intuición certera de que la acción realmente humana es en cierto sentido eterna queda confirmada de este modo sorprendente: es semilla que da fruto pleno en el Reino de Dios.

 

TRES INSISTENCIAS CRISTIANAS RESPECTO DEL SUJETO

 

Nos vamos a referir a tres aspectos que, siendo medulares en la consideración cristiana del sujeto, juzgamos especialmente relevantes en la situación actual. Lo haremos a través de tres citas evangélicas: la primera plantea un dilema: “¿De qué le sirve al ser humano ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Mc 8,36). La segunda propone una dirección vital: “Busquen el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6,33). La tercera tiene la forma de la paradoja: “El que quiera salvar su vida, la perderá. El que la pierda por mí, la ganará” (Mt 16,25; cf. Jn 12,25). Así pues la primera insistencia es no perder el alma, la segunda buscar el Reino y la tercera entregar la vida.

 

1.- NO PERDER EL ALMA

 

¿buscar el éxito a costa del sujeto?

 

La primera sentencia, ganar el mundo perdiendo el alma, tiene en mente a un individuo que busca denodadamente el éxito. Ganar el mundo entero puede significar acumular un gran poder, bien sea económico o político, llegar a ser alguien muy famoso en el mundo del espectáculo deportivo o artístico, convertirse en un intelectual de sólida reputación. Aunque para la sentencia lo decisivo no es lograr en efecto la meta sino orientar toda la vida hacia ella. Jesús dice a la persona que se mueve en este horizonte: muy pocas son las personas que llegan a tener el mundo bajo sus pies, pero suponiendo que tú llegaras a esa altura ¿crees que merece la pena? ¿No te parece que el precio que estás pagando para colmar esa pretensión tuya es infinitamente superior a ella? El precio que hay que pagar, según Jesús, es el alma, es decir la vida en el sentido propiamente humano, la sustancia humana, la condición de persona, el sujeto. El precio es quedar reducido a la condición de individuo de los conjuntos que dan el tono a esa figura histórica, aunque sea en la condición de personero de esos conjuntos, en todo caso sólo un individuo.

 

ser grato a muchos, sirviéndoles discretamente, es ganar el alma

 

Para deshacer de entrada un equívoco quiero aclarar que Jesús no está en contra de la pretensión de excelencia humana. Al contrario, él quiere que cada ser humano dé el mayor fruto posible y que ese fruto perdure. Incluso acepta la formulación de sus discípulos, que constantemente están peleando sobre quién de ellos es el más grande, el primero, el mayor. Dios ha creado a los seres humanos creativos; por tanto es una irresponsabilidad no poner a producir al máximo las dotes que uno posee. El inútil por indolente no tiene lugar en el reino de Dios. Por eso Jesús nunca les echa en cara esa pretensión magnánima. Lo que Jesús combate de sus discípulos es el paradigma de grandeza que comparten. Ellos son capaces de pasar cualquier penalidad y trabajo con tal de llegar arriba, es decir con tal de ser servidos. Pero según la estimativa de Jesús, no hay ninguna grandeza en ser servido. Verdaderamente grande es el que sirve. Y el más grande de todos, el que sirve a todos.

Ése es Dios, o por mejor decir ése es el Dios de Jesús. El dios de los discípulos (que es el dios de buena parte de los cristianos y de casi todos los ateos) es el dios de los dioses y el señor de los señores: el que corona, trascendiéndolas, las jerarquías humanas. El Dios de Jesús es el que llama a la existencia a lo que no existe y resucita a los muertos; el que levanta del polvo al desvalido y alza de la basura al pobre. El obrar de Dios es un obrar gratuito. Él no busca que lo sirvan ni vive a costa de nadie. Precisamente en eso se diferencia de los ídolos. Frecuentemente los ídolos y el Dios verdadero tienen los mismos nombres. Por eso para reconocer al Dios verdadero no basta con decir el Dios de los cristianos y ni siquiera el Dios de Jesucristo. Al verdadero Dios se lo reconoce por el tipo de relación que entabla con sus fieles. Si dios resulta una carga para ti, es que te relacionas con un ídolo y no con Dios. Porque Dios, el único Dios que existe, es el que carga con todos y no le pesan porque se relaciona con todo amándolo, y es su amor el que lo hace real. Nada le podemos dar a Dios, porque nada necesita. Sólo acepta la respuesta libre de nuestro amor. Por eso se parece a Dios el que lleva a otros en su amor y desea también ser llevado por ellos, aunque de ningún modo lo exige, porque el amor es gratuito y es capaz de sobrellevar el desamor y seguir amando.

Así pues para Jesús ganar el mundo no significa servir a todos con tanta humanidad, simpatía, creatividad y discreción, que todos se sientan enriquecidos por esa persona, sientan agrado de su presencia y bendigan su existencia. El que vive así, el que al menos se esfuerza en caminar en esa dirección, no pierde su alma, no se desustancia, no deja de ser sujeto. Por el contrario, ése es el camino de la vida.

 

tener éxito siendo útil es ganar el alma

 

Éste es un camino que en abstracto la mayoría de los seres humanos reconoce como el único camino para llegar a ser un ser humano cualitativo y pleno, para conseguir la auténtica felicidad, para que la vida sea fecunda. Y sin embargo no es ése el paradigma propuesto por la dirección dominante de esta figura histórica. Aunque aparentemente se le parece.

¿En qué está el parecido? El mercado propone que cada quien tiene acceso a bienes y servicios en la medida en que él sea capaz de ofertar competitivamente y por tanto colocar en el mercado otros bienes o servicios equivalentes. Uno puede comprar en la medida en que sea capaz de vender. Si no produce nada que interese a otros por la relación entre calidad y precio de lo que oferta, es un inútil y por tanto no tiene derecho a apropiarse de nada de los bienes y servicios que se ofertan. ¿No es esto ser útil? Puede serlo. Es el caso de un bien civilizatorio que posibilita y potencia la vida o un bien cultural que contribuye a hacerla vivible, gustosa, cualitativa. Si además la persona que es útil de este modo quiere ser útil a los demás, lucha por serlo y se alegra cuando lo logra, esa persona es un verdadero sujeto, aunque reciba también su recompensa pecuniaria y el prestigio consiguiente. En estos casos hay que reconocer que el mecanismo del mercado es equitativo y dinamizador. No se puede negar que todo esto se da en un grado apreciable, y que el éxito así obtenido equivale a la fecundidad histórica. Por eso no puede demonizarse el mercado, ni aun con la perversión actual.

 

convertir todo en oro o en poder es vivir en la soledad de un mundo cosificado

 

Pero es cierto también que el mercado tiende a distorsionarse haciéndose oligopólico y corporativizándose. Esta tendencia, cuando no se contrapesa por la acción genuinamente política y más aún por la renovación cultural y en definitiva por el fortalecimiento interior de los sujetos, devora todo hasta convertirse en un totalitarismo que convierte todo en bien transable, que no busca ya complacer las preferencias de la gente sino colocar sus propios productos y para eso busca científicamente arrebatar la subjetualidad humana elementarizando a los individuos y fascinándolos mágicamente.

El mercado se distorsiona hasta hacerse totalitario por la acción de individuos que luchan por ganar todo el mundo. Esos individuos sí venden su alma al absolutizar su pretensión de maximizar su ganancia y al recurrir a esos medios para lograrlo. Venden su alma porque dejan de ser personas: no aceptan la condición de hijos de Dios porque quieren nacer sólo de sí mismos; tampoco la condición de hermanos porque tratan de despersonalizar a los demás para reducirlos a la condición de consumidores adictos a sus productos. Tienen el mundo a sus pies, pero se encuentran sin semejantes a ellos que les sirvan de compañía y ayuda (Gn 2,20), que no tengan con ellos relaciones mercantiles sino gratuitas. Ellos son el rey Midas: todo lo convierten en oro o en poder, y mueren en la soledad del mundo cosificado que se han forjado.

