America, Argentina
Categoría padre: Artículos por autor Categoría: Elizabeth A. Johnson

La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros

Investigación sobre Jesús y fe cristiana


Elizabeth A. Johnson, csj

texto tomado de D. Donnelly (ed.),

J. D. G. Dunn,

D. J. Harrington,

E. A. Johnson,

J.P. Meier,

E. P. Sanders (cols.) Jesús.

Un coloquio en Tierra Santa

(edit. Verbo Divino, Navarra 2004)

pp. 185-213

Desde el nacimiento de la investigación bíblica moderna, hace unos doscientos años, los estudiosos han venido utilizando los mejores métodos empíricos que ellos han pulido de un modo cuidadoso para explorar los detalles concretos de la vida de Jesús de Nazaret y, al mismo tiempo, han estudiado la forma en que la memoria de Jesús se ha configurado y ha sido transmitida a través de las primeras comunidades de discípulos. Por la utilización de las herramientas más refinadas de la investigación histórica y literaria, que ha sido capaz de situar los textos del evangelio en sus propios contextos, esta investigación ha podido aportar una gran riqueza de conocimiento para la historia de Jesús y para el origen .de la cristiandad, dentro de las circunstancias específicas de Palestina en el siglo I d. C. Pues bien, ahora que está alboreando un nuevo milenio, estamos experimentando un renacimiento renovado de los estudios sobre Jesús, gracias al empleo de los métodos más modernos, tomados de las ciencias sociales -análisis de tipo interculrural, económico y político- y gracias, además, al conocimiento cada vez mayor del judaísmo del siglo I y del mundo grecorromano, que debemos no sólo al descubrimiento de rollos o textos antiguos, sino también a las recientes excavaciones arqueológicas (1). Los estudios presentados durante este simposio son un ejemplo excelente de este nuevo conocimiento, que ha venido a recibir aún más intensidad por nuestra presencia aquí, en esta tierra donde tuvieron lugar los acontecimientos evangélicos.

El conocimiento empírico que proviene de estos estudios científicos hace que surjan inevitablemente cuestiones existenciales dentro de una comunidad de fe. En la medida en que nosotros experimentamos ese conocimiento de un modo personal, preguntamos por la forma en que puede influir en nuestra manera de ser discípulos y en nuestra relación con el misterio del Dios Viviente, que nos llega a través de Jesucristo. En la medida en que ese conocimiento viene a entrar en conflicto con la identidad corporativa, pública, de la Iglesia, debemos preguntar sobre el sentido que tiene para la fe y para la vida práctica de la comunidad.

La teología, en cuanto distinta de la investigación bíblica, tiene que ocuparse de estas cuestiones hermenéuticas. Ella intenta tender un puente sobre el tiempo, entre el siglo I y el XXI, trazando conexiones significativas, a fin de que la tradición siga siendo una tradición viva, y no quede petrificada. Al comienzo del segundo milenio, Anselmo, un teólogo medieval, definió la teología como fides quaerens intelectum, es decir, como fe que busca comprensión -una definición viva y con final abierto-. En cuanto disciplina aca~émica, la teología quiere interpretar el sentido de la fe para comunidades que son distintas de las antiguas, en unos tiempos y lugares históricamente cambiantes.

A diferencia de lo que han propuesto otras contribuciones de este coloquio, nuestro trabajo constituye un ejercicio de teología, en el sentido sistemático que acabo de describir: trata de captar el significado que la investigación sobre el Jesús histórico -que le sitúa en su propio tiempo, lugar y cultura- puede tener para el contenido de la fe de los cristianos actuales y para su compromiso práctico. Quiero aclarar desde el principio que estamos tratando de un tema que es relativamente nuevo para la fe: la Iglesia ha vivido a lo largo de la mayor parte de los dos mil años de su trayectoria sin que existiera ninguna «búsqueda del Jesús histórico» (2). Más aún, la misma noción de historia, que se encuentra en el fondo de esta búsqueda, es decir, la historia misma como recuerdo de «aquello que realmente sucedió», sólo ha surgido hacia el final de la Ilustración, en la Europa de los siglos XVIII y XIX. De esa manera, el trabajo que proponemos constituye una especie de conversación nueva con la tradición viva. En la medida en que muchas de las aproximaciones sobre Jesús, sus citadas por la investigación bíblica, resultan genuinamente novedosas para las personas que se habían relacionado con los textos de los evangelios, interpretándolos como Escritura Sagrada, los nuevos datos plantean retos para los modelos de pensamiento tradicional de esas personas. En la medida en que gran parte de los contemporáneos funcionan con un modo de pensar que está marcado por una comprensión más «literal» que «legendaria» de la historia, esta investigación nos ofrece también la oportunidad de contestar a las preguntas básicas que ellos se plantean sobre el significado de la fe.

Tres opciones enfrentadas

A mi juicio, la investigación contemporánea sobre Jesús constituye una bendición para la Iglesia. No todos estarían de acuerdo con esto. Así queremos añadir que la pregunta sobre si, y en qué medida, la investigación sobre Jesús debería constituir un impacto para la vida de fe resulta muy discutida. Han brotado al menos tres posturas.

Una trayectoria, cuyo origen puede verse en Reimarus en el siglo XVII y que lleva, a través de David Friedrich Strauss en el siglo XIX, hasta algunos de los participantes del Jesus Seminar de nuestros días (aunque, ciertamente, no hasta todos), está encantada con la investigación sobre Jesús, porque esta le sirve para pinchar el globo de la doctrina cristológica tradicional que, a su juicio, se encuentra super-inflada o hipertrofiada (3). Suponiendo que existe una gran diferencia entre lo que presentan los textos del evangelio y lo que «realmente» sucedió, los defensores antiguos de esta trayectoria sostienen que los evangelios son meras fabricaciones piadosas, o incluso engaños directos, tramados por los discípulos. La probabilidad de que Jesús haya dicho alguna vez la mayor parte de aquello que le atribuyen los evangelios resulta mínima, sigue diciendo este argumento, de manera que no podemos fiamos de la enseñanza de esos evangelios. La doctrina que sostiene que Jesús es la Palabra Encarnada de Dios no tiene base ninguna en los recuerdos históricos. Lo mejor que podemos hacer sobre Jesús es pensar que fue un profeta que fracasó o un revolucionario extraviado. De esa manera, los métodos histórico-críticos han sido utilizados para destruir la respuesta de fe que los cristianos ofrecen a Jesús, cuando le consideran mediador de la misericordia y del amor divino. De esta manera, la investigación sobre Jesús triunfa a expensas de la fe.

En forma de crítica a la corriente anterior, se ha desarrollado una trayectoria opuesta. Esta es una trayectoria que, con diferentes matices, podemos seguir desde Martín Kahler en el siglo XIX, hasta Luke Timothy Johnson en nuestros días; esta sostiene básicamente que el Jesús «real» no es la persona que vivió en la historia externa de su tiempo, sin más, sino el Cristo de la historia bíblica, es decir, el Cristo de la fe de los textos evangélicos (4). El creyente encuentra en los evangelios la figura viviente del Cristo resucitado y recibe el reto existencial para poner su confianza en él. Sin duda, cierto conocimiento histórico puede ser legítimo e incluso necesario -por ejemplo, que Jesús vivió de hecho y que fue crucificado bajo Poncio Pilatos-; pero las arenas siempre movedizas de la investigación histórica y sus conclusiones mudables resultan muy poco importantes para la fe. En contra de eso, el testimonio del texto bíblico ofrece una «región segura, libre de tormentas» para el acto salvador de la fe, fe que se realiza a la vista de la continua y poderosa presencia de Cristo resucitado en la Iglesia, aquí y ahora. En esta perspectiva, la fe triunfa haciendo que disminuya, si no es negando del todo, el impacto de la investigación crítica sobre el Jesús prepascual.

Una tercera trayectoria, compartida a lo largo de muchos años por investigadores bíblicos para los que resulta importante la piedad, por numerosos teólogos y, me atrevo a decir, por los participantes de este coloquio, opta por vincular ambas aproximaciones. Esta tercera trayectoria descubre que la visión escéptica de aquellos que dicen «sólo historia» resulta deficiente, pues esa visión no respeta el poder de interpretación creyente y el dinamismo de la fe en la vida de las personas. Pero esta tercera perspectiva descubre igualmente que la visión devota que dice «sólo fe» resulta también insuficiente, pues no respeta la importancia del pensamiento crítico en la vida de los cristianos de nuestro tiempo. En contra de eso, relacionando historia y fe, esta tercera postura permite que, de un lado y otro, el razonamiento histórico y la confianza en Dios por medio de Jesucristo, puedan iluminarse mutuamente. Aquí no se piensa de un modo simplista que la historia «funda» la fe o que la genera, pues la fe es siempre un don gratuito que viene de Dios. Pero cuando es recibida en un contexto de fe, la investigación histórica puede ciertamente fortalecer la vida de la fe o ser un reto para ella, porque la presencia y acción de Dios en el mundo no son tan intangibles como para no dejar ningún tipo de huellas históricas que puedan discernirse. Cuando tratamos de la relevancia que la investigación sobre Jesús tiene para la fe cristiana, no carece de importancia el saber qué tipo de ser humano era aquel Jesús en el que Dios se hizo hombre.