 

arrodillarse ante mecanismos económicos y sociales es perder el alma

 

Pero no sólo hipotecan su condición de sujetos sino que ponen a su servicio a muchos que se entregan a la empresa, llegando a perder su condición de sujetos y pasando a ser individuos de esa corporación a cambio de jugosos sueldos en el segmento superior y de la subsistencia en la maquila. Para Jesús, así como no hay que temer a los que matan el cuerpo, pero no pueden quebrar la dignidad, sí hay que temer a los que pueden conseguir vaciarnos como sujetos hasta el punto de que nuestra vida sea un fracaso humano. Esos son para Jesús los que escandalizan, los que hacen que la gente se degrade a la condición de meros individuos de conjuntos que ellos usufructúan, frustrando así la fecundidad histórica a la que Dios nos ha destinado.

Así pues para Jesús la entrega a la voluntad de poder, logre o no las metas que se propone, es en todo caso abdicación de la propia dignidad y libertad, y sumisión a las reglas de juego de la dirección dominante de esa figura histórica. Arrodillarse a mecanismos económicos y sociales es ponerse en manos de lo que es menos que uno, de lo que debe estar al servicio de las personas.

 

no dilema trágico sino tensión dramática

 

Parecería que hemos llegado a una aporía, porque si es verdad que la pretensión de ganar todo el mundo conlleva la pérdida del propio sujeto ¿no lo es también que el sujeto sin el mundo es una realidad vacía? No hay tal aporía porque la contraposición no se establece entre el sujeto y el mundo sino entre el sujeto y la pretensión de ganarlo, es decir entre la constitución del sujeto y la entrega a la voluntad de poder. Esta distinción me parece crucial porque, si no es posible hacerla en la realidad, no se puede concebir el sujeto real sino como pura resistencia a unas estructuras e instituciones que serían mero vehículo de la voluntad de poder de sus fautores. No estamos de acuerdo con esta demonización de la realidad social estructurada, porque, si es cierto que en ella opera el mecanismo totalitario de un mercado corporativizado (cosa que es un contrasentido pero que opera de hecho tiñéndolo todo de profunda irracionalidad y dificultando enormemente que las mayorías alcancen la vida y que las minorías privilegiadas lleguen a constituirse en humanas) también lo es que ese mecanismo no es el único que opera, aunque por ahora sea el dominante. Incluso también hay que reconocer que ese mecanismo, como todo lo que sale de los seres humanos, no es puramente negativo sino que encierra en sí notables positividades, que en otro esquema darían completamente de sí, pero que también actúan en éste.

Estamos de acuerdo en que el sujeto es resistencia, y por eso hemos formulado esta propuesta dilemáticamente: ganar el mundo tiene como precio perder al alma; luego hay que elegir entre ambas metas ya que no equivalen, no es cierto que el sujeto se consume al ganar el mundo, ni pueden componerse entre sí. Esta renuncia a la voluntad de poder y a la seducción de los que establecen las reglas de juego para su provecho, tiene un tremendo costo. Y es bueno planteárselo lúcidamente, colocándose en la peor de las hipótesis: como yo opto por mi alma y no quiero convertirme en un “Príncipe de este mundo” ni entregarme a él, acepto que voy a contar con menos recursos, con menos seguridad económica, con menos posibilidades en ciertas áreas, incluso con menos notoriedad y hasta con críticas y desprecios. Tal vez esto llegue a verdaderas estrecheces o a una marginación consistente o hasta la hostilidad. Tengo que poder apostar por mi alma, aunque todo esto se diera. Tengo que ser capaz de apostar por ella convencidamente, consistentemente, con todo el coraje posible y sobre todo con alegría, no por pura moral, sino con el convencimiento de que he elegido lo más cualitativo, lo único que puede darme la felicidad posible.

Pero con esta decisión de fondo, tengo que luchar porque esto no suceda. Ahora bien, hay dos maneras de comprender esta lucha. La primera es amurallar al sujeto, bien sea por la retirada a un jardín interior, bien sea por un despliegue de habilidad constante. Huir del mundanal ruido y buscar la senda escondida de los sabios, es, en versos de fray Luis de León, el único modo decente y digamos cualificado, de vivir descansadamente. Es la aurea mediocritas de los latinos, que permitía ser libre de la indigencia, ya que no concebían la posibilidad de una vida virtuosa en la necesidad, y ser libre también de la envidia del vulgo y de los compromisos sociales y políticos de los ricos, que les impedían entregarse a creatividad del ocio. Aun en este caso siempre sería conveniente contar con la necesidad del juego permanente con las posibilidades que da la situación, ya que se tiene conciencia que se vive en una sociedad que no va por donde va uno, pero que no es tan inflexible que, con alguna concesión, no se pueda conseguir que no obstaculice mi proyecto vital o incluso que lo potencie, ya que no tiene sentido pretender cambiarla. La segunda manera consiste precisamente en cambiarla.

 

2.- BUSCAR EL REINO

 

institucionalizar un ámbito en el que sea posible vivir humanamente

 

Esto es lo que propone la segunda máxima. Este camino que Jesús propone (“busquen el reino de Dios y lo demás se les dará por añadidura”) se parece al que propuso la Ilustración y que, afinado cada vez más, es decir negando lo que había de dogmatismos y absolutizaciones cuasirreligiosas, y ajustándose cada vez más a las variables que se iban detectando como más significativas, condujo en Europa al Estado de bienestar de la segunda mitad del siglo pasado. Este Estado fue el resultado de la superación humanizadora de las causas que habían llevado a la guerra mundial, y por eso se encaminó a la formación cada vez más consistente de una verdadera Comunidad Europea. Lo que comenzó siendo un mercado común subió de escala y se profundizó porque lo animaba un fuerte compromiso ético: la necesidad de institucionalizar un ámbito en el que fuera posible vivir la humanitas que había cultivado Europa como herencia del humanismo grecolatino cristianizado.

El aporte cristiano consistió sin duda precisamente en el surgimiento del sujeto, en un sentido incomparablemente más denso que el que Hegel detectó en el helenismo y que según él acabó con la polis, que se afincaba por el contrario en el individuo (los atenienses, los tebanos...) de tal manera que hasta rechazaba a los individuos demasiado excelentes: el ostracismo. La interioridad y las relaciones constitutivas de hijo de Dios y de hermano de los demás, relaciones trascendentes que relativizaban las de familia, clan, tribu, etnia, nación, gremio y clase, despertaron un gran dinamismo histórico, cuyo fruto fue Europa.

La institución eclesiástica, absolutizada, traicionando las fuentes cristianas en las que pretendía legitimarse, se opuso a la emancipación de la política, de la ciencia y de la sociedad, y así arrastró a muchas personas empeñadas en esa tarea a pensar que la emancipación tenía que hacerse en contra de Dios. El Vaticano II deshizo los malentendidos. La institución eclesiástica aceptó que su estatuto de privilegio social era contrario al Evangelio y le impedía proseguir la misión de Jesucristo, y por tanto que era sano que se consumara la autonomía de las realidades terrenas en los diversos niveles institucionales y estructurales. Relativizándose, pues, la institución eclesiástica, como todas las instituciones, dio lugar a que se repusiera la trascendencia de las personas, tanto de las divinas como de las humanas. Y al servicio de ellas se declaró la Iglesia, y muy concretamente de las personas humanas y de la humanidad como cuerpo social en la historia.

Fue una época marcada, tanto por una constante creación cultural como por una intensa politización y por el surgimiento de una ciudadanía vigilante y cada vez más consciente de las dimensiones y posibilidades de la vida concreta y con más disposición a vivirla en sus diferentes dimensiones y niveles. El resultado fue una cotidianidad progresivamente cualitativa por la combinación de un sano amor propio y la solicitud por los demás.

 

a todos nos irá mejor si cada uno se ocupa al máximo de lo suyo

 

Sin embargo, por un lado la competencia del modelo anglosajón individualista, la llamada sociedad del riesgo, que al reducir al máximo las cargas de la solidaridad, amplía enormemente el juego de la oferta y la demanda, con la consiguiente posibilidad de ganar y gastar mucho más, y por otra el hedonismo en que derivó la sociedad del bienestar, que fue anestesiando la acción personalizadora y volcándolo todo en el disfrute inmediato que ahogó en gran medida la subjetualidad, llevaron al predominio del individuo atenido a las reglas de juego establecidas, incapaz de imaginar siquiera una acción transformadora y cada vez más encerrado en resolver los problemas acuciantes de la seguridad y de la competencia, y ansioso de desquitar esa angustia en el consumo desaforado.

Este individuo, como el sistema del que es expresión, está completamente de espaldas a esa máxima de Jesús. El santo y seña es la contraria: a todos nos irá mejor si cada uno se ocupa sólo y al máximo de lo suyo. El egoísmo privado se convierte así en el mejor motor para el dinamismo social y el bienestar de todos. El resultado está a la vista: una brecha creciente entre unos pocos países privilegiados y el resto del mundo, y la misma brecha en el interior de cada país. Pero además una creciente unidimensionalización en los que se entregan al esquema dominante, una terrible despersonalización. Sin embargo los fautores de este esquema no quieren ceder y luchan por todos los medios por convencer a los ciudadanos de sus países que cambiar de esquema es poner en peligro las cotas de bienestar alcanzadas que se presentan como imprescindibles para una vida digna de ser vivida; incluso también buscan ganar a los perdedores a ese mismo esquema con el señuelo de que llegarán a poseer las cosas que ven publicitadas y por ahora les son inaccesibles.

 

fundarse en Dios libera de la ansiedad y posibilita la fraternidad

 

Frente a este esquema dominante el cristianismo sigue proponiendo el camino de Jesús: “Busquen el reino de Dios y lo demás se les dará por añadidura”. Tratemos de comprender la propuesta. El reino de Dios es el estado de cosas que resulta de que aceptemos que Dios reine en nuestras vidas. Que Dios reine en nuestras vidas significa que aceptemos su amor que nos crea constantemente, un amor personalizado; que nos aceptemos, pues, como hijos de amor, que nos fundemos realmente en este amor en que consistimos. Fundarse en ese amor trascendente es no necesitar fundarse ni en sí mismo ni en otra realidad. Esa confianza de fondo libra de la voluntad de poder, de perseguir la mala infinitud del deseo insaciable, y libera por eso para percibir lo concreto en su relativa positividad, con sus verdaderas dimensiones, y hacerse cargo de ello con ese sano relativismo. Esa confianza de fondo libera también de la compulsión de ver en el otro a un competidor y permite captarlo también como un hermano, hermano paisano, hermano compañero, hermano desconocido, hermano competidor, incluso hermano enemigo. Se puede captar la ubicación del otro respecto de mí y tomarla en cuenta con realismo, pero sin absolutizar ni la afinidad ni la oposición, permitiendo que la condición absoluta de hermano module cualquier conducta.

¿Por qué, si uno vive como hijo y como hermano, lo demás se le dará por añadidura? ¿No es esto un pensamiento mágico? ¿Será así por una armonía preestablecida? Veamos el caso de Jesús y de su propuesta a los discípulos cuando los envía en misión y su propuesta a los que estaban sobrecargados y desesperanzados, para ver qué luz nos arroja para nuestra vida. Jesús vivió pobremente de su oficio. Tomando los indicadores actuales diríamos que pertenecía al estrato D, que son los que logran cubrir más o menos las necesidades básicas, teniendo en cuenta que en su cultura esas necesidades eran mucho menores que las actuales. Pero cuando Dios lo llamó a cumplir la misión de proclamar la inminencia del Reino y hacerlo presente, dejó la casa, la familia y el oficio, y vivió como profeta itinerante que no tenía dónde reclinar la cabeza. Pasaría sin duda penalidades, unos días comería y dormiría mejor que otros, pero pudo vivir hasta el fin. ¿Cómo se mantuvo?

Él dijo que los creyentes no tenían que preocuparse por la comida y el vestido ya que el Padre creador sabe que tenemos esas necesidades y no nos va a dejar abandonados. ¿Cómo actuó en su caso la Providencia? No, de ningún modo, directamente. Esto lo rechazó Jesús expresamente. El Hijo de Dios no necesita tener el poder de convertir las piedras en panes, precisamente porque se fía de Dios. Y porque se fía no anda emplazándolo para que demuestre que es Padre socorriéndolo. Ya hemos insistido que la relación entre Jesús y Dios se da en la más completa libertad mutua. Si Dios no mete la mano en el mundo para velar por Jesús ¿cómo lo hace? Del mismo modo que con los misioneros a los que envía para que participen de su misión. Jesús les dice que quien deje su familia y su casa tendrá cien veces más en madres, hermanas, hermanos y casas. ¿Cómo sucedió esto?

Ellos iban por las casas; a quienes les recibían les entregaban ese evangelio del Reino y se entregaban ellos mismos como sacramento de lo que decían, haciéndolo así presente. Las personas de la casa se quedaban tan contentas con ese don de Dios que les habían entregado, que a su vez les ofrecían la casa como muestra de fraternidad. Así pues, el que se pone en manos de Dios, se pone en manos de los que se ponen en manos de Dios. Se instaura así una reciprocidad de dones. De este modo los apóstoles tuvieron miles de casas, de madres, de hermanas y hermanos. No hay magia: el que acepta definirse como hijo de Dios expresa la filiación en la fraternidad. Esas relaciones hacen posible y gustosa la vida.

 

llevar la propia carga y ayudarse a llevar las cargas

 

Jesús decía a las masas agobiadas y abatidas que fueran a él, porque él los iba a aliviar. Él no los alivia dándoles las cosas que necesitan. Jesús no tiene cosas para dar. Jesús sí se hace cargo de ellos y carga con ellos, llevándolos en su corazón. Pero esto no le parece de ningún modo suficiente. Sobre esta base les pide que carguen con su yugo. Esta propuesta puede sonar a escarnio. Si Jesús sabe que no pueden con tanta carga y por eso están contra el suelo ¿cómo los va a cargar más? Jesús ve que están sobrecargados porque los de arriba se descargan en ellos. Sobre todo en su caso la carga eran los tributos abrumadores, hasta el setenta por ciento de su exigua producción. ¿Cuál es el mensaje de Jesús? Que no internalicen el esquema, que no traten ellos de descargarse en otros, sean vecinos o familiares. Jesús les pide dos cosas: que carguen con lo que les toca y que se ayuden unos a otros. Lo primero es asumir la propia responsabilidad; lo segundo, la relación solidaria. Es lo que Pablo hacía él mismo y proponía con gran tesón a sus comunidades: Él ante todo trabajaba para no ser gravoso a nadie; además con su trabajo contribuía a socorrer a otros. En la comunidad no debía haber ningún parásito. “El que no trabaje, decía, que no coma”. Pero sobre la base de esta responsabilidad asumida, venía la solidaridad fraterna.