El concilio Vaticano I -sí, el Vaticano I- ha planteado el conflicto potencial entre las visiones de la razón humana y las verdades de fe de un modo que puede ayudamos mucho. Fundándose en una antigua tradición católica, en el decreto Dei Filius, el Vaticano I afirma que no puede darse jamás ninguna discrepancia real entre la fe y la razón, porque un mismo Dios es la fuente de ambas y ese Dios ha revelado las verdades de la fe y ha dotado también a la mente humana con el poder de la razón. Allí donde parece que surge una contradicción entre ambas, ello se debe a que las doctrinas de la fe no han sido rectamente entendidas o a que la razón ha tomado como veredictos definitivos lo que son de hecho meras opiniones. Más aún, la fe y la razón no son simplemente enemigas, sino que pueden ofrecerse mutuamente ayuda. La fe ilumina a la razón, para que descubra la verdadera finalidad de la vida humana en el mundo. Cuando la razón, iluminada por la fe, quiere entender esto de un modo cuidadoso, devoto y mesurado (sedulo, pie et sobrie), puede alcanzar conocimientos que resultan muy fructíferos. Trazando analogías con cosas ya conocidas y poniendo en marcha nuevas conexiones entre la fe y la vida humana, la razón puede realizar una tarea positiva, promoviendo el conocimiento del misterio de Dios quien, sin embargo, permanece siempre más allá del conocimiento humano (Dei Filius 43,44).

Este concilio del siglo XIX habló de la razón como si fuera un poder abstracto, de tipo lógico y se concentró en la razón científica, que estudiaba el mundo natural, para descubrir los caminos a través de los que Dios actúa en el mundo (y entre esos caminos parecía especialmente discutido el tema de la evolución). A mi juicio, la visión del Vaticano I sigue conservando su misma validez cuando se aplica a otro tipo de razonamientos, entre los que se incluyen aquellos que dirigen la investigación histórica. Situada en esta perspectiva, la tercera posición, en la que se quieren incluir las dos anteriores (la investigación histórica y la fe cristiana), mantiene que la fe y la razón históricas son capaces de actuar como compañeras (partners) más que como enemigas. Este es el convencimiento que se encuentra en el fondo de la presente conferencia. Tengo la esperanza de poder mostrar el significado que la investigación histórica sobre la vida y el tiempo de Jesús tiene para la comprensión y la práctica liberadora de la fe de las personas en este mundo contemporáneo, un mundo en el que la conciencia histórica forma parte del aire que respiramos y en el que el hambre y la sed de justicia impulsan nuestras conciencias.

El título del trabajo ofrece la clave para entender mi punto de partida: « La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» Jn 1,14). Aquí estoy asumiendo el valor de la fe cristiana, más que defendiéndola, aun sabiendo, que el significado preciso de la encarnación en cuanto tal, para no decir nada de la resurrección, ha sido un tema de duro debate teológico en los últimos años. Partiendo de esta base, mi tesis propone que la investigación sobre Jesús afecta especial mente a la fe, sobre todo en la medida en que esa investigación cambia la imaginación de los cristianos. Dado que la reformulación de la imagen de alguien que (como Jesús) se encuentra en el centro de la fe y la praxis de los creyentes, tiene resultados de largo alcance, esta conferencia quiere explorar el impacto que causa ese cambio de imaginación en cuatro áreas: la persona de Jesús, su acción salvífica (salvación), la iglesia que le sigue y el misterio de Dios revelado en y a través de la vida y destino de Jesús.

Un cambio de imaginación

La imagen de Jesús tiene una importancia esencial para la vida de la fe cristiana. Dado que nadie puede relacionarse ya más con Jesús en forma carnal, después de su muerte, sólo podemos encontrarle a través de una imagen recordada (memory image), que actúa como mediadora de su presencia viva a través del poder del Espíritu. A lo largo de los siglos, esta imagen, deducida al mismo tiempo de modos diversos, de la Escritura, la doctrina, la práctica religiosa y la ética de los cristianos, imagen que así resulta accesible a la experiencia humana, ha estado actuando en el mismo centro de la vida cristiana. Existencialmente, esta imagen constituye el medio a través del cual los creyentes han venido a conocer a Jesucristo y a relacionarse con él, sean niños o adultos. De un modo corporativo, ella conforma los credos de la Iglesia, su ética, sus doctrinas y su teología, su celebración litúrgica y su predicación, su espiritualidad y sus prácticas de piedad, su catequesis y sus valores públicos. Teológicamente, inserta dentro de un encuadre narrativo, la memoria vitae, passionis, mortis et resurrectionis Iesu Christi, nos ofrece la seguridad de que el contenido de Jesús, dentro de la confesión creyente por la que afirmamos que «Jesús es Cristo», no se reduce a una mera cifra o proyección sino que ese contenido (la memoria de Jesús) sigue siendo un don gratuito e interpelante de Dios. Si privamos a la Iglesia de la memoria de Jesús, toda la vida de la fe sufre una implosión o se destruye (5).


De un modo dramático, especialmente para iglesias que han vivido tradicionalmente en un plano de alta cristología dogmática, apoyada por una lectura literal de los evangelios, la investigación sobre Jesús está cambiando esta imagen del recuerdo de Jesús. Esa investigación ha comenzado a trazar nuevas imágenes sobre la relación (sobre la interactuación) de Jesús con su mundo y está ofreciendo nuevas categorías a través de las cuales podemos entenderle. Estas son algunas de esas categorías o imágenes: Jesús el judío (6), un judío margina (7), un profeta de la restauración de Israel (8), un líder carismático, un sanador compasivo, un sabio subversivo y fundador de un movimiento de revitalización al interior del judaísmo (9), un campesino judío mediterráneo (10), un profeta escatológico que proclamaba la venida del reino de Dios y que pagó con su vida el precio de ese reino (11). Estas diversas perspectivas están cambiando la imagen tradicional de los cristianos en relación con la dinámica de la vida y destino de Jesús. Evidentemente, no todas las imágenes son equivalentes y, además, existen contradicciones reales entre diversos métodos académicos, en torno al uso de las fuentes (de la vida de Jesús) y al modo de valorar las pruebas que podemos deducir de ellas. Sea como fuere, tomadas de un modo singular o unidas, estas pinturas expresan la certeza de que en el origen del cristianismo había una figura que es diferente a la del Cristo que ofrecía la doctrina de la piedad tradicional. Esto no significa que esas imágenes se opongan a la doctrina tradicional, pero ellas suscitan apreciaciones distintas sobre Jesús. Obviamente, las imágenes que emergen de los estudios contemporáneos no agotan toda la realidad fáctica de la vida de Jesús. Pero me gustaría indicar que, por medio de la utilización de las herramientas críticas, este cambio de imaginación consigue, efectivamente, que algunos aspectos de la memoria de Jesús que pertenecía a la vida de los primeros discípulos se nos vuelvan ahora más cercanos, de manera que logremos de esa forma algo que la imagen de la memoria posterior (más dogmática) de la Iglesia no había conseguido a lo largo de muchas generaciones.

Esta imaginación cambiada está afectando al menos en cuatro áreas significativas que ahora exploraremos, aunque sólo brevemente, para hacer así justicia a todo el espectro de temas en los que ha influido la investigación de Jesús.

La persona de Jesucristo

La doctrina clásica, forjada en términos helenistas por los concilios de la Iglesia antigua, afirma que la identidad de Jesús como el único «Cristo, Hijo, Señor» implica dos tipos de relaciones básicas: (1) Jesús es «de la misma naturaleza que el Padre en cuanto a su divinidad»; (2) «Jesús es de la misma naturaleza que nosotros en cuanto a su humanidad» (concilio de Calcedonia, año 451). Verdaderamente divino y verdaderamente humano. Gran parte de la teología posterior utilizó métodos filosóficos para iluminar mejor el significado de esta doctrina de las dos naturalezas, queriendo explicar cómo se expresa la encarnación de la Palabra de Dios en el surgimiento de un genuino ser humano. A pesar de esos esfuerzos, la genuina humanidad de Jesús ha sido más bien relegada, de ordinario, o ha quedado fuera del campo de visión de los creyentes. Irónicamente, esto es lo que sucede particularmente con la cristología que ha querido ser muy ortodoxa. Su timbre de verdad ha sido la confesión de que «Jesús es verdaderamente Dios»; pero esa cristología no atribuye la misma importancia a la fe en Jesús. como «verdaderamente humano», esto es, como un ser humano real, genuino, limitado, con su propia experiencia, un ser humano obediente como nosotros en todo, menos en el pecado» (12).