En la sociedad en que vivió Jesús, que no era democrática, no había posibilidades de cambiar políticamente las reglas sociales, económicas y políticas. Por eso los seguidores de Jesús empezaron por sus propios ámbitos. Siguiendo con la norma de Pablo, trataban de valorizarse al máximo y además de compartir los excedentes. Así se llegó en el siglo III a una “seguridad social” incomparablemente más eficiente que la del imperio, que, con recursos muy superiores, no lograba resultados tangibles. Por eso quiso echar mano de esos intereses, sin darse cuenta que no eran fondos administrados rentísticamente sino una colaboración capilar mantenida por una acción constante organizada.

¿Cómo se puede traducir hoy esta propuesta? Como se ve, toda ella reposa sobre el sujeto. Es el sujeto el que se valoriza al máximo para llegar a hacerse cargo solventemente de su vida porque no quiere resultar una carga para nadie, y el que, llevado por ese mismo impulso, ayuda a otros, ayuda tanto puntualmente ante desgracias imprevistas, como sobre todo a que los demás se valoricen cada vez más, en un proceso inacabable, que no tiene en cuenta sólo los bienes y servicios transables sino otros que por su misma naturaleza no lo son y que contribuyen a cualificar la vida.

Así pues, el cambio tiene que ser de horizonte. Esta transformación del sujeto tiene que consolidarse culturalmente y es desde esa recreación cultural como tienen sentido las conquistas políticas democráticas.

 

el sujeto se construye dirigiéndose a construir las expresiones actuales del Reino

 

¿Qué contenidos analíticos puede tener hoy ese horizonte del Reino hacia el que se nos pide caminar? El contenido mínimo sería que la historia marche “como Dios manda”, es decir hacia una optimización de las posibilidades del planeta tierra y hacia un verdadero desarrollo humano; hacia la constitución de individuos cada vez más conscientes de sí y capaces de dirigir responsablemente su vida, y hacia la conformación de redes que los interconecten en un flujo horizontal y cualitativo en el que cada quien pueda dar de sí lo mejor y recibir lo mejor de los demás en una emulación simbiótica y ecuménica, que salvaguarde y potencie la otreidad de personas y culturas, a la vez que las incorpora a la única humanidad en la única tierra. Que Dios reine en nuestra historia significa que con la profundización de la democracia a escala planetaria vayamos superando privilegios y discriminaciones e incluyendo a los excluidos, tanto en el interior de cada país como a los países excluidos. Significa que la producción y el consumo se desabsoluticen para que se cultiven otras dimensiones humanas como el estar, el convivir, el celebrar, el permanecer en silencio, la reciprocidad de dones, la gratuidad, el vivir en la presencia de Dios y relacionarse con él.

El mínimo de este mínimo sería no pasarse la vida enfermo con enfermedades de pobres, construir casas y habitarlas, sembrar y comer de esos frutos, es decir tener un techo digno propio, trabajar productivamente y participar del fruto de ese trabajo social, estar tranquilo en la casa y andar tranquilo por la ciudad sin caminar sobresaltado ni vivir prisionero entre seguros y rejas, poder participar y poner coto a tanta compulsión al consumo y a esa incitación permanente a elementarizarnos y desestructurarnos, es decir a destruirnos.

¿Por qué llamamos a este estado de cosas reino de Dios? Porque Dios nos ha creado con ese designio. Un designio que no es exterior a lo que somos sino la dinámica de la vida humana genuina, la existencia humana auténtica. Cualquier otra dirección es extravío, degradación, fracaso de los individuos y de la humanidad como tal, y, como consecuencia, alteración del equilibrio que en la tierra hace posible la vida, deterioro del planeta, en suma vaciamiento de la creación. Creo que se entiende lo que quiere decir Jesús. El sujeto se constituye únicamente al entregarse a esta acción. Pero, claro está, al entregarse como expresión de la fraternidad de los hijos de Dios. No con una tensión desaforada, prometeica. Esa tensión no construye al sujeto; lo descoyunta. El sujeto no es un militante y menos aún un liberado. Esas expresiones del Reino que hemos mencionado se construyen en la cotidianidad, en la vida, que es sin duda histórica; pero teniendo en cuenta que la historia es una cualificación de la vida humana para dinamizarla y enriquecerla, no una acción desfondada que la devora.

 

3.- ENTREGAR LA VIDA

 

vivir para sí es perder la vida, entregarla es ganarla

 

Este cambio de horizonte exige una confianza de fondo. Supone que la vida se recibe y se entrega. Si la vida es, en cambio, lo que uno produce y guarda o lo que uno arrebata y defiende, lo que uno conquista con su sudor o ingenio o posicionamiento, no cabe sino el empeño por conservarse en la existencia. Ésa es la única fuente de virtualidad humana. En definitiva al final llegamos de nuevo al principio: a la discusión de lo que es el sujeto. Si es un en sí, de sí, para sí, o es un ser en la tierra y de la tierra, en la humanidad y de la humanidad, un ser eminentemente respectivo, pero no un mero individuo de conjuntos sino un centro autónomo que elabora lo recibido y compartido y que se convierte a su vez en emisor de vida histórica.

Hemos insistido que desde el punto de vista cristiano es un fracaso existencial buscar posicionarse a costa de convertirse en un mero individuo, aunque sea el que está más arriba. Perder la condición de sujeto personal es la mayor desgracia que puede ocurrirle a uno. Pero tampoco se constituye uno en sujeto blindándose contra el mundo. Salvar de este modo a toda costa mi libertad no sería ya ser libre sino estar fuera de juego. Ni salvarse poseyendo el mundo ni salvarse del mundo. Ambas direcciones son estériles y nos condenan a la soledad. La dirección vital que propone el cristianismo es salvarse ejerciendo la fraternidad de los hijos de Dios desde la autenticidad. Eso significa la frase de Jesús: “el que quiera ganar su vida, la pierde, pero el que la pierde por mí y por el evangelio, la gana”.

 

yo no soy lo mío; llego a mí cuando me entrego y recibo la entrega

 

El sujeto no se construye atesorando. Yo no soy lo mío. Esa cosificación nos empequeñece, aunque lo mío sea mi querencia, lo impregnado de mis vivencias: mis objetos y seres queridos, ese rincón del mundo al que me siento pertenecer y que siento mío, mi casa, mis costumbres... Mucho más me empequeñece si aquello en lo que descanso son mis posesiones o mis influencias o mis poderes.

Desde el punto de vista cristiano tenemos que especificar que lo mío no puede ser tampoco mi Dios. Pretender poseer así a Dios es una fatuidad. Mientras considere a Jesús como lo más importante de mi vida, el centro de mi vida, no entablo con él ninguna relación real, menos aún personalizadora. Tragarse así a Jesús, reducirlo a una pieza de mi juego, aunque sea la más importante, es negar la alteridad. Y hay que reconocer que no raramente esto es lo que sucede. Quienes mataron a Jesús lo hicieron porque habían cosificado a Dios, reduciéndolo a piedra angular del edificio que habían montado y usufructuaban. No quisieron abrirse a la alteridad indisponible que les presentaba Jesús. Ya insistimos que las relaciones entre Jesús y Dios eran extáticas, fuera de cada uno de ellos, en la más absoluta libertad, que eso es el Espíritu.

Si yo no soy lo mío ¿quién soy? El que se relaciona conservándose en la relación, relacionándose de tal manera que llega a sí mismo cuando se entrega y cuando recibe la entrega. Este modo de entregarse que personaliza, no equivale ni a la socialización por la que uno llega a ser miembro de un conjunto ni al contrato privado o público. Es una verdadera entrega en la que uno se da.