Ciertamente, la tradición doctrinal de la cristología está amenazada por una misteriosa corriente subterránea de tipo monofisita, según la cual la naturaleza divina devora a la naturaleza humana, poniendo así en peligro la plenitud de la confesión que ella quiere proteger. Diversos trabajos de tipo especulativo han querido estudiar la causa de esta situación. Un factor que ha contribuido a ella ha sido un dualismo intelectual, que concede prioridad al espíritu sobre la materia, al cuerpo sobre el alma, a la pura divinidad sobre la humanidad carnal. Otro factor ha sido un modelo competitivo de la relación de Dios con el mundo, según la cual el Uno, infinita.rñente poderoso, abruma la pobre integridad de las criaturas. Otro factor ha sido una estructura política de poder, donde un grupo de elite aparece como privilegiado, por encima de las sucias masas, de manera que a Cristo se le interpreta utilizando la imagen glorificada de un emperador en su gesto de reinar (sobre esas masas). Puede suceder también que nosotros nos sintamos tan pequeños en la casa de nuestros pobres cuerpos, que la idea de un Dios que penetra de forma verdadera en nuestra condición terrena nos resulta seriamente inimaginable.

Precisamente en este campo, la imaginación sobre Jesús despierta la imaginación de la Iglesia para descubrir la humanidad genuina del profeta escatológico de Nazaret. Alimentada por la investigación sobre Jesús, una comprensión más clara de la humanidad del Jesús histórico ofrece ahora a la cristología un punto de partida nuevo, que resulta al mismo tiempo antiguo. En vez de comenzar en el cielo y trazar un modelo descendente, viendo a Jesús como la Palabra de Dios que se hace carne (cristología desde arriba, modelada sobre el evangelio de Juan), las líneas maestras de la cristología contemporánea comienzan desde la tierra con Jesús de Nazaret y trazan un modelo ascendente, partiendo de la vida de Jesús, a través de su muerte y de su resurrección gloriosa (cristología de abajo, modelada a partir de los evangelios sinópticos) (13). Cuando se exploran los aspectos de este cambio de paradigma, en la línea del modelo ascendente, resulta cada vez más difícil ignorar la plena humanidad de Jesús.

Y aquí tenemos un punto clave. La investigación sobre Jesús afecta a la imaginación de la fe, en relación con la verdadera humanidad de la Palabra hecha carne, pero no a través de un proceso de generalización, sino de particularización. Jesús de Nazaret es un ser humano individual, y no un hombre en general. Su naturaleza humana no es una abstracción, sino una vida humana concreta, expresada en una historia real, vivida en el mundo. Jesús está situado en un tiempo y espacio, es decir, en Palestina, en el siglo I d. C. Como cualquier otro ser humano, Jesús descendió de una línea de antepasados -en este caso, del pueblo de Israel-. Jesús fue judío, tanto en un plano cultural como religioso, y su visión del mundo estaba alimentada por la corriente de la tradición humana del judaísmo. Su identidad como hombre estaba conformada por sus relaciones con una familia, una sociedad y un Dios muy específicos. Él no fue ajeno a las pasiones de una humanidad de sangre ardiente, sino que experimentó en sus propias circunstancias los deseos de la carne. A pesar de hallarse dotado de muchos dones, Jesús tenía un conocimiento que era limitado y necesitaba crecer en autoconocimiento y en discernimiento de su vocación. El decurso de su vida no se hallaba programado de antemano, sino que fue el resultado de decisiones libres, no siempre fáciles de asumir, en relación con su ministerio y su tarea básica. Incluso unos pocos detalles como estos que acabamos de indicar, cambian nuestra imaginación sobre Jesús y alimentan el redescubrimiento de la dimensión «verdadera e históricamente humana» de la fe cristológica. Teniendo esto en cuenta se vuelve más difícil mantener un modelo de la vida de Jesús de tipo «superman»: él no fue un dulce trabajador de la madera y piedra en el aspecto externo, pero con poderes secretos, alimentados desde arriba, que le ponían en contacto con la interioridad divina, como si su mente y su deseo no estuvieran totalmente afectadas por su situación finita y social en la historia.

Hasta aquí el tema es más fácil: puede resultar más sencillo admitir que el cuerpo de Jesús era realmente de carne, de manera que él podía experimentar así placer y pena; también resulta admisible que él pensara y hablara con categorías judías. Pero la dificultad empieza cuando llegamos al tema de la auto-conciencia. Es aquí donde la oposición frente al impacto de la investigación histórica sobre Jesús tiende a trazar una línea divisoria infranqueable: en torno al tema de su autoconciencia. Descubrimos aquí un tipo de resistencia, propia de aquellos que encuentran muy difícil admitir que aquel a quien confiesan Señor y Cristo haya podido experimentar de hecho la ignorancia y haya tenido una genuina libertad humana. Uno de los primeros teólogos que se enfrentaron con este tema fue Karl Rahner, cuyo trabajo de 1961 continúa ofreciéndonos todavía su luz. A su juicio, Jesús no fue un actor recitando un texto ya escrito, no fue una marioneta cuyos hilos se hallaban movidos por un poder más alto. Al contrario, el auto conocimiento y la voluntad de decisión de Jesús poseían un carácter «verdaderamente humanos». ¿Cómo puede pensarse algo así? (14)

Partiendo de los principios de la filosofía trascendental, Rahner propone que la auto conciencia humana se encuentra estructurada en torno a dos polos relacionados entre sí. (1) En un polo, el subjetivo, nosotros gozamos de una captación sin palabras, preverbal e intuitiva, de quienes somos. Así nos «conocemos» a nosotros mismos estando fundamentalmente presentes en nosotros, como las personas que somos. Esta profunda autopresencia guía la forma en que nosotros conducimos típicamente nuestra vida diaria, la forma en que reaccionamos ante las emergencias y tomamos nuestras mayores decisiones. Obviamente, esta forma de sentir quienes somos nunca puede expresarse totalmente con palabras. Al contrario, este es un auto conocimiento constante, subliminal, que fundamenta e impregna todo lo que hacemos como sujetos humanos. (2) En el otro polo, el objetivo, nosotros «conocemos» quienes somos por medio de palabras y hechos. Nuestro nombre y edad, nuestras estadísticas vitales y nuestra herencia, nuestros gustos y aversiones, con nuestras elecciones conscientes, todo eso, constituyen formas de autoconocimiento que podemos articular de un modo externo y comunicar a otros. En este polo objetivo, el conocimiento de nosotros mismos constituye un tema que puede definirse. Dado que este conocimiento nunca puede expresar quienes somos en la hondura de nuestras personas, en el polo subjetivo, nosotros tenemos siempre una sensación de que, al mismo tiempo, nos conocemos y nos desconocemos.

A través de la historia de nuestras vidas, hay diversas experiencias que nos ofrecen la ocasión de traducir nuestra autoconciencia intuitiva, propia del polo subjetivo, en palabras y conceptos que nos autodefinen en el polo objetivo. Las personas que son reflexivas hacen esto con más facilidad que otras, pero todas lo realizan de alguna manera. Éxito o fracaso, experiencias de amor o de condena, tentaciones contra las que combatimos, elecciones que asumimos, talentos que desarrollamos, etc., todo esto nos ayuda a expresamos a nosotros mismos de un modo más concreto, a medida que nuestra vida va avanzando. Este es un proceso que dura toda la vida, con nuevas experiencias que nos capacitan para alcanzar una dirección más segura de nuestra identidad, a medida que avanza el tiempo, de manera que las personas pueden gozar de un conocimiento más articulado de sí mismas a la edad de los 40 que cuando tenían 20 años. Dado que no existen límites para nuestro propio conocimiento, el proceso de la autointerpretación, a lo largo de la experiencia de la vida, continúa sin cesar, hasta el momento de la muerte.

Esto que es verdad para los seres humanos en general, es también verdad para el caso de Jesús de Nazaret. Él experimentó una historia viva de interpretación de sí mismo, para sí mismo, a través de la misma experiencia de su vida: «y Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). En el polo subjetivo de su autoconocimiento, él se captaba a sí mismo de un modo no verbal, como la persona que él era, es decir, como la Palabra hecha carne. Sin embargo, esta autoconciencia no era explícita sino preconceptual, intuitiva.. Uno podría argumentar que esta era la fuente que impulsaba su propia pretensión adulta de autoridad cuando enseñaba su profunda relación con el misterio de Dios, a quien él llamaba «Abba» y su vinculación compasiva con los desposeídos. Pero este autoconocimiento no era una definición clara y distinta. Jesús no se levantaba por la mañana recitando el prólogo del evangelio de Juan o la fórmula del concilio de Calcedonia. En contra de eso, para alcanzar ese conocimiento, fue necesario que él recorriera todo el camino de su vida, con todas sus experiencias, para comprenderse a sí mismo de un modo concreto. Fueron necesarios los acontecimientos de su ministerio, las experiencias de aquellos que le amaron o le rechazaron, de aquellos que le preguntaron «¿eres tú el Cristo?» a lo largo de toda su vida, incluyendo el momento de su agonía de muerte, cuando se sintió abandonado incluso del Dios a quien él había servido de un modo apasionado.

¿Conoció Jesús que él era Dios? Rahner concluye: sí y no. Sí, en el polo subjetivo de su autoconciencia, allí donde nosotros captamos intuitivamente quienes somos. No, en el polo objetivo de su autoconciencia, en el que nosotros nos definimos a nosotros mismos en términos concretos. Hagamos la pregunta de otra manera: ¿pensó este hombre judío del siglo I d. C. que él era Yahvé? Ciertamente, no. Los mismos parámetros de la fe, por la que él adoraba (a Dios), le impedían asumir este tipo de autodefinición. En tiempos posteriores, los cristianos han tenido que ampliar incluso el concepto de Dios, en términos trinitarios, para poder trazar esta identificación entre Jesús y Dios.

Conceder a Jesús de Nazaret la ignorancia, el desarrollo psicológico y una genuina libertad situada (dentro de su contexto personal y social) constituye una prueba fuerte, que nos permite descubrir si estamos preparados para conceder que él era «uno con nosotros en cuanto a su humanidad»). Esta estructura bipolar de la autoconciencia humana operando en la historia constituye simplemente una construcción teológica que nos capacita para pensar la forma en que esta humanidad de Jesús podía «actuar». Allí donde alguien sea capaz de considerar a Jesús como un «simple hombre», aun cuando fuera un judío de tipo extraordinario, el impacto de la investigación sobre Jesús en la imaginación cristiana no resulta tan dramático. Pero si uno se mantiene profundamente anclado en la confesión clásica de la fe, esta investigación tiene que llevarle a descubrir la radicalidad real de la encarnación. Dios con nosotros y a favor de nosotros, bajo las condiciones de una genuina existencia humana, que resulta inevitablemente particular y limitado: ¿podría el Amor ir todavía más lejos?

Salvación por medio de Jesucristo

Cambiar la imagen propia del recuerdo de la vida histórica-real de Jesús constituye también una forma de ampliar los caminos de comprensión del impacto redentor de su vida y de su destino. «Por nosotros y por nuestra salvación»: de esta forma resume el credo de Nicea-Constantinopla los resultados benéficos, superabundantes, que fluyen hacia la humanidad necesitada gracias a Jesucristo. ¿Cómo se puede entender esto? En las décadas posteriores a la muerte y resurrección de Jesús, los primeros cristianos escudriñaron su herencia religiosa y sus experiencias cotidianas para encontrar metáforas y analogías que pudieran expresar aquello que se había desplegado y continúa desplegándose en su nueva experiencia de la gracia de Dios, que llegaba hasta ellos a través de Jesús en el Espíritu. El Nuevo Testamento es rico en sus expresiones imaginativas. Esas expresiones utilizan metáforas comerciales: de comprar, redimir y rescatar algo por un precio. Ellas emplean también metáforas médicas: de curar y de ser plenamente recreados. Ellas ponen también en juego metáforas legales, como la justificación, el declarar no culpable a alguien que estaba siendo juzgado; hay metáforas políticas, de ser librado, liberado, hecho libre; hay metáforas militares de victoria sobre los poderes del mal. La experiencia de los sacrificios animales en el templo ofreció a los cristianos la metáfora cúltica de la expiación. La experiencia de superar pacíficamente los enfrentamientos personales y sociales les ayudó a formular metáforas relacionales de reconciliación, de romper los muros que dividen y de acercarse unos a otros. Pablo emplea la metáfora familiar de ser adoptados como hijos para describir la nueva relación con Dios, mientras que Juan pone de relieve la relación aún más profunda de nacer verdaderamente de Dios.

A diferencia de las declaraciones conciliares que clarifican, aunque sea de un modo doxológico, la constitución interior de Jesucristo, en términos particulares de naturaleza y persona, el lenguaje sobre su acción salvadora nunca ha sido sometido a ese tipo de disputa y definición (no existen declaraciones conciliares sobre esas metáforas). De todas formas, en el curso del tiempo, sobre todo en la cristiandad occidental, hay una metáfora que ha venido a convertirse en predominante; esta ha sido la metáfora de la expiación sacrificial. Reflejando el contexto feudal en el que escribió, en su tratado Cur Deus Horno, San Anselmo precisó de un modo lógico la manera en que opera esta metáfora (15). Según ella, el pecado ofende profundamente el honor de Dios. Para restaurar el orden del universo, resulta necesario el pago de una satisfacción. Pero los seres humanos, finitos como son, nunca pueden pagar esa satisfacción, que, por la misma naturaleza de la persona ofendida, debe ser infinita. Por eso, Dios se hace hombre, para cumplir esa tarea. ¿De qué forma la ha realizado? Como viviente humano que era, Jesús ha tenido el deber de ofrecer siempre a Dios una obediencia amorosa; por eso, el hecho de que él haya desplegado una forma de vida perfecta en este campo resulta insuficiente para satisfacer a Dios, pues de esa forma él no ha hecho más que cumplir su deber. Pero, no teniendo pecado, según derecho, hay una cosa que Jesús no debía haber sufrido: no debía haber muerto, porque la muerte es un castigo por el pecado. Por eso, muriendo en la cruz, Jesús dio a Dios algo que no era verdaderamente «debido» (algo gratuito). De esa manera, él ha realizado (ha ganado) una satisfacción infinita que, ya que no la necesita, nos la ha distribuido a nosotros, pecadores.

Anselmo ha presentado esta investigación sobre «por qué Dios se hizo hombre y murió» como una demostración de la misericordia de Dios, que hizo a favor la humanidad lo que nosotros no podíamos hacer por nosotros mismos. Gracias a la muerte sacrificial de Jesús, ha sido pagada la deuda del resto de la humanidad: nosotros quedamos liberados del pecado y restaurados, de manera que tenemos ya una recta relación con Dios. Pero esta teoría de la satisfacción recibió pronto unos tintes muy oscuros, cuando cayó en manos de pensadores de menor categoría y cuando recibió el influjo del poder jurídico creciente de la Iglesia medieval. A pesar de los esfuerzos de Tomás de Aquino por mitigar la necesidad de una muerte sangrienta, sacrificial, esta metáfora promovió una visión sobrecargada del carácter pecaminoso del mundo y del poder de perdón de la libre gracia, liberalmente derramada por Cristo. A pesar de la crítica de Escoto en contra de la imagen básica de esta metáfora, que tomaba a Dios como un Señor poderoso, ocupado sobre todo en la defensa de su propio honor, los predicadores extendieron la noción de un Dios al que veían como un Padre ofendido, incluso airado, que necesita la sangre de su precioso Hijo para aplacarse (compárese esta idea con la visión tan opuesta de Dios que se revela en las grandes parábolas de Jesús). La expresión narrativa de esta metáfora se concentra en la Cruz, más aún, conduce a la idea de que la muerte fue el auténtico propósito y finalidad de la vida de Jesús. Él vino para morir. El guión de su vida (y de su muerte) estaba ya escrito antes de que él llegara a pisar el escenario del mundo. Esta visión no sólo quita a Jesús su libertad humana, sino que sacraliza el sufrimiento más que la alegría, como camino de Dios. Ella tiende a glorificar la muerte violenta como algo de valor. Las teologías de la liberación han destacado la forma en que, como resultado de esto, la cruz ha podido ser utilizada de una forma hipócrita para inculcar la pasividad ante el sufrimiento injusto, innecesario, (más que como motivo de resistencia), pues se supone que los hombres tenemos que imitar al Siervo Sufriente que murió con un gesto de obediencia, sin abrir siquiera la boca (16). Apelando a la experiencia de los abusos en las familias, en particular a la experiencia del abuso de niños, las teologías feministas critican la visión de este modelo, en el que viene a revelarse la figura de un padre que permite, e incluso necesita, la muerte de su hijo, sea cual fuere el beneficio que con eso puede ofrecer a los otros. Esas teologías ponen de relieve que nuestra salvación no es una excusa para el abuso mundial de los niños (de los hijos) (17).