 

desapropiarse da miedo; sólo es posible con fe

 

Hay dos elementos que vuelven azarosa la entrega: el primero es la salida de sí, el segundo es la entrega a un ser concreto. Ambos aspectos dan miedo. Salir de sí es lo contrario de atesorar, de extenderse fuera de sí para poner a su servicio lo que no es uno. Darse es desapropiarse. Es dejar el propio reducto, la protección que da estar en sí mismo para estar fuera, a merced de otros. Siempre está uno a merced de los demás. Pero es completamente distinto estar a merced externamente, en cuanto que ocupamos el mismo espacio, a abrirse uno mismo en cuanto persona. Eso es propiamente entregarse. Así pues, uno de los elementos del entregarse es perderse; el otro, ya lo hemos dicho, es encontrase en el otro, si la entrega es personalizadora. Perderse con la esperanza de encontrarse, es siempre una aventura, una apuesta. Es como cuando el niño deja el regazo de la madre y se lanza a caminar o como cuando uno se lanza al agua para aprender a nadar. Aunque estén cerca los brazos acogedores o aunque no cubra, hay que arriesgarse. Y eso da miedo. Sólo cuando la fe supera al miedo, uno se atreve a dar el paso. Y éste es precisamente el problema: la fe. Sin fe en el otro no hay posibilidad de constituirse el sujeto. Y hoy mucha gente se siente incapaz de tener fe. No es sólo el problema de si el otro la merecerá. Es uno el que no se ve capaz de depositar su fe en nadie ni de presentarse ante otro como una persona fehaciente.

Un hijo, alguien que ha experimentado recibir la vida cotidianamente de personas en las que pudo confiar razonablemente porque se mostraron dignas de fe, sabe lo que es vivir de fe y por eso puede convertirse en alguien digno de fe y puede dar fe a otros. La fe es la flor de la relación de amor. Por eso quien se sabe hijo de amor puede entablar relaciones de fe. Quien no se siente hijo, es más difícil que dé el paso de confiar así en otro o de hacerse digno de que otro confíe así en uno.

Desde el punto de vista cristiano no desobedecer nunca una orden del Padre no siempre es expresión filial. La observancia puntual de los preceptos morales y rituales puede ser el modo de ganarse el puesto en la casa. El que observa lo prescrito para merecer un lugar, es el que no sabe que es hijo. El hijo es el que escucha de labios del Padre: “tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo” (Lc 15,31). Quien sabe que el Padre lo ha puesto todo en su mano no se siente obligado por la generosidad del Padre sino que, lleno de alegría, elige ser trasunto de su entrega gratuita. Se puede, pues, ser una persona religiosa y moral sin tener fe. Y el que es verdadero hijo va más allá de la moral y la religión, aunque las practique. La relación de fe es absoluta, incondicionada, libre, y por eso busca expresarse de modo cada vez más concreto, más real, más transformador, aunque siempre dentro de la índole del sujeto, de sus dotes, incluso de sus limitaciones, de su debilidad.

No es fácil en este tiempo una pedagogía de la fe, ya que la dirección dominante de esta figura histórica sacrifica sistemáticamente a muchos para obtener sus fines, y más aún, si cabe, porque no reconoce vínculos libremente obligantes ni entidades colectivas sino sólo individuos privados que compiten y consumen. Es una de las fuentes de la dificultad del matrimonio y de todo tipo de entregas basadas en la fe, que aspiren a ser totalizadoras o por lo menos a dar de sí según su índole. Sin embargo, hoy estamos palpando la pertinencia de la reflexión de Pablo de que “donde abunda el pecado sobreabunda la gracia” (Rm 5,20) porque una minoría creciente se empeña muy creativamente en múltiples manifestaciones de reconocimiento al otro, siembra esforzadamente fe con la esperanza de recoger algún día frutos de libre reconocimiento mutuo.

 

¿merece la pena entregarse a alguien tan limitado como uno?

 

El segundo elemento que vuelve azarosa la entrega es que la entrega es a un ser concreto, tan propenso como uno a desmoronarse, que encuentra tanta dificultad como uno en mantenerse fiel y que, aun cuando lo logre, es tan limitado que no nos puede saciar y que por eso nos lleva a preguntarnos si merece la pena entregarnos a él. Si el sujeto se empequeñece al identificarse con lo suyo ¿no se hipoteca también al entregarse al que es más o menos como uno? Si uno no se basta a sí mismo ¿le bastará algún otro ser humano? Para nosotros los cristianos lo único a la altura del corazón humano es el Reino: el mundo fraterno de las hijas y los hijos de Dios, en el que Dios será todo en todas las cosas. La entrega personalizadora no se agota, ni se expresa principalmente, en el cara a cara. La entrega construye un nosotros, en el que se conserva el yo y el tú, un nosotros que en el seno de la realidad se va articulando personalizadamente con otros nosotros hasta componer tendencialmente el mundo fraterno de las hijas y los hijos de Dios. No es una entrega que se cierra sobre sí sino que se da en la trama de la vida y la construye.

La entrega en fe no es la entrega al ideal de compañera o de amigo o de maestro o de conductor... Es una entrega en cierto modo absoluta a una persona concreta y por tanto abierta, dotada de una relativa positividad, pero por eso mismo limitada y lábil. La entrega verdadera se hace sólo a la persona real. Este aprendizaje de una entrega gratuita y tendencialmente incondicionada a una y a unas personas necesariamente imperfectas y limitadas, aunque con dotes y gracias, es un aprendizaje difícil e ineludible.

 

la fe de Dios en nosotros posibilita nuestra fe en nosotros y en los otros

 

Para nosotros los cristianos este aprendizaje lo hacemos considerando la entrega de Dios y de Jesús a nosotros. Ellos saben lo que somos, lo inconstante de nuestro corazón, y tienen fe en nosotros y a pesar de todo siguen dándonos su fe. El que ellos crean en nosotros es la base firme para que también nosotros creamos en nosotros mismos y en los demás. Ellos no nos invitan a desengañarnos de los seres humanos para poner sólo en ellos nuestra fe. Nos avisan por el contrario que no podemos tener fe en ellos si no tenemos fe en nadie más.

La fe que Jesús inculca es una fe desengañada, desencantada, desilusionada. Una fe que rehuye entusiasmar: Él no quiere aparecer como un caudillo liberador al estilo de Moisés o David sino que pide que crean en ese galileo pobre que ha dejado su familia y su profesión y no tiene donde reclinar la cabeza. Él es el mensajero del Reino, más aún el que lo hace presente relacionándose con Dios con la confianza y disponibilidad de un verdadero hijo y relacionándose con los demás como un dirigente según el corazón de Dios: sirviéndoles a través de relaciones horizontales y mutuas, y pidiéndoles por eso que lo sigan, viviendo desde esas mismas actitudes. Él pide que tengan fe en uno como ellos, que sólo les gana en humanidad, y él a su vez con su fe en ellos les hace saber que su Padre cuenta con ellos porque cree en ellos.

Así pues nosotros podemos llegar a ser dignos de fe porque Dios, que nos conoce, sigue confiando en nosotros. En cuanto vivamos a partir de la fe que él tiene en nosotros, podremos dar a otros esa fe que dignifica. Es la fe depositada en uno la que lo transforma en digno de fe. Pero si es antes la fe depositada en uno que la transformación en alguien digno de fe, significa que la fe, como la flor del amor que es, tiene que revestirse de paciencia y gratuidad, a la vez que de exigencia, para dar lugar a que se opere esa transformación desde la libertad del sujeto o para seguir dando y esperando cuando no se ve nada. Esto es lo que han hecho con nosotros los que nos han querido y lo que hace siempre Dios. Por eso hemos insistido que la persona recibe gratuitamente el don antes que darlo: somos hijos antes que hermanos. Esta es nuestra diferencia con Sartre: nosotros pensamos que no somos arrojados a la existencia sino que nos ha sido regalada como don.