Las dificultades que han ido surgiendo en torno a esta metáfora de la salvación, a través de la expiación sacrificial, exacerbadas por el hecho de que han sido casi las únicas empleadas a lo largo de siglos, no niegan la importancia de la cruz o del poder redentor del sufrimiento. Lo que necesitamos es, más bien, una nueva interpretación teológica, que pueda superar las complicaciones debilitadoras de la interpretación anterior, mientras que pueda hacer justicia al carácter central de la muerte de Jesús «por nosotros». Al situar la cruz en su contexto histórico, la investigación sobre Jesús contribuye a encontrar esta solución que necesitamos. Ella ofrece una nueva imaginación, a través de la cual podremos apreciar la obra salvadora del Mesías.

1. Esta visión de la salvación, alimentada por la investigación sobre Jesús, vincula la cruz con el ministerio que le precede y con la resurrección que le sigue, de un modo esencial y no deja que la cruz quede aislada como acto salvador de expiación.

De esta forma, descubrimos que la salvación, que restaura a los hombres a la plenitud de su relación con Dios y con los otros, comienza con el mismo ministerio público. La predicación de Jesús, a veces gozosa, a veces exigente, sobre el reino de Dios que se acerca, predicación que está vinculada con sus curaciones y sus exorcismos, con sus comidas abiertas a todos y con su compromiso a favor del pueblo marginado, nos permite saborear ya de forma anticipada aquel mundo en el que Dios reinará, un mundo donde no habrá lágrimas. A través de Jesús, diversas personas experimentaron una nueva comunicación con Dios: pecadores, enfermos, mujeres, hombres, jóvenes, personas bien establecidas, buscadores y pobres de todo tipo. En aquellos días, la separación entre la Iglesia y el Estado era algo en lo que nadie había pensado todavía. Por eso, el movimiento de Jesús se tomó como políticamente peligroso, en un tiempo de movimientos de masas que se alzaban en contra de la ocupación romana. Además de eso, vinculando su proyecto con la pasión propia de los profetas, Jesús realizó una acción simbólica en contra del templo de Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, volcando las mesas y liberando a los animales destinados para los sacrificios. De esa manera se ganó la oposición de la clase social bien defendida de los sacerdotes, que se hallaba dispuesta a defender sus privilegios, es decir, de la aristocracia sacerdotal, que después se mostraría como un enemigo formidable en contra de Jesús.

Desde una perspectiva histórica, la muerte de Jesús en la cruz es el precio que él pagó por su ministerio profético. Su final violento, torturado, sangriento, fue consecuencia de la clase de actividad en la que Jesús estaba comprometido. Históricamente, esa muerte no se hallaba preordenada; si Jesús hubiera cambiado su forma de actuar, probablemente no habría muerto así. Pero él optó por mantenerse fiel a su vocación, predicando el reino de Dios y actualizando la compasión de Dios hacia los pobres. De esa forma, su movimiento vino a mostrarse como una espina clavada contra los poderes existentes y ellos la arrojaron fuera. Los poderes represivos suelen hacer esto en todo tiempo. Jesús fue condenado a muerte en el comienzo de su carrera, su movimiento terminó hecho trizas, sus promesas quedaron burladas y, para todos los intentos y propósitos, él quedó como abandonado por el Dios cuya cercanía y venida misericordiosa había proclamado de manera tan apasionada.

Esta oscuridad pone muy de relieve el poder de la resurrección, que le restaura y le sitúa en la función central que él ha tenido en la predicación cristiana primitiva y en el mismo Nuevo Testamento. La resurrección gloriosa de Jesús no es una especie de nota final o codicilo que se añade a la historia de su vida, ni es un desarrollo rutinario y esperado de todo lo anterior, sino que es un punto de inversión irremplazable. Dios le ha resucitado. Aquí yace el poder salvador de este acontecimiento: la muerte no tiene la última palabra. El crucificado no se encuentra aniquilado, sino que ha sido traído a nueva vida en el regazo de Dios, que permanece fiel de un modo sorprendente. De esta manera queda invertido el juicio de los jueces del mundo y queda reivindicada la propia persona de Jesús, Intrínsecamente vinculada con su predicación y con su forma de actuar. Este acontecimiento introduce un nuevo espíritu en la historia, el Espíritu de vida. A través de la presencia de Jesús crucificado, que es ahora el Viviente, viene a ofrecerse un futuro de vida a todos los que se encuentran en aflicción, incluso allí donde se siguen levantando cruces a lo largo de la historia.

2. Esta aproximación histórica, narrativa, ha relacionado la cruz de Jesús con su ministerio público y con su resurrección. De esta manera, la forma de entender la salvación que brota de la investigación de Jesús, hace que surja una interpretación distinta de su muerte, que ahora aparece como el destino propio de un profeta que ha sido enviado por Dios.

En cuanto acontecimiento que fue configurado por las fuerzas de la historia, su muerte no sucedió por necesidad ineludible, sino que fue el resultado de circunstancias contingentes y de libres decisiones humanas. Por haber promovido la venida del reino de Dios con palabras y obras, Jesús y su movimiento se opusieron a los intereses de los poderes gobernantes en aquel rincón del mundo. Sabiendo que su vida estaba en peligro, a pesar de ello, Jesús continuó predicando y actuando de acuerdo con la ardiente pasión de su vida -Dios que se acerca como salvación para todos, especialmente para la gente pobre y marginada-, esperando que su ministerio pudiera tener éxito. Nuestro mismo tiempo actual ofrece ejemplos vivos de esta dinámica: Óscar Romero, Martin Luther King, las cuatro mujeres norteamericanas que actuaron al servicio de la Iglesia (Ita Ford, Maura Clark, Dorothy Kazel y Jean Donovan) y otros que han dado un testimonio extraordinario, hasta el extremo de su muerte. Ellos no fueron buscando la muerte, sino que buscaron una transformación del corazón, con una implicación social, en nombre de Dios. En un mundo que les era contrario, ellos terminaron siendo aplastados. Pero después, otros que han sido influidos por ellos comienzan a sentir el poder de su memoria y a interpretar sus muertes, en continuidad con sus vidas, como sufrimiento redentor a favor de los demás.

Esto, y solamente esto, es lo que pasa con Jesús de Nazaret desde la perspectiva de la resurrección. Después de que sucedieron los acontecimientos dramáticos del fin de su vida, las mujeres y los hombres que le habían seguido comenzaron a interpretar las cosas que habían pasado como algo que se hallaba vinculado al plan misericordioso de Dios. Ellos desarrollaron de esa forma el lenguaje diciendo que esto había sucedido «por nosotros» y así proyectaron su nueva comprensión hacia atrás, cuando repetían oralmente los acontecimientos del ministerio de Jesús. El amor de Jesús, que le llevó a arriesgarlo todo, hasta morir en medio de un sufrimiento terrible, vino a presentarse como lugar donde se revelaba la compasión gratuita de Dios sobre la miseria humana. Pero, mirando las cosas desde la perspectiva del despliegue fáctico de los acontecimientos dentro de la historia, ese final sangriento no había sido de antemano necesario. Para decirlo de un modo más simple: Jesús no fue un masoquista que llegó al mundo para morir, sino que vino para vivir y ayudar a los demás a vivir en la alegría del amor divino. Para expresarlo de un modo más fuerte: Dios, el creador y amante de la raza humana, no necesitaba la muerte de Jesús como un acto de expiación, sino que él quería que Jesús hubiera tenido éxito en su ministerio al servicio del reino de Dios. El pecado humano desbarató este designio divino, pero no lo venció. La muerte injusta, atormentada, de este judío marginalizado, condenado por el estado romano, se convierte por la fe en puerta que conduce hacia una nueva presencia de Dios en el mundo, se convierte en una presencia sorprendente, sanadora y liberadora.

3. A partir de esta interpretación de la cruz como muerte histórica del profeta enviado por Dios, interpretación que está arraigada en el ministerio de Jesús y completada en la resurrección, la imagen de la salvación que brota de la investigación de Jesús recibe un cambio significativo: esa salvación no está centrada en un gesto único y violento de expiación por el pecado ante un Dios ofendido, sino que viene a mostrarse como un acto de solidaridad sufriente, que pone la presencia compasiva de Dios en contacto íntimo con la miseria, el dolor y la falta de esperanza de los hombres.

Parte de la dificultad que ofrece la metáfora de la expiación/satisfacción, especialmente en la forma en que ella se ha expresado en un contexto jurídico, está vinculada a la manera en que interpreta el sufrimiento. Según esa metáfora, en vez de tomarse como algo que debe ser combatido o remediado conforme a la voluntad de Dios para bien de los hombres, el sufrimiento viene a presentarse como un bien en sí mismo o incluso como un fin necesario para el honor de Dios. Es cierto que, a lo largo de la vida humana, cierta dosis de sufrimiento puede enseñar sabiduría y puede ayudar a la maduración del carácter. La presencia del sufrimiento puede suscitar también una respuesta de enorme caridad y de acción dedicada al servicio de los débiles y los vulnerables, contribuyendo así al desarrollo de la virtud de aquellos que personalmente no sufren (pero ayudan a los que sufren). Ciertamente, el sufrimiento aparece como un misterio genuino, cuyo significado no puede nunca aclararse del todo. Pues bien, todas las tradiciones religiosas del mundo han intentado conectar de algún modo esta experiencia con el más hondo poder del universo, ayudando a los hombres a vivir en esa situación y prometiéndole alivio (18). En contra de eso, la perspectiva particular que había tomado aquella «construcción teológica» que veía la muerte de Jesús como expiación jurídica, convertía el mismo sufrimiento en algo bueno. Esto no sólo ha llevado a tendencias masoquistas en la piedad (tendencias que están muy alejadas del auténtico ascetismo), sino que, en una perspectiva pública, ha promovido la aceptación pasiva de un tipo de sufrimiento que proviene de la injusticia, en vez de suscitar una resistencia enérgica en contra de una situación semejante.

A la luz de lo que Edward Schillebeeckx llama el «exceso» de sufrimiento en nuestro mundo, a la luz de la muerte injusta, sangrante, de millones de personas a lo largo del siglo XX, a la luz del sufrimiento injusto que padecen gran cantidad de personas, por causa de la pobreza, opresión y violencia, la cruz no puede ser utilizada como medio para justificar la continuación de la miseria. De aquí surge una teología de la salvación que afirma que el abismo de sufrimiento que Jesús experimentó en la cruz, el sufrimiento miserable en cuanto tal, no tiene en sí mismo un carácter salvador. Ciertamente, hablando desde el punto de vista histórico, numerosos teólogos actuales no dudan en presentar la ejecución de Jesús como una tragedia, un desastre, un fiasco, un fracaso sin paliativos. Más que un acto querido en cuanto tal por el Dios amante, la cruz es un reflejo asombrosamente claro del pecado que actúa en el mundo, un acto totalmente erróneo, cometido por seres humanos. Lo que en esta situación puede tomarse como salvador no es el sufrimiento padecido, sino sólo el amor que se expresa a través de ese sufrimiento. El núcleo salvador, en el centro de esa negatividad, no es el dolor y la muerte en cuanto tales, sino el amor mutuamente fiel de Jesús y de su Dios, amor que no es evidente de un modo inmediato.

Esta visión excluye cualquier idea de Dios como. Padre sádico y de Jesús como una víctima pasiva, sacrificial; excluye también la visión de la muerte de Jesús como un pago que debía hacer a Dios para beneficio nuestro y la visión de la miseria humana como algo que Dios ha querido como castigo por los pecados. En contra de eso, el sufrimiento de Jesús es un destino que resulta de su fidelidad libre y amante a su ministerio profético y a su Dios; ese sufrimiento es precisamente el camino que nuestro Dios de gracia ha escogido para hacerse solidario con todos aquellos que sufren y que están perdidos en este mundo roto. Ahora, incluso aquel sufrimiento que parece tener menos sentido, incluso la experiencia más antidivina, que sigue siendo esencialmente insondable, resulta incapaz de separar del amor de Dios a aquellos que sufren. La participación divina en el sufrimiento de Jesús, vinculada con la donación del Espíritu de vida en su resurrección, nos ofrece la seguridad de que existe una vida nueva en, a través y más allá del pecado y la miseria, de la culpa y de la muerte. Y, por eso, nosotros esperamos (19). Más que justificar una indiferencia apática, esta interpretación impulsa a los cristianos a vincularse a los que luchan contra la injusticia, a favor del bienestar de aquellos que sufren, porque es aquí donde encontramos a Dios, procurando traer alegría a la creación amada, ya desde aquí y ahora.

4. Finalmente, la visión de la salvación que brota de la investigación sobre Jesús permite que el rico tapizado de metáforas que hemos hallado a lo largo del Nuevo Testamento pueda ser nuevamente destacado. Ser liberado, curado, redimido y puesto en libertad, ser justificado, reconciliado, adoptado o nacido como hijo propio de Dios... Todas estas metáforas van más allá de haber sido simplemente perdonados gracias a un precioso sacrificio. Ninguna imagen particular, ni la teología que las acompaña, puede agotar la experiencia y sentido de la salvación realizada por Jesucristo. Tomadas al mismo tiempo, estas metáforas corrigen las distorsiones que surgen cuando sólo se superenfatiza una de ellas. Las diversas imágenes hacen posible el surgimiento de una pluralidad de soteriologías adecuadas para diferentes tiempos y lugares.

<La Iglesia: siguiendo a Jesucristo

Siendo comunidad de discípulos, agraciados por el Espíritu, que siguen a Jesús, el Cristo, los cristianos reciben a partir de su imagen del recuerdo de Jesús las claves para la recta conducta, para fe y para la forma de relacionarse unos con otros.

Originalmente, la comunidad en Palestina estaba compuesta por discípulos judíos, hombres y mujeres, que a la luz de la resurrección fueron interpretando a Jesús de un modo creciente como su Mesías esperado, como el Cristo. Esto, lejos de ofrecerles algún tipo de razón para abandonar su religión judía, les animaba a la observancia continuada del judaísmo, mientras seguían predicando las buenas noticias de Jesús a sus compatriotas judíos. Ellos adoptaron ciertos actos distintivos, tales como el bautismo y la reunión en las casas de unos o de otros para la fracción del pan, mientras continuaban el modelo de oración judía y de adoración en el templo. Pasado algún tiempo, el éxito de su predicación a los gentiles amplió demográficamente el número de discípulos, creando duras tensiones en torno a la observancia de la Ley judía. Mientas crecía el número de cristianos gentiles, el de los cristianos judíos fue declinando, pero tuvieron que pasar varias décadas antes de que las comunidades judeocristianas se separaran -o fueran expulsadas- de la sinagoga.

Como sucedió en la vida del Jesús histórico, no había un texto fijo (como una fotocopia), texto que todos que debieran seguir en estos primeros años. ¿Fundó Jesús la Iglesia? Sólo en el sentido en que él reunió a un grupo de discípulos, mujeres y hombres, para que le siguieran y les imbuyó un cierto estilo de vida y plegaria ante la llegada del reino de Dios. Cambiadas las circunstancias, ellos se enfrentaron ante nuevos retos, de manera que las particularidades de la vida de Jesús no pudieron repetirse al pie de la letra. Con el poder del Espíritu, ellos tuvieron que ir improvisando, descubriendo así la mejor manera en que la verdad del mensaje y la presencia de Jesús pudiera encarnarse en nuevos tiempos y lugares. Ellos siguieron a Jesús, pero no a través de una imitación servil, sino por medio de una aplicación creadora de sus valores, imprimiendo su presencia en las nuevas situaciones, de la mejor manera que podían.

Desde entonces, a través de una historia terriblemente cambiante, la dinámica central ha sido siempre la misma. En la comunidad de la Iglesia se continúa viviendo el futuro de aquello que Jesús comenzó. Conforme a las dramáticas palabras de Edward Schillebeeckx, «la comunidad viviente es el único relicario real de Jesús» (20). A lo largo de los siglos, nosotros continuamos manteniendo viva la memoria «peligrosa» de Jesús; seguimos sus huellas; encarnamos su presencia en la palabra y sacramento, y también en las acciones de curar y de realizar la justicia compasiva que hace presentes fragmentos de la salvación en el aquí y ahora del mundo.

Siguiendo a Jesús, recibiendo de él nuestras tareas y dejando que su Espíritu nos inspire, participando en su experiencia del Abba y en su ayuda desinteresada a favor de «estos últimos», y confiando así nuestro destino en Dios, nosotros permitimos que la historia de Jesús, el Viviente, continúe manteniéndose en la historia, como un elemento de cristología viva, como la obra del Espíritu en el mundo (21).

<La Iglesia es un elemento de la cristología viva -aquí se encuentran su lazo de unión con la investigación sobre Jesús-. Esto significa que la nueva comprensión de la propia realidad histórica de Jesús nos lleva a criticar algunos de los modelos eclesiales del discipulado, de la oración y de la praxis y nos permite buscar nuevos caminos. Veamos tres ejemplos críticos:

- ¿Cómo podría la Iglesia haber perseguido alguna vez a los judíos si ella hubiera recordado el carácter judío de la propia identidad étnica y religiosa de Jesús? Recuerdo una visita a un museo de Munich, Alemania, donde se presentaba la historia de los pesebres de Navidad o nacimientos. A medida que avanzaba el siglo XIX, la Madre y el Niño se iban haciendo progresivamente rubios y de ojos azules, hasta convertirse en iconos de la raza dominante. Las características judías habían ido desapareciendo. Un énfasis renovado sobre el carácter judío del Jesús histórico funciona ahora como un elemento que nos permite progresar en el respeto mutuo y en las relaciones justas entre el pueblo judío y el cristiano.