Éste es el presupuesto, tácito o expreso, de un número creciente de gente que se entrega gratuitamente en un servicio voluntario a otros, no con la conciencia de un bienhechor que da desde su suficiencia sino con la horizontalidad de un ser de necesidades que da de su pobreza, que no se cree el salvador del mundo sino el que aporta algo concreto a alguien que lo necesita porque halla alegría en dar y se siente agradecido de que se acepte su don. Éste que da es el que en otros momentos o incluso mientras da siente también la compulsión de acaparar o las ganas de vivir sólo para darse gusto; es una persona no completamente integrada, pero que a través de esas experiencias de entrega sencilla y verdadera va encaminándose hacia la entrega cada vez más completa de sí. No es que todo sea gratificante. Cuando la entrega se profundiza va encontrando resistencias tanto en uno mismo como en aquellos a los que se entrega o en el ambiente en el que incide esa relación. Esas resistencias son las que aquilatan la gratuidad de la entrega o la hacen entrar en crisis.

 

la vida del sujeto que se entrega en fe toma la forma de apuesta

 

Si el sujeto se construye desde la fe (en Dios, en sí mismo y en los demás), la vida toma la forma de la apuesta, una apuesta sostenida por la experiencia de ser llevado en la fe de otros y de llevarlos a ellos en la propia fe, por la experiencia de encontrarse uno, lo más genuino de uno, en el otro al que se entregó, y la experiencia de verse habitado por otros que se han entregado a uno sin perderse. Esas experiencias, intermitentes o continuas o como una vivencia de fondo, son los sacramentos de esta fe personalizadora. Pero también esa fe está combatida por tantos desencuentros, incluso con los seres más queridos, por la falta de reciprocidad o por la dificultad de tener fe, incluso en uno mismo. Por eso la construcción del sujeto es un conato, un empeño, que, cuando no se renueva incesantemente, cambia insensiblemente de signo.

Por eso el sujeto “descansa” en la acción, ya que el modo humano de ser es ser siendo. El sujeto, al contrario de su etimología, no es lo que subyace, es actualidad, iteración. Dios es actualidad pura. El ser humano no posee esa estabilidad dinámica; por eso debe reiterar la acción. Aunque es cierto que la humanidad cualitativa va en la dirección de una duración indefinida: la fidelidad. Pero, aunque desde el sujeto la acción se mantenga, como la vida es abierta, esa fidelidad debe expresarse siempre de nuevo y de esa manera consolidarse.

Hemos insistido, en el mismo sentido que la máxima de Jesús, que sólo se tiene lo que se da. Pero esto sólo es evidente en lo valioso: sólo tiene alegría quien da alegría, sólo tiene esperanza quien da esperanza, sólo tiene amor quien da amor. Esto es cierto, aunque no se acepte el don, aun con todo lo cuesta arriba que es seguir dando cuando no se recibe lo que uno da. ¿Será capaz de amar el que no es correspondido? Si amar es querer y procurar el bien del que se ama, sí podemos seguir amando, puesto que todos somos hijos de amor, puesto que sobre cada uno está derramado el amor de Dios, incluso sobre el que no cree en él. Concedamos que es cierto que en lo valioso sólo se tiene lo que se da, que el que quisiera atesorar lo valioso, lo perdería. Pero ¿qué pasa con lo útil, con lo que no es valioso en sí, pero que es un medio indispensable para vivir? Porque con lo útil pasa lo contrario: Si doy las cosas o el dinero que tengo, me quedo sin ellas. Si es comprensible el miedo a darse por la posibilidad de no ser correspondido, más lo es todavía el miedo a dar para no quedarse uno sin nada.

Ya dijimos que la propuesta de Jesús es que si uno pone su vida en cambiar las reglas de juego, de modo que cada quien se responsabilice de lo suyo y todos nos ayudemos mutuamente a llevar las cargas, Dios se encargará de él, y que no lo hará mágicamente sino por medio de otros que acepten su propuesta, como él es providencia de Dios para otros. Esto es para Jesús perder la vida, que equivale a entregarla a la causa del Reino, que no es una causa objetivada que sacrifica a las personas en función de ella, porque el Reino no es otra cosa que el mundo fraterno de las hijas e hijos de Dios. El Reino es ante todo reinado, es decir la acción de relacionarse Dios con nosotros como Padre materno y nuestra acción de acogerlo como hijas e hijos y, correspondientemente la acción vivir fraternalmente como hijas e hijos de un mismo Padre-Madre. Ésta es la entrega en la que se conserva nuestra vida, en la que el sujeto que se pierde se encuentra en Dios y en los demás, en la que el sujeto que se da, recibe a los otros y es recibido por ellos.

Quisiéramos concluir el punto diciendo que esta propuesta está en marcha, que los bienes culturales de esta figura histórica, que no están asumidos por la dirección que prevalece hasta hoy, la expresan. En efecto, la cultura de la democracia, la de los derechos humanos y la de la vida, en sus expresiones más densas y consecuentes van más allá de contratos de mutua conveniencia y se sustentan en un reconocimiento de los demás y entrega a ellos para constituir un nosotros en el que cada uno se conserva, se reconoce y se gana. Pero esto no sucede por arte de magia sino que supone fe en los demás, una fe que con frecuencia se tiene que revestir de paciencia y que en ocasiones especialmente dramáticas aparecerá como una apuesta que se ha perdido, pero que acabará teniendo fecundidad histórica.

 

 

V. EL SUJETO EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN

 

Lo que llevamos escrito lo hemos escrito con la conciencia de que estamos en una época nueva. Una y otra vez se ha aludido al fenómeno de la globalización como su característica más visible e impactante, aunque la más decisiva y de fondo sería la revolución genética, cuyas consecuencias sobre el ser humano hemos explorado. En este momento queremos tematizar expresamente la relación entre la mundialización y el sujeto humano desde la perspectiva cristiana.

Para hacerlo quisiéramos distinguir de entrada entre la dirección dominante que ha tomado hasta ahora esta figura histórica, y otras direcciones en marcha que expresan los bienes culturales que contiene y que permitirán que los bienes civilizatorios se expandan con tanto vigor como hasta ahora, pero sin poner en peligro la convivencia, la dignidad y el futuro de la humanidad. La dirección dominante está liderizada por las corporaciones mundializadas. El problema no está en su carácter privado ni en su tamaño. El problema reside en su carácter corporativo que tiende a absorber y mediatizar todo: Acaba con la competencia y desnaturaliza el mercado, que es lo menos malo que hemos encontrado para redistribuir los beneficios de la producción social. Mediatiza la política y vacía la democracia con mecanismos como la flexibilización del contrato de trabajo y la propiedad intelectual, que con una formulación opaca encubren distorsiones más profundas que las que pretenden corregir. Y al buscar para sí misma una libertad irrestricta, resta libertad a las personas e instituciones. Para volver adictos a los consumidores, tiende por todos los medios a elementarizar a los individuos sustrayéndolos su condición de sujetos. Todo esto ha sido ya suficientemente analizado, pero debe ser recordado porque hasta hoy da el tono a esta época. Da el tono porque la época nació de una revolución científico-técnica y las corporaciones la vehicularon y se apropiaron de ella. Están ya en marcha direcciones que tienden a limitar las profundas distorsiones que ese unilateralismo, verdadero totalitarismo de mercado (expresión en sí contradictoria pero reveladora de la contradicción de nuestra situación), ha provocado, e incluso a introducir otros elementos que signifiquen un verdadero cambio de dirección.