- ¿Cómo pueden los cristianos económicamente bien situados continuar desarrollando modelos de consumo que contribuyen a la destrucción de millones de pobres explotados que luchan simplemente por sobrevivir? Un énfasis renovado en la opción profética preferencial de Jesús a favor de los pobres, en nombre de Dios, exige que nuestras conciencias actúen a favor de la justicia, para transformar las estructuras opresoras en la línea del proyecto de amor y de liberación de Jesús. El teólogo latinoamericano José Miranda plantea el reto de un modo especialmente directo: «Ninguna autoridad puede decretar que cualquier cosa está permitida, porque la justicia y la explotación son cosas que pueden distinguirse. Y Cristo murió para que nosotros pudiéramos conocer que no todo está permitido. El Cristo que no puede ser secuestrado por la gente de alto nivel económico es el Jesús histórico» (22).

- ¿Cómo puede la Iglesia jerárquica seguir relegando a las mujeres a un puesto de segunda clase, gobernadas por estructuras, leyes y ritos en los que dominan los varones? Un énfasis renovado a favor de la praxis de Jesús al servicio del reino de Dios, teniendo en cuenta el carácter inclusivo de su visión de género (de mujeres y varones), exige una conversión de la institución de la Iglesia, a fin de que ella reconozca la plena dignidad de las mujeres como seres humanos, creados a imagen de Dios y bautizados a imagen de Cristo. Jesús tenía discípulas mujeres, que fueron testigos fieles de su muerte y de su sepultura y testigos autorizados del Cristo resucitado. Dejando incluso aparte los muchos ejemplos en los que el evangelio presenta la relación de Jesús con.1as mujeres, su rechazo de cualquier relación que estuviera modelada en claves de dominación/subordinación y su búsqueda de una nueva humanidad donde los servicios y poderes fueran mutuos, impulsa a la Iglesia a una nueva forma de actuar respecto a las mujeres, en comunión de igualdad con los varones (23).

Como un elemento de cristología viva, la investigación sobre Jesús despierta a la Iglesia y le sirve de reto para un nuevo tipo de fidelidad.

El Dios vivo

Dado que los cristianos creen que Jesús es la Palabra, Sabiduría y Revelación de Dios, que Jesús es verdaderamente divino, de un modo lógico, lo que la investigación diga sobre este ser humano bien concreto, que fue un judío del siglo I d. C., tendrá gran importancia para conocer el carácter y la forma de actuar del Dios viviente. Desde la perspectiva de una cristología alta y confesionalmente ortodoxa, recuperar la historia de Jesús implica abrir un camino para recuperar aspectos del misterio divino que generalmente quedan sumergidos bajo la doctrina clásica. Esta doctrina, tomada no sólo de la revelación sino del teísmo filosófico, concibe a Dios como un ser absoluto, autosubsistente, con atributos de infinita perfección, tales como la omnipotencia, la inmutabilidad y la impasibilidad, de tal manera que ese Dios acaba no teniendo relación con el mundo y con su historia. Invirtiendo esa dirección, la teología actual quiere pensar la realidad de Dios desde la historia de Jesucristo. Si Jesús pertenece a la definición de Dios, ¿qué es lo que revela la figura concreta de la historia de este ser humano sobre el incomprensible misterio divino? Tan fuerte es el trabajo que se está realizando en esta línea que son muchos los que afirman que se está poniendo en marcha nada menos que una «revolución» en el concepto de Dios (24).

La visión en torno a la cual se dialoga actualmente es la del ser de Dios como autorrelación triunitaria, verdaderamente relacionado con el mundo, capaz de autovaciamiento y transformación en libertad, capaz de sufrir en amor con la creación amada, poderosamente compasivo respecto a los dolores del mundo, queriendo ser su liberador del mal. Leander Keck ha establecido simplemente esta lógica: «Aquel a quien Dios ha reivindicado descubre el sentido de Dios» (25).

En Jesús, Dios ha reivindicado a un profeta que proclamaba el reino compasivo del Dios viviente; que está viniendo para superar el mal y para liberar el mundo de los poderes que lo esclavizan; Dios reivindica a un ser humano que está lleno de vida, impulsado por el Espíritu, y que, a través de unos gestos gratuitos de comunidad inclusiva, de mesa de perdón y de curaciones, ha expresado de un modo concreto su mensaje. Partiendo de este modo de pensar, Jesús no sólo enseña parábolas sobre Dios, sino que él mismo es, en concreto, la parábola que Dios está contando a este mundo histórico.

Las narraciones de Jesús culminan y se vinculan en un símbolo que expresa el carácter de Dios. La teología se atreve a pasar desde las palabras y obras de Dios a un concepto del propio ser de Dios, al que descubre de un modo fundamental y esencial como amor (1 Jn 4, 8). Dios es aquel que ama a la tierra y a los seres humanos, es aquel que desea el bienestar de todos. Esto sitúa a Dios en oposición total respecto a cualquier cosa que degrada o destruye a las criaturas amadas. Esta visión presenta a Dios como un «partisano» particularmente entregado a favor de aquellos que carecen de poder y que sufren. Lejos de estar aliado con las fuerzas o estructuras opresoras, el amor liberador de Dios se opone a ellas y busca su transformación, de manera que los aplastados del camino puedan ser liberados para una vida en plenitud, pues esta es la condición previa concreta para que todos los seres humanos puedan habitar en una comunidad nueva. Esto supone que conocer y amar a Dios significa, por tanto, tener hambre y sed de justicia, vincularse de un modo compasivo con la causa de Dios, en solidaridad con aquellos que sufren en este mundo. Comprender a Dios como el Dios de la vida, que viene siempre de un modo liberador, es también otro resultado de la recepción teológica de la investigación sobre Jesús.

Conclusión

Algunos podrán objetar que una investigación que sea capaz de probar muchas cosas sobre la vida y los tiempos de Jesús de Nazaret privará a su historia de misterio, de tal forma que ella sea incapaz de servir a la fe. En realidad, lo que está ocurriendo es lo contrario. Por que, por una parte, ninguna investigación podrá agotar nunca la realidad de una persona, de ninguna persona, pues sus profundidades permanecen inalcanzables. Y, por otra parte, el estudio histórico sobre Jesús está siendo capaz de colocarle de manera tan cuidadosa, dentro del contexto de Palestina, en el siglo I.d. C., que él viene a mostrarse como alguien que resulta del todo extraño en la actualidad para las personas del primer mundo. La tendencia inveterada a domesticarle, haciéndole uno de nosotros, queda superada cuando le situamos en su propia concreción histórica. Culminando su estudio sobre los que fueron aproximadamente los primeros cien años de la investigación sobre Jesús, A. Schweitzer utilizó, para describir lo que había pasado, la alarmante imagen de un péndulo que se balancea (26). La investigación ha aflojado las amarras que mantenían el péndulo de Jesús sujeto a las «piedras rocosas de la doctrina eclesiástica» y se regocija viendo que su figura comienza a hallarse viva y a moverse de nuevo (como un péndulo). El Jesús histórico está avanzando. para relacionarse con el mundo moderno. «Pero él no se queda quieto, sino que atraviesa por nuestro tiempo y vuelve al suyo propio». Para su más hondo desánimo, la teología ha sido incapaz de mantener a Jesús en su propio tiempo, sino que ha tenido que dejarle ir. «Él ha vuelto a su propio tiempo, no por causa del influjo de alguna ingenuidad histórica, sino por la misma necesidad inevitable por la que un péndulo, al que se deja en libertad, vuelve a su posición original». La particularidad histórica de Jesús de Nazaret se eleva como un bloque en contra de la tentación constante de utilizarle para nuestros propios fines, sean esos unos fines de tipo eclesiástico, tribal o personal.

Al mismo tiempo, esta investigación científica protege la realidad enigmática de Jesús, en su tiempo y lugar, y alimenta también la búsqueda de una comprensión más profunda. Al concedernos unas claves por las que vemos que Jesús de Nazaret fue una persona de un tipo y no de otro, que enseñó unas cosas específicas sobre Dios y sobre la vida humana y no otras distintas, vivió un tipo de vida y murió a través de un tipo de muerte, y no de otra, cuando esa investigación nos dice que Jesús pidió un tipo de respuesta y no otra, nos está ofreciendo un tipo de nuevo alimento imaginativo para la vida y práctica cristiana. Ni una historia que sea escéptica ante la fe, ni una fe que planee sobre un vacío sin historia, serán suficientes para satisfacer las preguntas que se plantean desde la perspectiva y con el espíritu de nuestro tiempo. Pero la historia y la fe, en mutua relación, abren nuevos caminos llenos de frutos.

Mientras estamos sentados aquí, a la orilla del mar de Galilea, ponderando estas cuestiones, yo quisiera concluir con una paráfrasis de una famosa afirmación con la que Schweitzer concluyó su extensa obra, dedicada a la investigación sobre Jesús, hace casi cien años. Ciertamente, él escribió desde un punto de vista teológico distinto del que yo estoy proponiendo en esta conferencia. A pesar de ello, su visión sobre el poder espiritual que brota para nuestro tiempo del Jesús fáctico de la historia pasada, ofrece un tipo de conclusión adecuada para este coloquio:

Él viene a nosotros como un desconocido, sin nombre, como alguien que viene de antiguo, a la orilla del lago, él viene hacia aquellos que no le conocían. El nos dice la misma palabra «seguidme» y nos propone aquellas tareas que él tiene que cumplir en nuestro tiempo. El invita. Y a aquellos que responden, sean sabios o simples, él se les revelará en los trabajos, sufrimientos y alegrías por los que ellos deberán pasar en su compañía; y de esa manera, como en un misterio inefable, ellos deberán aprender por su propia experiencia Quién es Él (27).

Notas

(1) Para la búsqueda primera, cf. Albert Schweitzer, The Quest of the Historical Jesus, Macmillan, NuevaYork 1968 (original de 1906; versión cast., de la primera edición de la obra de Schweitzer: Investigación sobre la vida de Jesús, Edicep, Valencia 1990). Para los trabajos posteriores, cf. Markus Borg, Jesus in Contemporary Scholarship, Trinity Press International, Valley Forge Pa. 1994.

(2) En sentido coloquial, no crítico, la expresión «Jesús histórico» se refiere a Jesús, tal como de hecho vivió, actuó y habló en la historia. Sin embargo, de un modo técnico, el «Jesús histórico» expresa la figura crítica de Jesús, tal como ha sido reconstruida por la investigación, una figura que puede cambiar, de acuerdo con los métodos y tendencias de los investigadores. Véase la valiosa discusión de John Meier, A Marginal Jew: Rethinking rhe Historical Jesus, Anchor Bible Reference Library. 2 vols., Doubleday, Nueva York 1991, 1994, I, 21-40 (versión cast., Un judío marginal I-III, Verbo Divino, Estella 1994/2003.

(3) H. S. Reimarus, en Charles Talben (ed.), Reimarus Fragments, Fortress, Filadelfia 1970; David Friedich Strauss, The Life of Jesus Criticaliy Examines, edición de Peter Hodgson, Fortress, Filadelfia 1972; Robert Funk y otros (eds.), The Five Gospels: The Search for Authentic Words of Jesus. Macmillan, Nueva York 1993. Uno de los miembros del Jesus Seminar, cuya obra aboga de un modo elocuente a favor de los beneficios de esta investigación para la fe, es Markus Borg, como muestra su obra Jesus. A New Vision, Harper-San Francisco, San Francisco 1987; Id., Meeting Jesus Again for the First Time, Harper-San Francisco, San Francisco

1994.

(4) Martin Kähler, The So-Called Historical Jesus and the Historie Biblical Christ, edición de Carl Braaten, Fortres, Filadelfia 1964; Luke Timothy Johnson, The Real Jesus: The Misguided Quest for the Historical Jesus and the Truth o/ the Traditional Gospel, HarperCollins, San Francisco 1996.

(5) Véase la discusión sobre la importancia de la imagen de Jesús en Leander Keck, A Future for the Historical Jesus. The Place of Jesus in Preaching and Theology, Fortress, Filadelfia 1980, y en Elizabeth Johnson, "The Theological Relevance of the Historical Jesus: A Debate and A Thesis»: The Thomist 48 (1984) 1-43.

(6) Geza Vermes, Jesus the Jew, Fortress, Filadelfia 1985 (versión cast., Jesús, el judio, Muchnik, Barcelona 1979).

(7) Meier, A Marginal Jew.

(8). E. P. Sanders, Jesus and Judaism, Fortress, Filadelfia 1985 (versión cast., Jesús y el judaismo, Trotta, Madrid 2003).

(9) Borg, Jesus. A New Vision.

(10) John Dominic Crossan, The Historical Jesus: The Life of a Mediterranean Jewish Peasant, Harper-Collins, San Francisco 1991 (versión cast., Jesús. Vida de un Campesino Mediterráneo, Crítica, Barcelona 1994).

(11) Edward, Schillebeeckx, Jesus. An Experiment in Christology, Seabury Crossroad, Nueva York 1979 (versión cast., Jesús. Historia de un viviente, Trotta, Madrid 2002).

(12) Karl Rahner, «I Believe in Jesus Christ: Interpreting an article of Faith.., en Theological Investigations IX (traducción de G. Harrison), Danon, Longman and Todd, Londres 1972, 166.

(13) Para una cristología consecuente, desde una perspectiva histórica, cf. Roger Haigh, Jesus Symbol of God, Orbis, Maryknoll N. Y. 1999.

(14) Karl Rahner, «Dogmatic Reflections on the Knowledge and Self-consciousness of Christ», en Theological Investigations V (traducción de Karl Kruger), Seabury Crossroad. Nueva York 1975. 193-215 (versión cast., Escritos de Teología V, Taurus, Madrid 1965).

(15) Anselm, Cur Deus Homo. en Saint Amelm: Basic Writings (traducción S. N. Deane), Open Court, La Salle III. 1974, 171-288 (versión cast., San Anselmo. Obras Completas. BAC, Madrid 1952).

(16) Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino (eds.), Mysterium Liberationis: Foundational Concepts of Liberation Theology, Orbis, Maryknoll N. Y. 1993 (edición original: Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de Teología de la Liberación, Trotta, Madrid 1992). Gustavo Gutiérrez, On Job: God- Talk and the Suffiring of the Innocent (traducción de Matthew O'Connell), Orbis, Maryknoll N. Y. 1987 (edición original, Hablar de Dios desde el suftimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Sígueme, Salamanca 1995)

(17) Joanne Carlson Brown y Rebecca Parker, «For God So Loved the World», en Carol Adams y Marie Fortune (eds.), Violence against Women and Children: A Christian Theological Source-book, Continuum, Nueva York 1995, 36-59; Rica Nakashima Brock, Journeys by Heart: A Christological Erotic Power, Crossroad, Nueva York 1998.

(18) John Bowker, Problems of Suffering in Religions of the World, Cambridge University Press, Cambridge 1970; William Cenkner (ed.), Evil and the Response of World Religions, Paragon, St. Paul Minn. 1997; Edward Schillebeeckx, Christ: The Experience of Jesus as Lord (traducción de John Bowden), Crossroad/Seabury, Nueva York 1980, 670-723 (versión cast., Cristo y los cristianos: Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1983).

(19) Johan Baptist Metz, A Passion for God: The Mystical-Political Dimension of Christianity (traducción de Matthew Ashley), Paulist Press, Nueva York 1998; Leonardo Boff, Passion of Christ, Passion of the World (traducción de Roben Barr), Orbis, Maryknoll N. Y. 1987 (versión cast., Pasión de Cristo, pasión del mundo. Hechos, interpretaciones y significado, ayer y hoy, Sal Terrae, Santander 1987); Jon Sobrino, «The Risen One Is the One Who Was Crucified: Jesus' Resurrection

from among the World Crucified», en Jesus in Latin América, Orbis, Maryknoll N. Y. 1987, 148-158 (original castellano: Cristología desde América Latina, CRT, México 1977).

(20) Schillebeeckx, Christ, 641.

(21) Ibid.

(22) José Miranda, Being and the Messiah, Orbis, Maryknoll N. Y. 1977, 9 (original castellano: El Ser y el Mesías, Sígueme, Salamanca 1973).

(23) Maryanne Stevens, Reconstructing the Christ Symbol: Essays in Feminist Christology, Paulist Press, Nueva York 1993.

(24) Hablan así de revolución Jürgen Molmmann, Hans Küng, Walter Kasper, Jon Sobrino y Leander Keck, entre otros. Véase mi discusión sobre el tema en Elizabeth Johnson, «Christology's Impact on the doctrine of God»: Heythrop Joumal 26 (1985) 143-163.

(25) Keck, A Future for the Historical Jesus, 234.

(26) Schwetizer, Quest of the Historical Jesus, 399.

(27) Ibid, 403 (paráfrasis). Schweitzer se muestra más escéptico que yo sobre la importancia de la investigación del Jesús histórico para la fe. Él supone una comprensión mucho más monárquica de Dios. De una forma consecuente, él acude al mandato y a la obediencia, más que a la invitación y a la respuesta, para describir la relación entre Jesús y los creyentes.


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