 

la globalización como oportunidad

 

Pues bien, para que los árboles no nos impidan ver el bosque, quisiéramos comenzar afirmando que, si para nosotros el sujeto es un sujeto humano, el que la humanidad, es decir los habitantes del planeta, estemos llegando a vivir todos en presencia de todos, a captar la interdependencia mutua, incluso en parte a reconocernos como distintos e iguales en dignidad, el que esté planteado el reto multiforme de llegar a respetarnos efectivamente, es decir no sólo a coexistir pacíficamente sino a relacionarnos simbióticamente, es una situación que ayuda enormemente a plantear realmente el problema de si somos sujetos humanos o sólo particularidades trascendentalizadas. La situación mundializada no sólo ayuda a plantear al sujeto como humano sino que obliga a hacerlo.

Creo que gran parte de los ciudadanos europeos pensaban defender los derechos humanos cuando en realidad defendían los derechos de los ciudadanos de sus países y de países afines, sobreentendiendo que ellos y los que se parecían a ellos eran los auténticos seres humanos. Por eso los más generosos estaban dispuestos a admitir que residentes en Europa de otras culturas tenían derecho a asimilarse y que, en tanto lo hicieran, había que reconocerles los mismos derechos. Pero con la presencia masiva de personas nacidas en Europa que reivindican el derecho a vivir en ella con otra cultura, se ha abierto el debate, porque no es admitida sin más la idea de que en Europa coexistan con igualdad de derechos ciudadanos de diversas culturas. Se admite la diferencia en tanto no se reivindique la igualdad. Si se reivindica la igualdad, el precio es la asimilación. En Europa cada vez se hace más insostenible sostener con buena conciencia la identificación implícita entre humano y de cultura europea: o se defiende la identidad de modo fundamentalista o hay que afirmar también concretamente las otras identidades. De este modo el sujeto se ve llevado a elegirse como una particularidad entre otras o a absolutizarse imponiéndose sobre los demás y negándolos.

Eso mismo pasa en América Latina donde admitimos la diferencia porque sobreentendemos que ellos admiten nuestra hegemonía. Normalmente un blanco o blanqueado, es decir un poseedor de la cultura occidental americana tradicional o un occidental mundializado, no reconocen a un indígena, a un negro, a un campesino o a un poblador de barrio como iguales a él. La superioridad sentida de bienes civilizatorios y culturales se interpreta sin más como superioridad humana. Esta evidencia está siendo cuestionada en los países andinos donde partidos indígenas empiezan a tomar una fuerza decisoria, tanto que pueden llegar a reconfigurar al país. Eso obliga a los que hasta ahora se tenían como superiores a entenderse como uno entre varios o a imponer su dominación mediante una represión constante, constituyendo lo que los obispos denunciaban ya en 1968 como colonialismo interno. Ser sujeto humano es hoy más complejo que lo que parecía ser hace medio siglo, pero también la realidad de serlo efectivamente está hoy más al alcance de la mano, aunque exija íntimas transformaciones.

Pocas guerras habrán sido tan repudiadas, pocas victorias se habrán convertido antes en derrotas, como la invasión estadounidense a Irak y la posterior y más mortífera ocupación. La humanidad no ha sido sólo espectadora, también ha sido juez y actora. Esa frase del Papa “la guerra es una derrota de la humanidad”, la ha sentido como verdadera la mayoría de los seres humanos que poblamos la tierra. Nos hemos sentido derrotados, aplastados. Así se sienten incluso cada vez más estadounidenses a pesar de la propaganda tenaz y la represión cada vez menos solapada del gobierno de Bush. Pero esa violación de nuestra dignidad no ha hundido a la gente; por el contrario la ha llevado a manifestar su vergüenza y su repudio, y a luchar, tanto por desenmascarar el montaje pretendidamente humanista de la invasión y la ocupación, como para lograr que los invasores asuman sus responsabilidades y para que se instaure una solución superadora que pase por el derecho de los propios irakíes a decidir y gerenciar su futuro.

El imperialismo fundamentalista de Bush está perturbando profundamente la convivencia, la conciencia y la institucionalidad de USA; pero esa ofensiva ideológica y política está siendo contestada con gran coraje por minorías crecientes. Hoy está planteado el dominio despótico de los blancos anglosajones sobre el resto de los ciudadanos estadounidenses, pero también está en acción la subjetualidad eminentemente humana de quienes lo resisten y luchan en su cotidianidad y en redes cada vez más decididas por una nación realmente ecuménica.

Para los cristianos la humanidad no es una entelequia al margen de las culturas, pero tampoco se identifica con ninguna. Siempre ha existido la posibilidad, tanto de vivir la propia cultura como el medio que uno tiene a la mano para constituirse en humano, como de vivirla identificándola con la condición humana. En tiempos anteriores, en los que la mayoría vivía confinado a su cultura, no era tan fácil distinguir cuándo se vivía la cultura como un camino particular de humanización y cuándo se la vivía de modo absolutizado; hoy salta a la vista por la relación cada vez más inextricable entre personas de culturas diversas. La situación de mundialización es así una oportunidad, tanto para que salga a luz si somos sujetos humanos o si nos reducimos a individuos, altamente individualizados tal vez, de nuestra cultura; como para que, si nos descubrimos en esta posición, nos sintamos retados a transformarla superadoramente.

Para nosotros afirmar al otro al afirmarnos a nosotros significa en primer lugar aceptar que él viva su particularidad como nosotros vivimos la nuestra e incluso propiciar que las leyes amparen este pluralismo. Pero significa más aún vivir realmente en presencia de los otros, compartir positivamente el espacio y dialogar simbióticamente con ellos y hasta aceptar la transformación mutua inherente a toda relación profunda. Ése es el contenido de la fraternidad cristiana, que, sin estas expresiones, se reduce a una declaración de principios y a una vaga emoción inoperante. La fraternidad cristiana no se reduce a la simbiosis basada en la afinidad, por ejemplo entre hermanos de sangre o de etnia o de religión o de pertenencia común a cualquier tipo de asociación. Es la fraternidad simplemente humana, que se muestra inequívocamente como tal cuando se da respecto del otro, del de otra cultura. Pues bien, la presencia masiva de otros de otras culturas en mi ambiente vital, es una característica que diferencia a nuestra época de las pasadas.

Como el punto de partida es por un lado la presencia multiforme de los otros y las relaciones cada vez más tupidas de todos con todos, y por otro el no reconocimiento, bien de la diferencia, bien de la igualdad, la fraternidad, además del reconocimiento, el respeto y la simpatía hacia el otro, lleva fuertes dosis de luchar con él para que se le reconozca en concreto la igualdad en la diferencia, aunque eso tenga como efecto la limitación de lo que hasta hoy tenía yo como un derecho y he descubierto que es un privilegio. Sin este contenido concreto, la opción por los pobres no pasa de ser un slogan encubridor. A la humanidad “le corresponde establecer un orden político, económico y social que esté más al servicio del ser humano y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad (...). Por primera vez en la historia, todos los pueblos están convencidos de que los beneficios de la cultura pueden y deben extenderse realmente a todas las naciones” (GS 9).

Para los cristianos el sujeto no se constituye por la trascendentalización del propio yo que se afirma frente a todos y frente a todo o que deja el campo social, pagando el peaje imprescindible para subsistir, y se encierra en su torre de marfil. Se constituye cuando liga su constitución a la constitución concreta de los otros. Ésta es la verdadera trascendencia del sujeto, la que lo coloca en el campo propiamente humano. En este sentido dice el Concilio que el ser humano “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (GS 41).

Así pues esta fraternidad no puede ser entendida como una relación de simpatía entre personas previamente constituidas sino como la relación que las constituye. Ya hemos insistido que los demás son todos los seres humanos, lo que hoy, por primera vez en la historia, no resulta una abstracción. Dios “ha querido que los seres humanos constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos (...). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los seres humanos y la unificación asimismo creciente del mundo” (GS 24). Hay, pues, una correlación inextricable entre la propia constitución y la construcción de la historia: “Somos testigos de que nace un nuevo humanismo, en el que el ser humano queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia” (GS 55).

Pues bien, hoy hay muchas oportunidades, más que en cualquier época del pasado, para constituirse como sujeto humano: “Las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del ser humano, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual” (GS 9). “La actividad humana, así como procede del ser humano, así también se ordena al ser humano. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse” (GS 35). Reconocemos con alegría que no pocos emplean las posibilidades y los recursos para cultivarse: ése es precisamente el sentido literal de cultura; este cultivo llega con frecuencia hasta la trasformación superadora e incluso a la trascendencia, que acontece, como venimos diciendo, en la entrega de sí a otros, en los que se reintegra el propio yo.

 

la globalización como problema

 

Sin embargo no podemos dejar de reconocer que las dificultades corren parejas a las posibilidades. Está ante todo el mercado totalitario que pretende encerrarnos en las funciones de productor-consumidor y nos empuja frenéticamente en ambas direcciones, carrera que deja a muchos fuera del sistema, que casi equivale a fuera de la vida, y que deshumaniza a quienes se entregan a esa lógica. Está, como el mundo de vida que ha creado y poblado y que le da sentido, la galaxia de massmedia (televisión, radio, revistas, internet), espectáculos (deportes, canto, música y baile, acontecimientos y vida íntima de los famosos, política, incluso guerra espectacularizadas), marcas (los iconos de las corporaciones mundializadas), mundos y estilos de vida (tal como son representados en las propagandas que caracterizan a cada marca, en series de televisión, en la vida espectacularizada de los famosos), aspectos que se reenvían mutuamente, seduciendo, saturando, creando compulsión a entrar en ese universo por la vía mágica del consumo de las mercancías. Está la vida política, que paso a paso va aceptando ser configurada por la cultura del riesgo, lo que significa reducir paulatinamente las expresiones institucionalizadas de solidaridad social y consiguientemente la carga impositiva, para que aumenten exponencialmente las posibilidades de enriquecerse y consumir, a la vez que prever privadamente el futuro. Es cierto que ese riesgo posibilita que los vencedores se apropien íntegramente del valor en el mercado de su productividad; pero no lo es menos que la mayoría se siente mucho más desprotegida y los perdedores se encuentran abandonados o sobreviviendo en instituciones creadas para ese fin. ¿Es sujeto humano el que, despreocupado absolutamente por los demás, sólo se preocupa de cualificar su contribución y gestionar eficazmente la retribución y de invertirla y gastarla lo más productiva y exquisitamente posible?

Tal vez la clave de la perversión de la dirección dominante de esta figura histórica sea la consideración del trabajo como una mercancía. Para el cristianismo el trabajo es una de las fuentes principales de personalización. La encíclica de Juan Pablo II sobre el trabajador, Laborens exercens, es la que desarrolla más sistemáticamente el tema. Insiste en que la obra realizada por él es siempre inferior a su contenido como acción humana. Asienta que hoy los pobres son fundamentalmente “el resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano” Y de ahí saca la conclusión de que “son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres de trabajo y con los hombres de trabajo”. Para el cristiano esta solidaridad no es algo apendicular y supererogatorio: La Iglesia debe comprometerse con esta causa porque la considera “como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la Iglesia de los pobres”.

Hay que decir que hay muchos más movimientos para redistribuir entre los pobres de los países desarrollados y más aún en el tercer mundo los frutos del trabajo, sean mercancías para distribuir o dinero para invertir, que para revertir la tendencia actual a la “flexibilización del contrato de trabajo” y para lograr la movilidad de los trabajadores, como existe la del capital. En este sentido muchas ONGs están realmente coaptadas por el sistema actual, controlado por las corporaciones y, más allá de sus cometidos concretos, sirven para internalizarlo entre los perdedores. En este punto es imprescindible apuntar hacia algo más alternativo.

Creemos que la alternativa está en marcha, tanto en la vida concreta de no pocos sujetos, que viven, como decíamos anteriormente, de cara a los otros, realmente abiertos a ellos, entablando relaciones simbióticas con ellos y entregándose desde su genuinidad a su justa causa; como en grupos y redes que reconocen como seres humanos a los perdedores, que se relacionan con ellos sin absolutizar su propio paradigma y buscando no sólo ayudar sino ser también ayudados, comunicándose no ya como bienhechores sino como compañeros que van creando un mundo policéntrico y compartido, y que desde esa práctica y perspectiva luchan sin tregua por vencer la lógica corporativa, tanto de las empresas como de los grupos étnicos para crear una cultura realmente democrática que desemboque en una política democrática de ámbito mundial, por la transformación de los organismos multinacionales y la creación de otros que aún no existen.

Como explicitación del sentido del Concilio Vaticano II declaró Pablo VI en el discurso de clausura que “la religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad” (n°7). La Constitución, que venimos glosando, sobre la Iglesia en el mundo actual, asentaba que “las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en esa fe y en esa caridad, aplicadas a la vida práctica” (GS 42).

 

 

LLEGAR A SER CUALITATIVAMENTE HUMANO

 

EL SUJETO COMO PERSONA

La relación fraterna, signo de la relación filial

¿Podemos amar a otros como somos amados por Dios?

Dificultad de la relación personalizadora con Dios

 

JESÚS DE NAZARET, ARQUETIPO DE SUJETO PERSONAL

como Hijo de Dios se relaciona con su Padre humanamente: en la fe

se hace Hermano, y Dios lo proclama su Hijo

la libertad, estatuto de la relación personalizadora

todo, al servicio de la relación personalizadora

acoger a los excluidos sin asimilarlos, prueba de relación personalizadora

las autoridades absolutizadas mataron al que las relativiza para personalizarlas

sujeto público desde la cotidianidad y desde abajo

no otras instituciones sino otra lógica

las acciones humanizadoras tienen resultados relativos, pero apreciables

fecundidad de la acción personalizadora

 

TRES INSISTENCIAS CRISTIANAS RESPECTO DEL SUJETO

 

1.- NO PERDER EL ALMA

¿buscar el Éxito a costa del sujeto?

ser grato a muchos, sirviéndoles discretamente, es ganar el alma

tener Éxito siendo útil es ganar el alma

convertir todo en oro o en poder es vivir en la soledad de un mundo cosificado

arrodillarse ante mecanismos económicos y sociales es perder el alma

no dilema trágico sino tensión dramática

 

2.- BUSCAR EL REINO

institucionalizar un ámbito en el que sea posible vivir humanamente

a todos nos ir mejor si cada uno se ocupa al máximo de lo suyo

fundarse en Dios libera de la ansiedad y posibilita la fraternidad

llevar la propia carga y ayudarse a llevar las cargas

el sujeto se construye dirigiéndose a construir las expresiones actuales del Reino

 

3.- ENTREGAR LA VIDA

vivir para si es perder la vida, entregarla es ganarla

yo no soy lo mío; llego a mí cuando me entrego y recibo la entrega

desapropiarse da miedo; sólo es posible con fe

merece la pena entregarse a alguien tan limitado como uno?

la fe de Dios en nosotros posibilita nuestra fe en nosotros y en los otros

la vida del sujeto que se entrega en fe toma la forma de apuesta

la globalización como oportunidad

la globalización como problema

 

VI. EL SUJETO POPULAR

dificultad del sujeto popular

en qué necesita crecer el pueblo

el pueblo como sujeto: los constructores de barrios

cuando los excluidos son sujetos

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